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τί ἄλλο ἀλλ᾿ ἢ σπέρμα ζητεῖ ὁ Θεός;
¿Qué otra cosa sino esperma busca Dios?
et quid unus quærit, nisi semen Dei?
¿y qué busca uno, sino el semen de Dios?
Malaquías, 2.15
Pero, ¿es verdad que Dios ha de habitar sobre la tierra?
1 Reyes, 8.27
Dios soy, y no hombre.
Oseas, 11.9
el evangelio predicado por mí no es de un hombre, pues yo no lo recibí ni aprendí de un hombre, sino por revelación de Jesucristo.
Gálatas, 1.11,12
No conozco a este hombre de quien habláis.
Marcos, 14.71
Pero yo no recibo el testimonio de un hombre.
Porque he descendido del cielo. Yo he salido de Dios.
Me buscaréis y no me hallaréis.
Juan 5.34; 6.38; 16.27; 7.34
este sabemos de dónde es.
pero este no sabemos de dónde es.
Juan, 7.27; 9.29
A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos.
Hechos, 2.32; 3.15; 4.33; 5.32; 10.39-41
Y somos hallados falsos testigos de Dios, porque hemos testificado de Dios que resucitó a Cristo, al cual no resucitó, si en verdad los muertos no resucitan.
1 Corintios 15.15
Pero Dios es testigo de nuestra conciencia, que no quiere componer la divina enseñanza de Jesús con falsos relatos, sino con una evidencia variada.
Orígenes, Contra Celso, 1.46.
y llamar como testigo a Dios para una mentira es lo más impío ... ¿te atreverías a ir a uno de tus conocidos para decirle: ¡Eh tú!, ven a testificar para mí cosas que no has visto ni oído como si las hubieras visto, como si las hubieras oído, como si a todas las hubieras seguido de cerca?... el colmo de la impiedad que no se rebasa es decirle a Dios, si no con la boca y la lengua al menos con la conciencia: testifica para mí las mentiras, falsifica conmigo, engaña conmigo; mi única esperanza de ser estimado entre los hombres es que Tú ocultes la verdad.
Filón de Alejandría, De decalogo, 86, 88, 91.
Ni siquiera mintiendo fuisteis capaces de ocultar verosímilmente vuestras ficciones.
Porque si son falsas las cosas que se han escrito sobre Jesús, como tú sostienes, puesto que no podemos mostrar claramente de qué modo estas son verdaderas...
Pero si alguien piensa que los evangelios y estas cosas son ficciones de los escritores...
Pero el dirá que estas cosas son ficciones y que en nada se distinguen de los mitos.
¿Y cómo, sosteniendo que son totalmente ficciones las cosas extraordinarias escritas por los discípulos de Jesús sobre él y censurando a los que creen en ellas, piensas que estas cosas (la historia de Aristeas) no son fábulas ni ficciones? ¿Y cómo, acusando a otros de que creen irracionalmente en las cosas extraordinarias de Jesús, tú muestras que has creído en tales (fábulas), sin aportar ninguna demostración de las mismas o prueba de que ellas sucedieron? ¿O piensas para ti que Heródoto y Píndaro no mienten, pero los que se ejercitan en morir por las enseñanzas de Jesús y tales escritos, de los cuales estaban persuadidos, han dejado tras sí a los siguientes, tanto han luchado por ficciones, como tú piensas, y por mitos y fábulas, y como para vivir en peligro por ello y morir violentamente?
Orígenes, Contra Celso, 2.26; 1.43; 2.10; 6.77; 3.27.
Pero Cristo, si ha nacido y está en alguna parte, es desconocido y todavía ni siquiera él sabe de sí mismo ni tiene poder alguno, hasta que venga Elías a ungirlo y hacerlo manifiesto a todos. Pero vosotros, aceptando un vano rumor, inventáis un Cristo para vosotros mismos, y ahora a causa de él perecéis inútilmente.
San Justino, Diálogo con Trifón, 8.
¿No habéis sido engañados también vosotros?
Investiga, y mira que de Galilea no se levantó un profeta.
Juan, 7.47,52
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pienso que algunos de los hombres que estudian la naturaleza y la teología no han desvelado a los profanos los significados simbólicos diseminados en estas (historias), sino que antes los enseñan en forma de mito, pero más claro a los más epópticos de los que son iniciados dentro de los santuarios, con la lámpara que porta la luz de la verdad.
Heliodoro, Etiópicas, 9.9
Así pues, cuando escuches los mitos que cuentan los egipcios sobre los dioses, errancias y descuartizamientos y muchos padecimientos de tal clase, debes recordar lo que antes hemos dicho, y pensar que ninguna de estas cosas que se cuentan ha sucedido y se ha realizado así.
Estas son aproximadamente las cosas principales del mito... Porque, en efecto, si tales cosas sobre la naturaleza bienaventurada e incorruptible, por la que mejor se entiende la divinidad, se creen y se cuentan como verdaderamente realizadas y sucedidas, no es necesario decirte que, según Esquilo, hay que escupir y limpiarse la boca.
Plutarco, Sobre Isis y Osiris, 11,20
Y nuestros propios oídos han llegado a ser educados con las ficciones, y habiéndolos ocupado antes durante muchos siglos, conservan como un depósito la mitología si la recibieron, ..., la cual, siendo ayudada por el tiempo, hace difícil de dejar la retención de la misma, de modo que la verdad parece tontería, y la fasificación del relato verdad.
Eusebio de Cesarea, Praeparatio evangelica, 1.10.41
modelar, como si tuviera la apariencia de Dios, la naturaleza generada y corruptible del hombre en ingénita e incorruptible, lo que precisamente (la nación de los judíos) juzgó que es el más grave de los sacrilegios —porque más rápido se convierte Dios en hombre que un hombre en Dios—
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los que no reconocen que yo soy Dios
no creen que he recibido en suerte la naturaleza de Dios.
Filón de Alejandría, Legatio ad Gaium, 118,353,367
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Pero, ¿es verdad que Dios ha de habitar sobre la tierra?
1 Reyes, 8.27
Dios soy, y no hombre.
Oseas, 11.9
el evangelio predicado por mí no es de un hombre, pues yo no lo recibí ni aprendí de un hombre, sino por revelación de Jesucristo.
Gálatas, 1.11,12
No conozco a este hombre de quien habláis.
Marcos, 14.71
Pero yo no recibo el testimonio de un hombre.
Porque he descendido del cielo. Yo he salido de Dios.
Me buscaréis y no me hallaréis.
Juan 5.34; 6.38; 16.27; 7.34
este sabemos de dónde es.
pero este no sabemos de dónde es.
Juan, 7.27; 9.29
A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos.
Hechos, 2.32; 3.15; 4.33; 5.32; 10.39-41
Y somos hallados falsos testigos de Dios, porque hemos testificado de Dios que resucitó a Cristo, al cual no resucitó, si en verdad los muertos no resucitan.
1 Corintios 15.15
Pero Dios es testigo de nuestra conciencia, que no quiere componer la divina enseñanza de Jesús con falsos relatos, sino con una evidencia variada.
Orígenes, Contra Celso, 1.46.
y llamar como testigo a Dios para una mentira es lo más impío ... ¿te atreverías a ir a uno de tus conocidos para decirle: ¡Eh tú!, ven a testificar para mí cosas que no has visto ni oído como si las hubieras visto, como si las hubieras oído, como si a todas las hubieras seguido de cerca?... el colmo de la impiedad que no se rebasa es decirle a Dios, si no con la boca y la lengua al menos con la conciencia: testifica para mí las mentiras, falsifica conmigo, engaña conmigo; mi única esperanza de ser estimado entre los hombres es que Tú ocultes la verdad.
Filón de Alejandría, De decalogo, 86, 88, 91.
Ni siquiera mintiendo fuisteis capaces de ocultar verosímilmente vuestras ficciones.
Porque si son falsas las cosas que se han escrito sobre Jesús, como tú sostienes, puesto que no podemos mostrar claramente de qué modo estas son verdaderas...
Pero si alguien piensa que los evangelios y estas cosas son ficciones de los escritores...
Pero el dirá que estas cosas son ficciones y que en nada se distinguen de los mitos.
¿Y cómo, sosteniendo que son totalmente ficciones las cosas extraordinarias escritas por los discípulos de Jesús sobre él y censurando a los que creen en ellas, piensas que estas cosas (la historia de Aristeas) no son fábulas ni ficciones? ¿Y cómo, acusando a otros de que creen irracionalmente en las cosas extraordinarias de Jesús, tú muestras que has creído en tales (fábulas), sin aportar ninguna demostración de las mismas o prueba de que ellas sucedieron? ¿O piensas para ti que Heródoto y Píndaro no mienten, pero los que se ejercitan en morir por las enseñanzas de Jesús y tales escritos, de los cuales estaban persuadidos, han dejado tras sí a los siguientes, tanto han luchado por ficciones, como tú piensas, y por mitos y fábulas, y como para vivir en peligro por ello y morir violentamente?
Orígenes, Contra Celso, 2.26; 1.43; 2.10; 6.77; 3.27.
Pero Cristo, si ha nacido y está en alguna parte, es desconocido y todavía ni siquiera él sabe de sí mismo ni tiene poder alguno, hasta que venga Elías a ungirlo y hacerlo manifiesto a todos. Pero vosotros, aceptando un vano rumor, inventáis un Cristo para vosotros mismos, y ahora a causa de él perecéis inútilmente.
San Justino, Diálogo con Trifón, 8.
¿No habéis sido engañados también vosotros?
Investiga, y mira que de Galilea no se levantó un profeta.
Juan, 7.47,52
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pienso que algunos de los hombres que estudian la naturaleza y la teología no han desvelado a los profanos los significados simbólicos diseminados en estas (historias), sino que antes los enseñan en forma de mito, pero más claro a los más epópticos de los que son iniciados dentro de los santuarios, con la lámpara que porta la luz de la verdad.
Heliodoro, Etiópicas, 9.9
Así pues, cuando escuches los mitos que cuentan los egipcios sobre los dioses, errancias y descuartizamientos y muchos padecimientos de tal clase, debes recordar lo que antes hemos dicho, y pensar que ninguna de estas cosas que se cuentan ha sucedido y se ha realizado así.
Estas son aproximadamente las cosas principales del mito... Porque, en efecto, si tales cosas sobre la naturaleza bienaventurada e incorruptible, por la que mejor se entiende la divinidad, se creen y se cuentan como verdaderamente realizadas y sucedidas, no es necesario decirte que, según Esquilo, hay que escupir y limpiarse la boca.
Plutarco, Sobre Isis y Osiris, 11,20
Y nuestros propios oídos han llegado a ser educados con las ficciones, y habiéndolos ocupado antes durante muchos siglos, conservan como un depósito la mitología si la recibieron, ..., la cual, siendo ayudada por el tiempo, hace difícil de dejar la retención de la misma, de modo que la verdad parece tontería, y la fasificación del relato verdad.
Eusebio de Cesarea, Praeparatio evangelica, 1.10.41
y todavía más imposible que esto es cambiar a la gente que acepta sin examen los mitos.
Atenágoras, Legatio, 23
Atenágoras, Legatio, 23
Porque ninguna razón puede conceder que la sustancia inengendrada e inmutable del Dios omnipotente se transforme en imagen de hombre, ni que, además, engañe a los ojos de los que lo ven con la fantasía de nadie engendrado, ni que la Escritura invente falsamente tales cosas.
Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, 1.2.8
Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, 1.2.8
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los que no reconocen que yo soy Dios
no creen que he recibido en suerte la naturaleza de Dios.
Filón de Alejandría, Legatio ad Gaium, 118,353,367
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Crítica del libro colectivo ¿Existió Jesús realmente? Ed. Raíces
Solamente desde la ceguera académica y desde la estupidez se puede afirmar lo siguiente: Se puede explicar más fácilmente la existencia real de Jesús que probar la existencia histórica de un fraude masivo por quienes lo han inventado a partir de una fusión y concentración en su persona de mitos religiosos previamente existentes (p. 342). Aquellos que parten del supuesto de la existencia histórica de Jesús olvidan que explicar cómo se construyó un entramado mítico sobre un hombre real (p. 77, 343, 344) exige también probar la existencia histórica de un fraude masivo, pues tan fraude es el convertir un mito en un hombre real como convertir un hombre real en un mito. Yo diría que este segundo tipo de fraude es incluso mayor, porque más fácilmente se convierte la fantasía en realidad, que la realidad en fantasía. Es más, la realidad destruye la fantasía y el mito, al igual que destruye la esperanza: porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? (Ro 8.24). Los cristianos primitivos no le adjudicaron a un pobre y anodino hombre de Galilea el título gratuito de Hijo de Dios, sino que ellos se inventaron la fantasía, totalmente extraña al judaísmo, de un Hijo de Dios que descendió de un cielo mítico (Jn 3.13; 8.23; Ef 4.10), donde ellos situaban a su ficticio Padre, al que ninguno los hombres ha visto ni puede ver (1Ti 6.16). En los textos no se halla el fraude manifiesto de un hombre convertido en Dios, sino la fantasía mítica de que Dios envió a su propio Hijo (Ro 8.3, Gál 4.6; Jn 3.17; 1Jn 4.9; Mc 12.6, par.; Hechos, 3.26). La mitología y la historia de la literatura pueden ofrecer miles de ejemplos de un héroe ficticio situado en un escenario real, y en cambio, la historia ofrece muy pocos casos, si es que hay alguno, en los que un hombre de importancia menor (p. 342) y demasiado insignificante fue convertido en un mito universal, deformado hasta el punto de que quede irreconocible (p. 16), y que haya sufrido en menos de una sola generación o en un lapso temporal rápido una completa divinización (p. 20, 84), hasta ser considerado no como un dios más cualquiera, sino como el único Dios verdadero: Jesucristo, este es el verdadero Dios (1Jn 5.20). ¿Cómo sería mitificado por los mismos judíos un simple hombre que habían
visto y conocido —y crucificado—, hasta el extremo de decir que este
hombre era la imagen de Dios (2Co 4.4; Col 1.15) y el Hijo unigénito de Dios (Jn 3.18; 1Jn 4.9), cuando se comprueba que esta mitificiación era totalmente imposible en un ámbito judío? Lo que ningún faraón, ni emperador, ni santo consiguió nunca, ¿cómo lo consiguió un hombre criminal (hominem noxium, Octavio, 29, Dt 21.22) que fue crucificado? ¿Cuánto fraude sería necesario para esto? Si Jesús hubiera existido realmente, entonces el Cristo mítico se ha construido fraudulentamente como un producto literario nacido de la fantasía (p. 181, 186), y en consecuencia los evangelios, que se escribieron después, también son necesariamente un fraude, y no es lícito deducir de ellos la existencia real de Jesús, pues el soporte del evangelio es el Cristo mítico, que no ha existido jamás, ni pudo existir (p.186). En este caso, el fraude sería tan colosal que reduce a la nada la posibilidad de que haya existido un Jesús de Nazaret. Pero incluso suponer que Jesús ha podido existir es una suposición vana, porque si hubiera existido, Cristo nunca habría sido inventado, ya que serían dos modelos antagónicos o dos términos irreconciliables (p. 17, 198). Como los textos demuestran que Cristo fue efectivamente inventado, luego su paredro humano era también un puro invento (p. 343).
Por tanto, los que afirman que Jesús fue un hombre histórico tienen que probar las dos cosas: la existencia real de Jesús y la existencia histórica de un fraude masivo por quienes lo sentaron a la diestra de Dios, pues toda divinización es un fraude, ya que todo hombre es falso (Ro 3.4). Puesto que esta divinización o endiosamiento es del todo inverosímil (y mucho más entre los judíos, que lo tenían prohibido. Ver nota 22), se puede explicar más fácilmente el mito de Jesús que probar la existencia histórica de un fraude masivo por quienes lo han divinizado, lo cual exige además probar antes que esta divinización ocurrió realmente, es decir, exige probar que los autores de los libros del Nuevo Testamento eran, además de falsos testigos de Dios, falsos apóstoles y obreros fraudulentos (1Co 15.15, 2Co 11.13), unos completos idiotas,1 hombres sin letras e ignorantes (Hechos, 4.13), y sin ninguna capacidad inventiva (cosa que desmienten los mismos libros, atestados de ficciones), como si ellos, que creían firmemente en la existencia real de Dios y del Diablo, y se veían a sí mismos como hijos de Dios, no hubieran sentido nunca la necesidad de vivir del mito y de la mentira autoasumida (p. 284), y en cambio pudieran engañarse a sí mismos de una manera tan burda y tan palurda como para pensar que un pobre carpintero medio loco era la imagen de Dios (2Co 4.4, Col 1.15), y nada menos que el autor de la vida (Hechos, 3.15).2 ¿Acaso es necesario probar la existencia histórica del fraude masivo que consiste en creer en la existencia real de Dios, del Diablo, de la vida eterna, de la resurrección y otras mil fantasías, fraude masivo en cuyo nombre se han cometido infinidad de crímenes y tropelías y al que todavía en el siglo XXI millones de personas dan su beneplácito como corderos de Dios? ¿Acaso aquellos hombres no tenían la cabeza llena de fantasías y no vivían de la mentira autoasumida, como todos los demás que igual que ellos creían firmemente en la mentira de Dios, desde miles de años antes de que se inventara un Hijo de Dios judío, y a quienes los propios cristianos acusaban injustamente de vivir en la farsa? Porque no nos engañamos a nosotros mismos (1Jn 1.8), decían ellos, y tenemos la gnosis de la salvación (γνῶσιν σωτηρίας, Lc 1.77) y la gnosis de Dios (γνώσεως θεοῦ, Ro 11.33; 2Co 4.6; 10.5) en este mísero hombre de Nazaret, tan histórico como que resucitó de verdad y en ningún otro hay salvación (Hechos, 4.12). Todos vuestros dioses son falsos, porque todos estos dioses vuestros fueron hombres que después de muertos fueron hechos dioses,3 pero el nuestro es un Dios auténtico: un vulgar vagabundo que no tiene dónde reclinar la cabeza (Mt 8.20, Lc 9.58), que ha sido crucificado vilmente y que ha resucitado realmente, porque todos lo hemos visto con nuestros propios ojos que solo miran la mentira de Dios, pues nosotros no miramos las cosas que se ven, sino las que no se ven (2Co 4.18).
Solamente desde una ignorancia supina se puede afirmar que la fe de la Iglesia representa una aberrante tergiversación histórica de la tradición cristiana en su génesis (p. 172), pues precisamente fue aquella fe, una fe que no estaba en sabiduría de hombres y que era la demostración de las cosas que no se ven (1Co 2.5, Heb 11.1), es decir, la mentira autoasumida, la que generó esta tradición, y la Iglesia utilizó las argucias de su falsedad no para inventarse un Cristo mítico, que ya estaba inventado antes de que se escribieran los evangelios, sino para convertirlo en un hombre ficticio, y una vez redactados los evangelios, para eliminar a todos los que negaban que hubiera ocurrido realmente lo relatado en ellos, que pasaron a ser considerados herejes o anticristos (1Jn 4.3; 2Jn 7).
También es una estupidez mayúscula afirmar que de la imposibilidad conceptual de saltar de modo plausible del Jesús de la historia al Cristo de la fe (p. 170, 199) se puede deducir una evidencia interna de que Jesús existió realmente. Porque si no se da por supuesta tal existencia, de esta imposibilidad se deduce todo lo contrario, pues la omnipresencia del mito demuestra que ese salto imposible había sido dado, y además en un lapso temporal rápido, por los autores de los libros del Nuevo Testamento, y por tanto, esta ilusoria imposibilidad no existía para ellos, acróbatas del fraude. No es lícito suponer, como se hace al dar por probada esta imposibilidad, que ellos, que vivieron en una época absolutamente distinta de la nuestra, compartían nuestros mismos esquemas mentales. Lo que a nosotros nos parece una absurda leyenda (p. 173) para ellos no lo era, pues el ámbito de comprensión del hombre de la antigüedad era fundamentalmente mítico y estaba a una distancia inmensa del nuestro. La línea que separa la realidad de la ficción no estaba para ellos allí donde nosotros sabemos que está. Sin embargo, sabían que no tiene más el hombre que la bestia (Ec 3.19), y no eran tan sumamente idiotas como para confundir a un rufián o un charlatán cualquiera que ni siquiera tenía estudios (Jn 7.15) —que no otra cosa sería Jesús si hubiera existido— con el Hijo de Dios que atravesó los cielos (Heb 4.14), y que para ellos era la quintaesencia de la Sabiduría oculta de Dios, sabiduría no de este mundo (1Co 1.24,30; 2.6,7), e infinitamente más sublime que la sabiduría de los hombres, a la que despreciaban y consideraban terrenal, psíquica, diabólica (Stg 3.15; 1Co 2.13,14).
El «Jesús de la historia» y el Cristo de la fe no eran incompatibles, puesto que los textos demuestran con absoluta evidencia que ambos estaban perfectamente trabados. Por tanto, el problema no está en la imposibilidad de saltar del uno al otro, sino en que si Jesús hubiera sido un hombre histórico los cristianos nunca habrían dicho que Jesús era el Hijo unigénito de Dios (Jn 3.16;18 1Jn 4.9), y si Jesús hubiera sido un hombre de carne real o un hombre de este mundo ellos nunca habrían dicho que el pensamiento de la carne o la amistad del mundo es enemistad de Dios (Ro 8.7, Stg 4.4), y así podríamos seguir hasta agotar todas las tonterías que decían los cristianos. Si Jesús hubiera sido un hombre real ellos nunca habrían dicho que el que ha visto a Jesús, ha visto (ἑώρακεν) al Padre (Jn 14.9), pues a Dios nadie lo ha visto (ἑώρακεν) nunca, al que ninguno de los hombres ha visto ni puede ver (Jn 1.18; 1Ti 6.16), lo que llevaría a la absurda conclusión de que viéndolo a él los demás podían ver lo que él mismo no podía ver.4 La imposibilidad no estaba en compaginar un hombre real con uno mítico, como si fuera un número complejo, sino en que Dios y el hombre, Dios y el mundo eran incompatibles (1Jn 2.15-17) para los cristianos primitivos: Sin carne, ciertamente, es el Dios perfecto, pero el hombre es carne.5 Por consiguiente, este hombre nunca existió, sino que fue inventado a partir de una ficción, puesto que ellos creían firmemente en la ficción de Dios, que no era de este mundo. También creían en la ficción del Diablo, pero el Diablo sí era de este mundo: el Arconte de este mundo (ὁ ἄρχων τοῦ κόσμου τούτου, Jn 12.31; 16.11, gnosticismo).
Pero nosotros, cuando contamos las cosas de Jesús, no presentamos una alegación cualquiera de que así hayan sucedido, sino a Dios.6 Primero y ante todo estaba la ficción de Dios, al que ellos situaban en una luz inaccesible y en un cielo mítico que ninguno de los hombres a visto (1Ti 6.16), y a una distancia infinita y en el lado más opuesto estaba el hombre psíquico (ψυχικὸς) y carnal (1Co 2.14; 4.3; Jud 19), que vivía en la esclavitud de la corrupción (Ro 8.21). Por esto ellos afirmaban, incluso cuando ya estaba circulando la historia ficticia de Dios y su Hijo Jesús, que este no vio la corrupción (Hechos, 2.31; 13.37), y por esto nunca pudo existir un hombre real sobre el que ellos proyectaron la fantasía —ajena y extraña al judaísmo— de un Hijo de Dios, porque esto iría contra sus propios principios.
De Dios, y no de nosotros (2Co 4.7; Ef 2.8). Ellos no partían de la realidad, sino de la ficción de Dios, que para ellos era la única realidad. Realidad invisible, es decir, ficticia, puesto que ellos no miraban las cosas que se ven, sino las que no se ven, y si ellos no miraban las cosas que se ven, porque son temporales (2Co 4.18), ¿a qué hombre temporal o histórico miraron nunca? Y si alguien escribió que el libre es esclavo de Cristo, y a continuación ordena que no os hagáis esclavos de los hombres (1Co 7.22.23), ¿cómo seríamos esclavos de un Cristo que había sido un hombre —y además un hombre contemporáneo del autor de estas palabras— si al mismo tiempo se nos ordena que no seamos esclavos de los hombres? ¿Y en qué cabeza cabe que alguien que afirmaba que los pensamientos de los sabios son vanos, y que contraponía explícitamente la sabiduría del mundo o sabiduría de hombres a la sabiduría de Dios —porque la sabiduría de este mundo es locura ante Dios, y lo loco de Dios es más sabio que los hombres—, afirmara que un pobre hombre de este mundo que fue ajusticiado y coetáneo suyo, por muy sabio que fuera, ha sido hecho por Dios sabiduría de Dios (θεοῦ σοφίαν)? Si este hombre hubiera existido realmente, el que dijo estos disparates estaría completamente chiflado, y todo lo que decía carecería de valor ante los elegidos, sus hermanos (1Co 1.20-30; 3.19,20). Cuando ellos decían Cristo está en vosotros (Christus in vobis est, Ro 8.10, 2Co 13.5), es evidente que no se referían a un hombre real, como si Cristo fuera un implante de silicona.7 Y cuando ellos hablaban de la sangre de Cristo (1.Co 10.16; Ef 2.13; Heb 9.14; 10.19; 1Jn 1.7), es evidente que no se referían a una sangre real como la de los análisis clínicos, como si ellos guardaran un enorme barril de sangre humana (que no puede heredar el reino de Dios, 1Co 15.50), o de becerros y de cabrones (Heb 9.12,19), y rociaran con ella realmente a todos los elegidos que vivían esparcidos en Ponto, en Galacia, en Capadocia, en Asia y en Bitinia (1Pe 1.1), ni esta sangre era un producto de limpieza con la que ellos se limpiaban las manchas grasientas de todo pecado (1Jn 1.7). Y cuando ellos decían en presencia de Cristo (in persona Christi; 2Co 2.10; 4.6), es evidente que no se referían a un hombre real que estaba allí en persona, como tampoco se referían a un hombre histórico cuando hablaban de los pensamientos (νοήματα) de Satanás, que se transforma en ángel de luz —identificado con Cristo―.8 Y ni un ángel de luz era un hombre real que iluminaba las calles de noche, ni el hombre del pecado (homo peccati, 2Te 2.3) era un hombre real que enseñaba en las plazas la práctica de los pecados de la carne o el goce temporal del pecado (Heb 11.25).
Jesús era una ficción absoluta, ya que si hubiera existido realmente sería un hombre que engaña a las gentes (Jn 7.12),9 y que no podría hacer nada (οὐκ ἠδύνατο ποιεῖν οὐδέν, Jn 5.19, 9.33), porque si el Padre —el Falo cósmico que da vida, ζῳοποιεῖ— era una ficción, el Hijo o Semen igualmente (ὁ υἱὸς ὁμοίως). Jesús no pudo ser un hombre real de carne, porque no es verosímil que los cristianos incurrieran abiertamente en la maldición de Dios: Maldito el hombre que confía en un hombre, y de la carne hace su apoyo (Jr 17.5). Si se dice que Cristo se hizo pecado por nosotros (2Co 5.21), entonces este Cristo no podía ser un hombre real, porque si todos (πάντας) los hombres están bajo pecado (Ro 3.9, 5.12), ¿cómo podría hacerse pecado por nosotros? Y del mismo modo, tampoco tenía ningún sentido real (οὐκ αὐτόχρημα) la afirmación de que Cristo se hizo (γενόμενος) maldición por nosotros (Gál 3.13), o que el Logos se hizo carne (1Jn 1.14).10 Es imposible que Jesús hubiera sido un hombre histórico para quienes afirmaban que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos, 5.29), y que su fe no estaba en la sabiduría de los hombres (non sit in sapientia hominum), y que no hablaban con palabras aprendidas de sabiduría humana (non in doctis humanæ sapientiæ verbis, 1Co 2.5,13); y mucho menos cuando ellos afirmaban que el evangelio que predicaban no era el de un hombre (οὐκ ἔστι κατὰ ἄνθρωπον), ni lo habían recibido ni aprendido de ningún hombre (οὐδὲ γὰρ ἐγὼ παρὰ ἀνθρώπου παρέλαβον αὐτό, οὔτε ἐδιδάχθην, Gál 1.11,12). Y difícilmente ellos podían decir que Jesús era el Hijo de Dios —su Hijo Jesús (Hechos, 3.13; 4.27,30); cosa que decía hasta el mismísimo Dios: Tú eres mi Hijo amado (Mc 1.11; 9.7, par.), como si Dios hiciera declaraciones espurias de paternidad cada vez que le venía en gana— si la historia de Jesús hubiera sido real, porque si las historias sobre los dioses son físicas o naturales, ya no son dioses los que estas cosas hicieron y padecieron.11
Víctimas de una ilusión platónica, los historicistas piensan que convertir un hombre en un mito es mucho más natural y sencillo que convertir un mito en un hombre. Según ellos, Jesús fue un hombre mitificado, y no un mito personificado. Y según ellos, para creer que un hombre era realmente un mito o que era el mismo Dios —como si la deificación fuera una costumbre propia de los judíos—, no era necesario un fraude masivo, y en cambio, para creer que el mito del Hijo de Dios era real o que Dios envió a su Hijo (Gál 4.4) realmente sería necesario un fraude descomunal. Pero obviamente si para lo primero no se exigía ningún fraude masivo, mucho menos para lo segundo, pues no hay fraude donde no hay realidad, aunque el mito sea presentado como un hecho real. Si Jesús hubiera existido realmente, el Hijo de Dios o la resurrección serían un fraude manifiesto, y si Cristo no resucitó, vacía (κενὴ) y vana (ματαία) es vuestra fe (1Co 15.14,17). Es decir, si Jesús hubiera existido, no habría existido el mito del Hijo de Dios, puesto que nadie existe de tal clase. Por tanto, si alguien dijo alguna vez, como se dice en los evangelios, que Jesús era el Hijo de Dios, entonces Jesús nunca existió ni pudo existir.
Puesto que nunca existió ni pudo existir un Hijo de Dios, pues los hijos de Dios no son una raza alienígena de hombres engendrados por el Semen de Dios, nunca existió ni pudo existir un hombre que fuera el Hijo de Dios, y puesto que los cristianos afirmaban con absoluta seguridad que Jesús era el Hijo de Dios, Jesús nunca existió ni pudo existir, puesto que era, con absoluta seguridad, una ficción. Puesto que el Hijo de Dios nunca existió, ni para los judíos (nadie existe de tal clase. 12), antes de afirmar por las buenas la existencia histórica de Jesús, los historicistas deben probar la existencia histórica de un fraude masivo por quienes decían, engañando al mundo, que existió un hombre real que era el verdadero Hijo de Dios. Porque si el Hijo de Dios no se puede explicar históricamente, nadie pudo decir que existió un hombre real que era el Hijo de Dios; pero si esto se dijo efectivamente, este hombre nunca existió. En definitiva, si los autores de los libros del Nuevo Testamento existieron —y es evidente que existieron, fueran quienes fuesen—, entonces Jesús nunca existió ni pudo existir, y estos libros son un puro cuento.13
Por desgracia para los historicistas, las obras de Filón demuestran con toda evidencia que la fantasía de un Hijo de Dios ya estaba inventada antes de que se escribiera ningún evangelio, sin necesidad de referir esta fantasía a un hombre real, como una pura entelequia divina (la Potencia suprema de Dios, 1Co 1.24). Por tanto, cuando en el evangelio de Marcos aparece por primera vez este Hijo de Dios convertido —mejor dicho, insertado— en un hombre, la historia de este hombre era una pura invención y tan real como el Hijo de Dios que se inventaron Filón y sus correligionarios, los terapeutas, que ya eran gnósticos. La crucifixión fue tan real como la resurrección. Si los evangelios son el rechazo del mito,14 ¿cómo se explica la omnipresencia del mito? Los evangelios son el rechazo de la historia, que en ellos solo tiene la función de servir de decorado o de escenario para exponer el mito. El abismo divino que establecían los primeros cristianos entre Jesús y los demás hombres lo demuestra, porque si la salvación no está en ningún otro (οὐκ ἔστιν ἐν ἄλλῳ οὐδενὶ, Hechos, 4.12), entonces este hombre era ningún otro, es decir, NADIE, pues ningún hombre puede tener una cualidad que no tenga ningún otro. ¿Cuántos hombres, de todos los miles que murieron como héroes o como criminales, por muy eminentes que fuesen, fueron considerados salvadores del mundo (Jn 4.42; 1Jn 4.14; 1Ti 4.10), y esto antes de que transcurriera un siglo desde su muerte violenta? Un hombre puede tener una cualidad excepcional o genial, pero ningún hombre puede tener ni ha tenido nunca la cualidad de ser el Hijo unigénito de Dios (Jn 3.18). Se puede comprobar que la fantasía de un Hijo de Dios judío era una absoluta imposibilidad histórica, y es imposible que haya existido un hombre judío —y mucho menos uno que fue ajusticiado como criminal— que poco tiempo después de su muerte fuera visto como el Hijo unigénito de Dios y el Salvador del mundo. ¿Y qué hizo de extraordinario este hombre desgraciado para merecer una distinción que no se le dio nunca a ningún otro hombre: ser él mismo la imagen de Dios y la Luz del mundo? ¿Resucitar? ¿Y de qué sirvió que resucitara si los muertos no resucitan (1Co 15.16)? Aunque sus ficticios discípulos también hubieran sido crucificados y también hubieran resucitado, esto sería igualmente una anecdota anodina, si no hay resurrección de los muertos (1Co 15.13). Y si la resurrección es también una evidente imposibilidad histórica, ¿por qué razón le iban a dar gratuitamente los evangelistas el título de Hijo de Dios y Salvador del mundo a un vulgar charlatán que fue condenado a una muerte horrible? A nadie se le concedía el título de Hijo de Dios por pronunciar unos discursos absurdos o por curar enfermos mediante conjuros. Al lado de esto, cualquier filósofo estoico como Crisipo o Séneca, o cualquier médico como Dioscórides o Galeno habrían sido candidatos mucho más excelentes. Si Jesús fue identificado con el Hijo de Dios, como se hace en los evangelios y en las epístolas, entonces este hombre nunca existió ni pudo existir.
¿Por qué iba a ser más fácil engañar a la gente diciendo que un pobre carpintero demente era nada menos que el Hijo de Dios, cuyos parientes todavía estarían vivos cuando ya se decía este disparate (y más aún siendo judíos),15 si realmente fue ejecutado con treinta y tantos años (y no con cincuenta, como afirmaba san Ireneo, fabricante y traficante de mentiras), que engañar a la gente diciendo que Dios envió a su propio Hijo (τὸν ἑαυτοῦ υἱὸν) en semejanza de carne, hecho a semejanza de los hombres, que es exactamente lo que dicen los textos (Ro 8.3; Fil 2.7)? ¿Y cómo podrían los evangelistas haber dicho que un hombre vulgar y corriente era el Hijo de Dios, si previamente no creían en este mito? Pero si creían en este mito, ellos nunca pudieron decir que un pobre vagabundo que fue contado con los criminales (Lc 22.37) era el Hijo de Dios. En este caso, el mito está tan claramente expuesto, que es imposible atribuirle ninguna base real, como a nadie se le ocurre pensar que detrás del mito del Ave Fenix existió un pájaro real, ahora extinguido, parecido al águila y que vivía en Arabia.
Asimismo, es una falacia la afirmación de que en la génesis del fenómeno cristiano son perfectamente identificables dos referentes distintos, o que hay dos modelos básicos de presentación de Jesús en los evangelios que son antagónicos entre sí, un Cristo mítico y un ficticio Jesús de Nazaret (p. 17, 192, 348). Esta falsa distinción, que adquirió carta de naturaleza con el libro de Strauss Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte (1865), es un espejismo que se deriva de suponer a priori que alguna vez estuvo separado lo que en los textos está indisolublemente unido por una uniformidad cristalina, y de suponer que estuvo antes lo que la secuencia de los textos demuestra que estuvo después, pues siendo las epístolas paulinas anteriores a los evangelios, el Cristo mítico es históricamente anterior al ficticio Jesús de Nazaret, y por tanto, es una suposición gratuita pensar que era este, y no aquel, el personaje básico (p. 343), pues lo anterior no puede tener su origen en lo posterior. Si Jesús hubiera sido un hombre real sería totalmente inexplicable que la aparición del Cristo mítico sea anterior en el tiempo al ficticio Jesús de los evangelios.16 La anterioridad y la primacía absoluta del mito indican que no se trata de una historia real revestida de mito, sino de un mito revestido de una historia aparente, como lo demuestra la lucha contra el docetismo.
Solamente desde una ignorancia supina se puede afirmar que la fe de la Iglesia representa una aberrante tergiversación histórica de la tradición cristiana en su génesis (p. 172), pues precisamente fue aquella fe, una fe que no estaba en sabiduría de hombres y que era la demostración de las cosas que no se ven (1Co 2.5, Heb 11.1), es decir, la mentira autoasumida, la que generó esta tradición, y la Iglesia utilizó las argucias de su falsedad no para inventarse un Cristo mítico, que ya estaba inventado antes de que se escribieran los evangelios, sino para convertirlo en un hombre ficticio, y una vez redactados los evangelios, para eliminar a todos los que negaban que hubiera ocurrido realmente lo relatado en ellos, que pasaron a ser considerados herejes o anticristos (1Jn 4.3; 2Jn 7).
También es una estupidez mayúscula afirmar que de la imposibilidad conceptual de saltar de modo plausible del Jesús de la historia al Cristo de la fe (p. 170, 199) se puede deducir una evidencia interna de que Jesús existió realmente. Porque si no se da por supuesta tal existencia, de esta imposibilidad se deduce todo lo contrario, pues la omnipresencia del mito demuestra que ese salto imposible había sido dado, y además en un lapso temporal rápido, por los autores de los libros del Nuevo Testamento, y por tanto, esta ilusoria imposibilidad no existía para ellos, acróbatas del fraude. No es lícito suponer, como se hace al dar por probada esta imposibilidad, que ellos, que vivieron en una época absolutamente distinta de la nuestra, compartían nuestros mismos esquemas mentales. Lo que a nosotros nos parece una absurda leyenda (p. 173) para ellos no lo era, pues el ámbito de comprensión del hombre de la antigüedad era fundamentalmente mítico y estaba a una distancia inmensa del nuestro. La línea que separa la realidad de la ficción no estaba para ellos allí donde nosotros sabemos que está. Sin embargo, sabían que no tiene más el hombre que la bestia (Ec 3.19), y no eran tan sumamente idiotas como para confundir a un rufián o un charlatán cualquiera que ni siquiera tenía estudios (Jn 7.15) —que no otra cosa sería Jesús si hubiera existido— con el Hijo de Dios que atravesó los cielos (Heb 4.14), y que para ellos era la quintaesencia de la Sabiduría oculta de Dios, sabiduría no de este mundo (1Co 1.24,30; 2.6,7), e infinitamente más sublime que la sabiduría de los hombres, a la que despreciaban y consideraban terrenal, psíquica, diabólica (Stg 3.15; 1Co 2.13,14).
El «Jesús de la historia» y el Cristo de la fe no eran incompatibles, puesto que los textos demuestran con absoluta evidencia que ambos estaban perfectamente trabados. Por tanto, el problema no está en la imposibilidad de saltar del uno al otro, sino en que si Jesús hubiera sido un hombre histórico los cristianos nunca habrían dicho que Jesús era el Hijo unigénito de Dios (Jn 3.16;18 1Jn 4.9), y si Jesús hubiera sido un hombre de carne real o un hombre de este mundo ellos nunca habrían dicho que el pensamiento de la carne o la amistad del mundo es enemistad de Dios (Ro 8.7, Stg 4.4), y así podríamos seguir hasta agotar todas las tonterías que decían los cristianos. Si Jesús hubiera sido un hombre real ellos nunca habrían dicho que el que ha visto a Jesús, ha visto (ἑώρακεν) al Padre (Jn 14.9), pues a Dios nadie lo ha visto (ἑώρακεν) nunca, al que ninguno de los hombres ha visto ni puede ver (Jn 1.18; 1Ti 6.16), lo que llevaría a la absurda conclusión de que viéndolo a él los demás podían ver lo que él mismo no podía ver.4 La imposibilidad no estaba en compaginar un hombre real con uno mítico, como si fuera un número complejo, sino en que Dios y el hombre, Dios y el mundo eran incompatibles (1Jn 2.15-17) para los cristianos primitivos: Sin carne, ciertamente, es el Dios perfecto, pero el hombre es carne.5 Por consiguiente, este hombre nunca existió, sino que fue inventado a partir de una ficción, puesto que ellos creían firmemente en la ficción de Dios, que no era de este mundo. También creían en la ficción del Diablo, pero el Diablo sí era de este mundo: el Arconte de este mundo (ὁ ἄρχων τοῦ κόσμου τούτου, Jn 12.31; 16.11, gnosticismo).
Pero nosotros, cuando contamos las cosas de Jesús, no presentamos una alegación cualquiera de que así hayan sucedido, sino a Dios.6 Primero y ante todo estaba la ficción de Dios, al que ellos situaban en una luz inaccesible y en un cielo mítico que ninguno de los hombres a visto (1Ti 6.16), y a una distancia infinita y en el lado más opuesto estaba el hombre psíquico (ψυχικὸς) y carnal (1Co 2.14; 4.3; Jud 19), que vivía en la esclavitud de la corrupción (Ro 8.21). Por esto ellos afirmaban, incluso cuando ya estaba circulando la historia ficticia de Dios y su Hijo Jesús, que este no vio la corrupción (Hechos, 2.31; 13.37), y por esto nunca pudo existir un hombre real sobre el que ellos proyectaron la fantasía —ajena y extraña al judaísmo— de un Hijo de Dios, porque esto iría contra sus propios principios.
De Dios, y no de nosotros (2Co 4.7; Ef 2.8). Ellos no partían de la realidad, sino de la ficción de Dios, que para ellos era la única realidad. Realidad invisible, es decir, ficticia, puesto que ellos no miraban las cosas que se ven, sino las que no se ven, y si ellos no miraban las cosas que se ven, porque son temporales (2Co 4.18), ¿a qué hombre temporal o histórico miraron nunca? Y si alguien escribió que el libre es esclavo de Cristo, y a continuación ordena que no os hagáis esclavos de los hombres (1Co 7.22.23), ¿cómo seríamos esclavos de un Cristo que había sido un hombre —y además un hombre contemporáneo del autor de estas palabras— si al mismo tiempo se nos ordena que no seamos esclavos de los hombres? ¿Y en qué cabeza cabe que alguien que afirmaba que los pensamientos de los sabios son vanos, y que contraponía explícitamente la sabiduría del mundo o sabiduría de hombres a la sabiduría de Dios —porque la sabiduría de este mundo es locura ante Dios, y lo loco de Dios es más sabio que los hombres—, afirmara que un pobre hombre de este mundo que fue ajusticiado y coetáneo suyo, por muy sabio que fuera, ha sido hecho por Dios sabiduría de Dios (θεοῦ σοφίαν)? Si este hombre hubiera existido realmente, el que dijo estos disparates estaría completamente chiflado, y todo lo que decía carecería de valor ante los elegidos, sus hermanos (1Co 1.20-30; 3.19,20). Cuando ellos decían Cristo está en vosotros (Christus in vobis est, Ro 8.10, 2Co 13.5), es evidente que no se referían a un hombre real, como si Cristo fuera un implante de silicona.7 Y cuando ellos hablaban de la sangre de Cristo (1.Co 10.16; Ef 2.13; Heb 9.14; 10.19; 1Jn 1.7), es evidente que no se referían a una sangre real como la de los análisis clínicos, como si ellos guardaran un enorme barril de sangre humana (que no puede heredar el reino de Dios, 1Co 15.50), o de becerros y de cabrones (Heb 9.12,19), y rociaran con ella realmente a todos los elegidos que vivían esparcidos en Ponto, en Galacia, en Capadocia, en Asia y en Bitinia (1Pe 1.1), ni esta sangre era un producto de limpieza con la que ellos se limpiaban las manchas grasientas de todo pecado (1Jn 1.7). Y cuando ellos decían en presencia de Cristo (in persona Christi; 2Co 2.10; 4.6), es evidente que no se referían a un hombre real que estaba allí en persona, como tampoco se referían a un hombre histórico cuando hablaban de los pensamientos (νοήματα) de Satanás, que se transforma en ángel de luz —identificado con Cristo―.8 Y ni un ángel de luz era un hombre real que iluminaba las calles de noche, ni el hombre del pecado (homo peccati, 2Te 2.3) era un hombre real que enseñaba en las plazas la práctica de los pecados de la carne o el goce temporal del pecado (Heb 11.25).
Jesús era una ficción absoluta, ya que si hubiera existido realmente sería un hombre que engaña a las gentes (Jn 7.12),9 y que no podría hacer nada (οὐκ ἠδύνατο ποιεῖν οὐδέν, Jn 5.19, 9.33), porque si el Padre —el Falo cósmico que da vida, ζῳοποιεῖ— era una ficción, el Hijo o Semen igualmente (ὁ υἱὸς ὁμοίως). Jesús no pudo ser un hombre real de carne, porque no es verosímil que los cristianos incurrieran abiertamente en la maldición de Dios: Maldito el hombre que confía en un hombre, y de la carne hace su apoyo (Jr 17.5). Si se dice que Cristo se hizo pecado por nosotros (2Co 5.21), entonces este Cristo no podía ser un hombre real, porque si todos (πάντας) los hombres están bajo pecado (Ro 3.9, 5.12), ¿cómo podría hacerse pecado por nosotros? Y del mismo modo, tampoco tenía ningún sentido real (οὐκ αὐτόχρημα) la afirmación de que Cristo se hizo (γενόμενος) maldición por nosotros (Gál 3.13), o que el Logos se hizo carne (1Jn 1.14).10 Es imposible que Jesús hubiera sido un hombre histórico para quienes afirmaban que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos, 5.29), y que su fe no estaba en la sabiduría de los hombres (non sit in sapientia hominum), y que no hablaban con palabras aprendidas de sabiduría humana (non in doctis humanæ sapientiæ verbis, 1Co 2.5,13); y mucho menos cuando ellos afirmaban que el evangelio que predicaban no era el de un hombre (οὐκ ἔστι κατὰ ἄνθρωπον), ni lo habían recibido ni aprendido de ningún hombre (οὐδὲ γὰρ ἐγὼ παρὰ ἀνθρώπου παρέλαβον αὐτό, οὔτε ἐδιδάχθην, Gál 1.11,12). Y difícilmente ellos podían decir que Jesús era el Hijo de Dios —su Hijo Jesús (Hechos, 3.13; 4.27,30); cosa que decía hasta el mismísimo Dios: Tú eres mi Hijo amado (Mc 1.11; 9.7, par.), como si Dios hiciera declaraciones espurias de paternidad cada vez que le venía en gana— si la historia de Jesús hubiera sido real, porque si las historias sobre los dioses son físicas o naturales, ya no son dioses los que estas cosas hicieron y padecieron.11
Víctimas de una ilusión platónica, los historicistas piensan que convertir un hombre en un mito es mucho más natural y sencillo que convertir un mito en un hombre. Según ellos, Jesús fue un hombre mitificado, y no un mito personificado. Y según ellos, para creer que un hombre era realmente un mito o que era el mismo Dios —como si la deificación fuera una costumbre propia de los judíos—, no era necesario un fraude masivo, y en cambio, para creer que el mito del Hijo de Dios era real o que Dios envió a su Hijo (Gál 4.4) realmente sería necesario un fraude descomunal. Pero obviamente si para lo primero no se exigía ningún fraude masivo, mucho menos para lo segundo, pues no hay fraude donde no hay realidad, aunque el mito sea presentado como un hecho real. Si Jesús hubiera existido realmente, el Hijo de Dios o la resurrección serían un fraude manifiesto, y si Cristo no resucitó, vacía (κενὴ) y vana (ματαία) es vuestra fe (1Co 15.14,17). Es decir, si Jesús hubiera existido, no habría existido el mito del Hijo de Dios, puesto que nadie existe de tal clase. Por tanto, si alguien dijo alguna vez, como se dice en los evangelios, que Jesús era el Hijo de Dios, entonces Jesús nunca existió ni pudo existir.
Puesto que nunca existió ni pudo existir un Hijo de Dios, pues los hijos de Dios no son una raza alienígena de hombres engendrados por el Semen de Dios, nunca existió ni pudo existir un hombre que fuera el Hijo de Dios, y puesto que los cristianos afirmaban con absoluta seguridad que Jesús era el Hijo de Dios, Jesús nunca existió ni pudo existir, puesto que era, con absoluta seguridad, una ficción. Puesto que el Hijo de Dios nunca existió, ni para los judíos (nadie existe de tal clase. 12), antes de afirmar por las buenas la existencia histórica de Jesús, los historicistas deben probar la existencia histórica de un fraude masivo por quienes decían, engañando al mundo, que existió un hombre real que era el verdadero Hijo de Dios. Porque si el Hijo de Dios no se puede explicar históricamente, nadie pudo decir que existió un hombre real que era el Hijo de Dios; pero si esto se dijo efectivamente, este hombre nunca existió. En definitiva, si los autores de los libros del Nuevo Testamento existieron —y es evidente que existieron, fueran quienes fuesen—, entonces Jesús nunca existió ni pudo existir, y estos libros son un puro cuento.13
Por desgracia para los historicistas, las obras de Filón demuestran con toda evidencia que la fantasía de un Hijo de Dios ya estaba inventada antes de que se escribiera ningún evangelio, sin necesidad de referir esta fantasía a un hombre real, como una pura entelequia divina (la Potencia suprema de Dios, 1Co 1.24). Por tanto, cuando en el evangelio de Marcos aparece por primera vez este Hijo de Dios convertido —mejor dicho, insertado— en un hombre, la historia de este hombre era una pura invención y tan real como el Hijo de Dios que se inventaron Filón y sus correligionarios, los terapeutas, que ya eran gnósticos. La crucifixión fue tan real como la resurrección. Si los evangelios son el rechazo del mito,14 ¿cómo se explica la omnipresencia del mito? Los evangelios son el rechazo de la historia, que en ellos solo tiene la función de servir de decorado o de escenario para exponer el mito. El abismo divino que establecían los primeros cristianos entre Jesús y los demás hombres lo demuestra, porque si la salvación no está en ningún otro (οὐκ ἔστιν ἐν ἄλλῳ οὐδενὶ, Hechos, 4.12), entonces este hombre era ningún otro, es decir, NADIE, pues ningún hombre puede tener una cualidad que no tenga ningún otro. ¿Cuántos hombres, de todos los miles que murieron como héroes o como criminales, por muy eminentes que fuesen, fueron considerados salvadores del mundo (Jn 4.42; 1Jn 4.14; 1Ti 4.10), y esto antes de que transcurriera un siglo desde su muerte violenta? Un hombre puede tener una cualidad excepcional o genial, pero ningún hombre puede tener ni ha tenido nunca la cualidad de ser el Hijo unigénito de Dios (Jn 3.18). Se puede comprobar que la fantasía de un Hijo de Dios judío era una absoluta imposibilidad histórica, y es imposible que haya existido un hombre judío —y mucho menos uno que fue ajusticiado como criminal— que poco tiempo después de su muerte fuera visto como el Hijo unigénito de Dios y el Salvador del mundo. ¿Y qué hizo de extraordinario este hombre desgraciado para merecer una distinción que no se le dio nunca a ningún otro hombre: ser él mismo la imagen de Dios y la Luz del mundo? ¿Resucitar? ¿Y de qué sirvió que resucitara si los muertos no resucitan (1Co 15.16)? Aunque sus ficticios discípulos también hubieran sido crucificados y también hubieran resucitado, esto sería igualmente una anecdota anodina, si no hay resurrección de los muertos (1Co 15.13). Y si la resurrección es también una evidente imposibilidad histórica, ¿por qué razón le iban a dar gratuitamente los evangelistas el título de Hijo de Dios y Salvador del mundo a un vulgar charlatán que fue condenado a una muerte horrible? A nadie se le concedía el título de Hijo de Dios por pronunciar unos discursos absurdos o por curar enfermos mediante conjuros. Al lado de esto, cualquier filósofo estoico como Crisipo o Séneca, o cualquier médico como Dioscórides o Galeno habrían sido candidatos mucho más excelentes. Si Jesús fue identificado con el Hijo de Dios, como se hace en los evangelios y en las epístolas, entonces este hombre nunca existió ni pudo existir.
¿Por qué iba a ser más fácil engañar a la gente diciendo que un pobre carpintero demente era nada menos que el Hijo de Dios, cuyos parientes todavía estarían vivos cuando ya se decía este disparate (y más aún siendo judíos),15 si realmente fue ejecutado con treinta y tantos años (y no con cincuenta, como afirmaba san Ireneo, fabricante y traficante de mentiras), que engañar a la gente diciendo que Dios envió a su propio Hijo (τὸν ἑαυτοῦ υἱὸν) en semejanza de carne, hecho a semejanza de los hombres, que es exactamente lo que dicen los textos (Ro 8.3; Fil 2.7)? ¿Y cómo podrían los evangelistas haber dicho que un hombre vulgar y corriente era el Hijo de Dios, si previamente no creían en este mito? Pero si creían en este mito, ellos nunca pudieron decir que un pobre vagabundo que fue contado con los criminales (Lc 22.37) era el Hijo de Dios. En este caso, el mito está tan claramente expuesto, que es imposible atribuirle ninguna base real, como a nadie se le ocurre pensar que detrás del mito del Ave Fenix existió un pájaro real, ahora extinguido, parecido al águila y que vivía en Arabia.
Asimismo, es una falacia la afirmación de que en la génesis del fenómeno cristiano son perfectamente identificables dos referentes distintos, o que hay dos modelos básicos de presentación de Jesús en los evangelios que son antagónicos entre sí, un Cristo mítico y un ficticio Jesús de Nazaret (p. 17, 192, 348). Esta falsa distinción, que adquirió carta de naturaleza con el libro de Strauss Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte (1865), es un espejismo que se deriva de suponer a priori que alguna vez estuvo separado lo que en los textos está indisolublemente unido por una uniformidad cristalina, y de suponer que estuvo antes lo que la secuencia de los textos demuestra que estuvo después, pues siendo las epístolas paulinas anteriores a los evangelios, el Cristo mítico es históricamente anterior al ficticio Jesús de Nazaret, y por tanto, es una suposición gratuita pensar que era este, y no aquel, el personaje básico (p. 343), pues lo anterior no puede tener su origen en lo posterior. Si Jesús hubiera sido un hombre real sería totalmente inexplicable que la aparición del Cristo mítico sea anterior en el tiempo al ficticio Jesús de los evangelios.16 La anterioridad y la primacía absoluta del mito indican que no se trata de una historia real revestida de mito, sino de un mito revestido de una historia aparente, como lo demuestra la lucha contra el docetismo.
La existencia del docetismo, ampliamente documentada, no se puede explicar suponiendo que Jesús fue un hombre histórico, pues esto sería tan absurdo como si hoy a los historiadores se les ocurriera decir que Hitler no vino en carne, sino que fue una mera apariencia, un fantasma o un ángel exterminador.17 Por muy ilusos y excéntricos que fueran, los gnósticos no eran unos completos idiotas, sino personas de una inteligencia muy refinada, y cuando ellos negaban (no admiten) que Jesucristo ha venido en carne (2Jn 7) sabían perfectamente lo que decían: los que dicen que él se manifestó aparentemente, y que no nació en carne, ni se hizo hombre verdaderamente.18 Y será la última impostura peor que la primera (Mt 27.64). Si la resurrección era la última impostura, ¿cuál era la primera? La primera impostura consistía en decir que Jesús nació realmente, pues esto era lo que negaban los gnósticos con conocimiento de causa: dicen que él no nació ni se encarnó, otros que ni siquiera asumió la figura de hombre.19 Una vez escritos los evangelios (en la época de Antonino Pío), la idea de que esta historia ficticia era verdadera (pues la verdad está en Jesús, Ef 4.21, Jn 1.17, etc.) degeneró rápidamente en la afirmación de que esta historia ocurrió realmente, pues lo verdadero es lo real (no en sentido platónico, sino físico), y se impuso la necesidad de afirmar, contra el docetismo, que Jesucristo ha venido en carne verdaderamente (1Jn 4.2,3). Solo cuando, ya en el siglo IV, se impuso esta falsa visión del mito, se hizo patente la necesidad de explicar el absurdo de la coexistencia de dos naturalezas distintas en una misma persona, como en un centauro, lo que dio lugar a la aparición de distintas reformulaciones del mito, como el arrianismo o el monofisismo, cuya existencia tampoco puede explicarse suponiendo que Jesús fue un hombre histórico, porque entonces nunca se habría planteado el problema de las dos naturalezas, como nadie se plantea si el caballo que tiene en la cuadra es un centauro.
La lectura que pretende descubrir dos modelos antagónicos en los textos es una lectura falsaria. Se trata de una estrategia racionalista para salvar in extremis el mito ¡eliminándolo!, al igual que para salvarse los traficantes de droga se deshacen de la mercancía.
Los textos demuestran que no se trata de la divinización de un hombre de Nazaret, sino de la «encarnación» de un mito. Esta Gran mentira está expuesta con toda claridad en los evangelios, y afortunadamente son innumerables los testimonios de la literatura cristiana primitiva que demuestran su existencia.20 Por supuesto, los teólogos nunca reconocerán este fraude masivo, porque se les cae la casa encima, y antes que reconocer la verdad, prefieren aliarse con el Diablo, Padre de la mentira (Jn 8.44) y con Satanás, que engaña a todo el mundo, y no entiende las cosas de Dios, sino las de los hombres (Ap 12.9, Mt 16.23, Mr 8.33).
Para los autores de los evangelios había un abismo infinito y una oposición radical entre las cosas de Dios y las de los hombres, entre lo que era del cielo o de los hombres (Mc 11.30), y para ellos lo que procedía de los hombres (ex hominibus) se destruirá (καταλυθήσεται, Hechos, 5.38), y no estaba legitimado, porque lo magnífico entre los hombres es abominación delante de Dios (Lc 16.15);21 de modo que si Jesús hubiera sido un hombre real, y no una ficción celestial (1Co 15.47), ellos estarían siguiendo a Satanás. Que los evangelistas estaban inmersos en el mundo del mito y del autoengaño lo demuestra el que ellos contrapusieran los mandamientos de los hombres a los de Dios: habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres; porque dejando el mandamiento de Dios os aferráis a la tradición de los hombres (Mt 15.6.9; Mc 7.7-9). Esta absoluta oposición entre Dios y el hombre, omnipresente en todos los libros del Nuevo Testamento, demuestra que los evangelios no narraban la historia de un hombre real, y que este hombre no pudo existir. Y lo que es más importante, los cristianos negaban explícitamente que la fantasía de un Dios hecho en semejanza (ἐν ὁμοιώματι) de hombres (in similitudinem hominum factus) tuviera ningún sentido real o físico, pues ellos rechazaban de plano la idea de que los dioses hechos semejantes (ὁμοιωθέντες, similes facti) a hombres han descendido (κατέβησαν, descenderunt) a nosotros, gritando y diciendo: También nosotros somos hombres de la misma naturaleza (ὁμοιοπαθεῖς) que vosotros (Hechos, 14.11,15). Por tanto, si el que descendió (καταβάς, descendit) del cielo (Jn 3.13; 6.38,51) hubiera sido un hombre real e histórico, resultaría que los sacedotes de Zeus eran más cristianos que ellos mismos, pues creían efectivamente que Dios podía hacerse en semejanza de hombres, y hallado en figura de hombre (Fi 2.7,8), mientras que los cristianos llamaban a tales creencias cosas vanas (ματαίων, vanis), porque los pensamientos de los hombres (cogitationes hominum), incluso de los sabios, son vanos (vanae sunt, Sal 94.11; 1 Co 3.20). Los historiadores que afirmen que Jesús fue un hombre histórico deben explicar la existencia histórica de un fraude masivo por quienes creían y creen que Dios se hizo efectivamente hombre, y para explicar este descomunal fraude masivo, sin recurrir a una loca dialéctica celestial, necesitan desmitificar y desbaratar los únicos textos que les sirven de apoyo, anulando así la base de todas sus imaginaciones. La omnipresencia del mito dinamita cualquier hipótesis historicista, basada en una endeble y palmaria interpolación que aparece en un libro escrito a más de medio siglo de distancia de la supuesta muerte de aquel hombre. Los cristianos primitivos se veían a sí mismos como hijos de la luz, aunque esta luz no era la luz del Sol, sino una Luz inaccesible (1Ti 6.16), es decir, una Luz ficticia que todavía no había venido al mundo porque la noche ha avanzado, y el día se acerca (Ro 13.12), lo que demuestra que nunca existió un Jesús humano, y mucho menos había existido el Jesús divino y luminoso que ellos se inventaron.
Fue el Cristo mítico el que dio lugar a la invención de un Jesús de Nazaret y no al revés. Primero se inventó un Hijo de Dios judeo-heleno (o greco-judío), como lo demuestran ampliamente las obras de Filón, y luego se materializó o personificó en un hombre: Dios se ha manifestado en carne; Dios ha visitado a su pueblo (1Ti 3.16; Lc 7.16). Dios se hizo hombre,22 como afirmaban todos los cristianos, y no a la inversa, un hombre convertido en Dios: porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios (Jn 10.33; 5.18). En este caso, los cristianos habrían sido los primeros en apedrearlo, puesto que los judíos tenían prohibida cualquier tipo de idolatría o divinización.23 ¿Quién no ve que el mito está antes y delante de la realidad? Por tanto, esta realidad no era real, sino inventada, y Jesús no estaba allí (Jesus non esset ibi, Jn 6.24). Si hubiera sido al revés y Jesús hubiera sido un hombre real los cristianos habrían rechazado completamente a Jesús, ya que ellos no escuchaban la palabra de hombres, sino la palabra de Dios (1Te 2.13); y si no se guiaban por mandamientos de hombres (Mc 7.7; Mt 15.9), y esta era precisamente una de las gratuitas acusaciones que ellos lanzaban contra los judíos, ¿cómo podrían guardar los mandamientos de Jesús si hubiera sido un hombre real? (Jn 14.15,21; 15.10). Lógicamente, aunque no lo reconozcan, todos saben que la fantasía de un Dios hecho hombre es una absurda ficción, y que solo se puede afirmar la historicidad de Jesús negando y contradiciendo los mismos textos en los se basan para afirmarla.
Si Dios se hizo hombre, entonces este hombre nunca existió. Dios se podía convertir o ser convertido en un hombre, siempre y cuando este hombre no hubiera existido, de lo contrario esta fantasía sería falsa en sí misma, ya que todo hombre es falso (omnis autem homo mendax, Ro 3.4). Como afirma Plutarco, representar a los dioses como si hubieran sido hombres por naturaleza equivalía a destruir el culto y la fe, y abrir grandes puertas al pueblo ateo. Plutarco observa que todos aquellos hombres que fueron llamados con el nombre de dioses y se les erigieron templos tuvieron una gloria efímera, y luego fueron arrancados de los santuarios y no tienen nada más que tumbas. Por eso, Antígono el Viejo, al que en los poemas de un tal Hermódoto se le proclamaba «hijo del Sol» y «dios», dijo: El que me lleva el orinal no piensa tales cosas respecto a mí.24 Los evangelistas compartían esta misma idea de Plutarco, puesto que ellos no dieron al Jesús de los evangelios un padre humano, y en cambio le concedieron gratuitamente el ficticio título de Rey de los judíos. Esto demuestra que la religión cristiana no pudo nacer a partir de un hombre que realmente había existido. ¿Cómo podría estar fundada en un hombre vulgar condenado a muerte la religión que derrocó a todos los dioses paganos, que tenían templos magníficos y cuyos cultos estaban activos y afianzados cuando esta empezaba?
«Jesús» era la traducción de una ficción, que para ellos era real, al mundo de la realidad, de aquí el carácter artificial del plan topográfico y cronológico de los evangelios.25 La realidad solo servía para ilustrar una ficción, de aquí el recurso a las parábolas (el reino de los cielos es semejante a ...), pues el mundo ficticio de Dios solo podía ser expresado en términos de realidades humanas. Las cosas invisibles (entiéndase, ficticias) de Dios solo podían ser entendidas por medio de las cosas creadas (Ro 1.20). Por esto, por ejemplo, Jesús es llamado, y se llama a sí mismo, esposo (o novio, νυμφίος, Mc 2.19,20, par.), aunque los evangelios no dicen que estuviera casado, y al mismo tiempo aparece en las parábolas el simbolismo del esposo; o es presentado al mismo tiempo como un hombre en el presente y en el futuro o incluso fuera del tiempo (Mt 18.20; 25.5,10,13; 28.20). Los evangelistas están continuamente avisándonos de que no se trata de un hombre real, sino del Hijo de Dios. Los evangelios no dibujan un hombre común y corriente, sino excepcional, pero en un sentido absoluto, es decir, en sentido divino y no humano, porque no hay salvación en ningún otro (Hechos, 4.12), y no es posible que aquel por el que son todas las cosas sea uno de todos.26 Afirmar que los mismos que se inventaron un complejo sistema de símbolos lo aplicaron, como si fuera una capa de pintura, a un hombre real que conocieron y trataron es completamente absurdo. Además, esto iría contra el hecho de que las creencias religiosas no guardan relación con la realidad objetiva ni con el mundo empírico, puesto que los mitos tratan de explicar realidades que no son ellas mismas de orden natural.27 El cristianismo se basa en ficciones (trascendencia de Dios, existencia del alma, resurrección, parusía, etc.), no en realidades. Por tanto, lo primero que tenemos que suponer es la ficción y no la realidad de este hombre, y puesto que los textos son esencialmente míticos, cualquier pregunta sobre la posible historicidad de Jesús queda vacía de contenido o está fuera de lugar.
El error de los mitistas o mitólogos no está en confundir el Jesús de los evangelios y el Cristo de las epístolas (p. 169, 198), porque ese error, si existiera, ya lo cometieron sus autores y solo a ellos sería imputable: Jesús es el Señor, tú eres el Cristo, ¿Quien es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? (Ro 10.9; Fi 2.11; Mr 8.29; Jn 6.69; 11.27; 20.31; 1Jn 2.22). En cambio, el error de los historicistas consiste en suponer a todo trance que alguna vez ambos estuvieron separados, dando como demostrado lo que necesita demostrarse, o lo que es lo mismo, dando como verdadero lo que no ha sido verificado o es imposible verificar, es decir, construyendo castillos en el aire. Y dado que el ficticio «Jesús de la historia» no dejó nada escrito, puesto que el código esencial de su vida estaba en las Escrituras (Lc 24.27,44; Jn 1.45; 5.39,46), los historicistas se ven obligados a inventarse una tradición oral sin ninguna base histórica que les permite manipular a su antojo los textos, corrigiendo la plana a los evangelistas, para que digan lo que a ellos les conviene. Son innumerables los historicistas que, tratando de resolver las muchas incoherencias y contradicciones de los textos, se atreven a afirmar que Jesús no dijo esto o aquello, o que no hizo esto o aquello, o que esto o lo otro no sucedió así, sino como ellos se lo imaginan.28 A fuerza de distorsionar y contradecir a los evangelistas, se inventan un Jesús histórico extraño a los evangelios, y totalmente distinto del original, como si al quitarle la divinidad le devolvieran la realidad que nunca tuvo. En el supuesto, nunca confirmado con pruebas evidentes, de que hubiera existido un Jesús que no nació sin coito y sin semen,29 que no era el Hijo el Dios, que no resucitó, ni anunció su propia parusía viniendo en las nubes (Mr 13.26; 14.62; par.), ni hizo milagros, ni dijo lo que está escrito en los evangelios, ¿qué tendría que ver este Jesús imaginario con el Jesús mítico de los evangelios? ¿De cuál Jesús están hablando si prescinden de los evangelios, que proclaman y presentan siempre un Jesús que es el Hijo de Dios, es decir, un Jesús que es un mito? ¿Cómo pueden decir que los relatos de los evangelios no son fieles a los hechos si los evangelios son los únicos que los refieren, y fuera de los evangelios no existe ningún relato profano de tales hechos ni absolutamente nada en que basar sus opiniones?30 Lejos de ser simples documentos que permitan rescatar o vislumbrar la figura legendaria de un hombre histórico, los evangelios son relatos míticos (narran el mito del Semen o Hijo de Dios, en el cual estaba la vida, Jn 1.4), y esto era evidente incluso para los hombres de aquella época: Pero él dirá que estas cosas son ficciones y que en nada se distinguen de los mitos.31
Los que mantienen que Jesús fue un hombre histórico piensan que los primeros cristianos eran tan sumamente tontos como para creer que hubo un hombre que resucitó realmente, y que este hombre era realmente el Hijo unigénito de Dios, y, en cambio, no eran lo bastante inteligentes para inventarse a un hombre totalmente ficticio, algo que puede hacer cualquier novelista con mucha menos fantasía de la que se necesita para creer en la ficción de un Dios que habita en una luz inaccesible, y de un Hijo de Dios que es del cielo y que, como otro Sol, es la luz del mundo (1Ti 6.16; 1Co 15.47; Jn 8.12).
Por desgracia para los historicistas, la historia de Jesús, a diferencia de otras más o menos legendarias, está enteramente monopolizada por el mito: Dios y el Cielo (palabras que se emplean 306 y 109 veces solo en los evangelios). Ningún historiador puede olvidar lo más obvio de todo: que el cristianismo es una religión antigua, y que como todas las religiones está basado en el mito. La figura central de esta religión era una invención mítica (μυθοποιΐα), de lo contrario nadie habría puesto nunca en boca de Jesús declaraciones del tipo yo soy la luz (Jn 8.12; 9.5), ni nadie habría dicho nunca que este hombre resucitó, ni siquiera dando al mito mayor realidad de la que se le daba en la antigüedad, pues los griegos se burlaban de tal disparate (Hechos, 17.32). No es posible ni lícito comenzar dando por supuesto que este hombre existió, o demostrar que un hombre fue revestido de mito cuando lo único que tenemos a nuestro alcance es el mito, como no es lógico suponer que una escultura de Asclepio o de Serapis sea la estatua de un hombre que realmente existió. No hay ninguna razón para pensar que un hombre que es llamado repetidas veces Hijo de Dios (22 veces, y 34 veces Hijo, sin más, de un Padre ficticio, solo en los evangelios) existió realmente, como tampoco hay ninguna razón para pensar que el Diablo fue un hombre malvado que existió realmente.
En cuanto al principio de economía, que tanto esgrimen los exégetas bíblicos, «Jesús» se puede explicar más fácilmente como un mito que como un hombre histórico. En la explicación del mito desaparecen todas las contradicciones y dificultades que contienen los textos, y ya no es necesario inventarse soluciones o conjeturas novelescas, ni hacer cábalas y malabarismos para meter a la fuerza en la historia a un hombre que no fue histórico, y que para ellos aparece como una figura perpetuamente elusiva, y demasiado insignificante en su contenido.
La suposición de un hombre histórico en el principio del cristianismo no puede explicar todo lo que explica el mito, pues entonces hay que admitir que el cristianismo fue fundado por unos completos idiotas que afirmaban que un pobre hombre que recibió una muerte horrible era ni más ni menos que la encarnación de Dios, y que este hombre resucitó realmente, lo cual sería el colmo de la estupidez. Si partimos del mito del Hijo de Dios todo se ilumina, pero si partimos de un hombre real todo se derrumba, pues los hijos de la carne no son hijos de Dios (non qui filii carnis hi filii Dei, Ro 9.8). Porque si Jesús hubiera sido un hombre real, ¿cómo podrían obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos, 5.29)? Y todas las demás declaraciones que hacían los primeros cristianos sobre el Hijo de Dios serían absurdas. Dicho de otra forma, la existencia ficticia del Hijo de Dios destruye totalmente la existencia histórica de Jesús, y si en los textos está aquel, este no estuvo en la historia.
La conversión de un hombre, y además un don nadie, en una figura mítica, mitificación realizada por los mismos que lo conocieron, requiere probar la existencia histórica de un fraude mil veces mayor que su contraria, la conversión de una figura mítica en un hombre real. Jesús nunca existió, puesto que esta mitificación contradice los evangelios y fuera de ellos no existe nada que permita deducir que fue un hombre mitificado. Los mismos evangelios no lo presentan así, sino como el Hijo de Dios: Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios (Mt 16.16; Jn 11.27; 20.31; Hechos, 9.20), es decir, Jesús es un mito. En la historia ficticia de Jesús, si se ponen en una balanza un mito y un hombre, como quiera que lo imaginemos, pesa muchísimo más el mito, servido en bandeja de plata y en una lengua ajena a quienes no eran muy amigos de las letras griegas.
Se pueden trazar los pasos que llevaron a la invención de la escritura o del ordenador, y del mismo modo se pueden reconstruir los pasos que llevaron a la invención de este mito y su posterior antropomorfización, pero no es posible reconstruir la figura histórica de un hombre que nunca existió, como no es posible reconstruir la figura real del Ave Fénix, con el que, por cierto, los cristianos primitivos identificaron a Cristo. Esta figura histórica será siempre una falsificación, apoyada mayoritariamente por los esbirros de la mentira de Dios, y su búsqueda (sea antigua o nueva) estará siempre condenada de antemano al fracaso, puesto que se basa en la ficción. De los cuatro evangelios se puede reconstruir una figura histórica de Jesucristo tan verdadera como la figura histórica de Superman que se puede deducir de las cuatro películas de Chistopher Reeve.
La lectura que pretende descubrir dos modelos antagónicos en los textos es una lectura falsaria. Se trata de una estrategia racionalista para salvar in extremis el mito ¡eliminándolo!, al igual que para salvarse los traficantes de droga se deshacen de la mercancía.
Los textos demuestran que no se trata de la divinización de un hombre de Nazaret, sino de la «encarnación» de un mito. Esta Gran mentira está expuesta con toda claridad en los evangelios, y afortunadamente son innumerables los testimonios de la literatura cristiana primitiva que demuestran su existencia.20 Por supuesto, los teólogos nunca reconocerán este fraude masivo, porque se les cae la casa encima, y antes que reconocer la verdad, prefieren aliarse con el Diablo, Padre de la mentira (Jn 8.44) y con Satanás, que engaña a todo el mundo, y no entiende las cosas de Dios, sino las de los hombres (Ap 12.9, Mt 16.23, Mr 8.33).
Para los autores de los evangelios había un abismo infinito y una oposición radical entre las cosas de Dios y las de los hombres, entre lo que era del cielo o de los hombres (Mc 11.30), y para ellos lo que procedía de los hombres (ex hominibus) se destruirá (καταλυθήσεται, Hechos, 5.38), y no estaba legitimado, porque lo magnífico entre los hombres es abominación delante de Dios (Lc 16.15);21 de modo que si Jesús hubiera sido un hombre real, y no una ficción celestial (1Co 15.47), ellos estarían siguiendo a Satanás. Que los evangelistas estaban inmersos en el mundo del mito y del autoengaño lo demuestra el que ellos contrapusieran los mandamientos de los hombres a los de Dios: habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres; porque dejando el mandamiento de Dios os aferráis a la tradición de los hombres (Mt 15.6.9; Mc 7.7-9). Esta absoluta oposición entre Dios y el hombre, omnipresente en todos los libros del Nuevo Testamento, demuestra que los evangelios no narraban la historia de un hombre real, y que este hombre no pudo existir. Y lo que es más importante, los cristianos negaban explícitamente que la fantasía de un Dios hecho en semejanza (ἐν ὁμοιώματι) de hombres (in similitudinem hominum factus) tuviera ningún sentido real o físico, pues ellos rechazaban de plano la idea de que los dioses hechos semejantes (ὁμοιωθέντες, similes facti) a hombres han descendido (κατέβησαν, descenderunt) a nosotros, gritando y diciendo: También nosotros somos hombres de la misma naturaleza (ὁμοιοπαθεῖς) que vosotros (Hechos, 14.11,15). Por tanto, si el que descendió (καταβάς, descendit) del cielo (Jn 3.13; 6.38,51) hubiera sido un hombre real e histórico, resultaría que los sacedotes de Zeus eran más cristianos que ellos mismos, pues creían efectivamente que Dios podía hacerse en semejanza de hombres, y hallado en figura de hombre (Fi 2.7,8), mientras que los cristianos llamaban a tales creencias cosas vanas (ματαίων, vanis), porque los pensamientos de los hombres (cogitationes hominum), incluso de los sabios, son vanos (vanae sunt, Sal 94.11; 1 Co 3.20). Los historiadores que afirmen que Jesús fue un hombre histórico deben explicar la existencia histórica de un fraude masivo por quienes creían y creen que Dios se hizo efectivamente hombre, y para explicar este descomunal fraude masivo, sin recurrir a una loca dialéctica celestial, necesitan desmitificar y desbaratar los únicos textos que les sirven de apoyo, anulando así la base de todas sus imaginaciones. La omnipresencia del mito dinamita cualquier hipótesis historicista, basada en una endeble y palmaria interpolación que aparece en un libro escrito a más de medio siglo de distancia de la supuesta muerte de aquel hombre. Los cristianos primitivos se veían a sí mismos como hijos de la luz, aunque esta luz no era la luz del Sol, sino una Luz inaccesible (1Ti 6.16), es decir, una Luz ficticia que todavía no había venido al mundo porque la noche ha avanzado, y el día se acerca (Ro 13.12), lo que demuestra que nunca existió un Jesús humano, y mucho menos había existido el Jesús divino y luminoso que ellos se inventaron.
Fue el Cristo mítico el que dio lugar a la invención de un Jesús de Nazaret y no al revés. Primero se inventó un Hijo de Dios judeo-heleno (o greco-judío), como lo demuestran ampliamente las obras de Filón, y luego se materializó o personificó en un hombre: Dios se ha manifestado en carne; Dios ha visitado a su pueblo (1Ti 3.16; Lc 7.16). Dios se hizo hombre,22 como afirmaban todos los cristianos, y no a la inversa, un hombre convertido en Dios: porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios (Jn 10.33; 5.18). En este caso, los cristianos habrían sido los primeros en apedrearlo, puesto que los judíos tenían prohibida cualquier tipo de idolatría o divinización.23 ¿Quién no ve que el mito está antes y delante de la realidad? Por tanto, esta realidad no era real, sino inventada, y Jesús no estaba allí (Jesus non esset ibi, Jn 6.24). Si hubiera sido al revés y Jesús hubiera sido un hombre real los cristianos habrían rechazado completamente a Jesús, ya que ellos no escuchaban la palabra de hombres, sino la palabra de Dios (1Te 2.13); y si no se guiaban por mandamientos de hombres (Mc 7.7; Mt 15.9), y esta era precisamente una de las gratuitas acusaciones que ellos lanzaban contra los judíos, ¿cómo podrían guardar los mandamientos de Jesús si hubiera sido un hombre real? (Jn 14.15,21; 15.10). Lógicamente, aunque no lo reconozcan, todos saben que la fantasía de un Dios hecho hombre es una absurda ficción, y que solo se puede afirmar la historicidad de Jesús negando y contradiciendo los mismos textos en los se basan para afirmarla.
Si Dios se hizo hombre, entonces este hombre nunca existió. Dios se podía convertir o ser convertido en un hombre, siempre y cuando este hombre no hubiera existido, de lo contrario esta fantasía sería falsa en sí misma, ya que todo hombre es falso (omnis autem homo mendax, Ro 3.4). Como afirma Plutarco, representar a los dioses como si hubieran sido hombres por naturaleza equivalía a destruir el culto y la fe, y abrir grandes puertas al pueblo ateo. Plutarco observa que todos aquellos hombres que fueron llamados con el nombre de dioses y se les erigieron templos tuvieron una gloria efímera, y luego fueron arrancados de los santuarios y no tienen nada más que tumbas. Por eso, Antígono el Viejo, al que en los poemas de un tal Hermódoto se le proclamaba «hijo del Sol» y «dios», dijo: El que me lleva el orinal no piensa tales cosas respecto a mí.24 Los evangelistas compartían esta misma idea de Plutarco, puesto que ellos no dieron al Jesús de los evangelios un padre humano, y en cambio le concedieron gratuitamente el ficticio título de Rey de los judíos. Esto demuestra que la religión cristiana no pudo nacer a partir de un hombre que realmente había existido. ¿Cómo podría estar fundada en un hombre vulgar condenado a muerte la religión que derrocó a todos los dioses paganos, que tenían templos magníficos y cuyos cultos estaban activos y afianzados cuando esta empezaba?
«Jesús» era la traducción de una ficción, que para ellos era real, al mundo de la realidad, de aquí el carácter artificial del plan topográfico y cronológico de los evangelios.25 La realidad solo servía para ilustrar una ficción, de aquí el recurso a las parábolas (el reino de los cielos es semejante a ...), pues el mundo ficticio de Dios solo podía ser expresado en términos de realidades humanas. Las cosas invisibles (entiéndase, ficticias) de Dios solo podían ser entendidas por medio de las cosas creadas (Ro 1.20). Por esto, por ejemplo, Jesús es llamado, y se llama a sí mismo, esposo (o novio, νυμφίος, Mc 2.19,20, par.), aunque los evangelios no dicen que estuviera casado, y al mismo tiempo aparece en las parábolas el simbolismo del esposo; o es presentado al mismo tiempo como un hombre en el presente y en el futuro o incluso fuera del tiempo (Mt 18.20; 25.5,10,13; 28.20). Los evangelistas están continuamente avisándonos de que no se trata de un hombre real, sino del Hijo de Dios. Los evangelios no dibujan un hombre común y corriente, sino excepcional, pero en un sentido absoluto, es decir, en sentido divino y no humano, porque no hay salvación en ningún otro (Hechos, 4.12), y no es posible que aquel por el que son todas las cosas sea uno de todos.26 Afirmar que los mismos que se inventaron un complejo sistema de símbolos lo aplicaron, como si fuera una capa de pintura, a un hombre real que conocieron y trataron es completamente absurdo. Además, esto iría contra el hecho de que las creencias religiosas no guardan relación con la realidad objetiva ni con el mundo empírico, puesto que los mitos tratan de explicar realidades que no son ellas mismas de orden natural.27 El cristianismo se basa en ficciones (trascendencia de Dios, existencia del alma, resurrección, parusía, etc.), no en realidades. Por tanto, lo primero que tenemos que suponer es la ficción y no la realidad de este hombre, y puesto que los textos son esencialmente míticos, cualquier pregunta sobre la posible historicidad de Jesús queda vacía de contenido o está fuera de lugar.
El error de los mitistas o mitólogos no está en confundir el Jesús de los evangelios y el Cristo de las epístolas (p. 169, 198), porque ese error, si existiera, ya lo cometieron sus autores y solo a ellos sería imputable: Jesús es el Señor, tú eres el Cristo, ¿Quien es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? (Ro 10.9; Fi 2.11; Mr 8.29; Jn 6.69; 11.27; 20.31; 1Jn 2.22). En cambio, el error de los historicistas consiste en suponer a todo trance que alguna vez ambos estuvieron separados, dando como demostrado lo que necesita demostrarse, o lo que es lo mismo, dando como verdadero lo que no ha sido verificado o es imposible verificar, es decir, construyendo castillos en el aire. Y dado que el ficticio «Jesús de la historia» no dejó nada escrito, puesto que el código esencial de su vida estaba en las Escrituras (Lc 24.27,44; Jn 1.45; 5.39,46), los historicistas se ven obligados a inventarse una tradición oral sin ninguna base histórica que les permite manipular a su antojo los textos, corrigiendo la plana a los evangelistas, para que digan lo que a ellos les conviene. Son innumerables los historicistas que, tratando de resolver las muchas incoherencias y contradicciones de los textos, se atreven a afirmar que Jesús no dijo esto o aquello, o que no hizo esto o aquello, o que esto o lo otro no sucedió así, sino como ellos se lo imaginan.28 A fuerza de distorsionar y contradecir a los evangelistas, se inventan un Jesús histórico extraño a los evangelios, y totalmente distinto del original, como si al quitarle la divinidad le devolvieran la realidad que nunca tuvo. En el supuesto, nunca confirmado con pruebas evidentes, de que hubiera existido un Jesús que no nació sin coito y sin semen,29 que no era el Hijo el Dios, que no resucitó, ni anunció su propia parusía viniendo en las nubes (Mr 13.26; 14.62; par.), ni hizo milagros, ni dijo lo que está escrito en los evangelios, ¿qué tendría que ver este Jesús imaginario con el Jesús mítico de los evangelios? ¿De cuál Jesús están hablando si prescinden de los evangelios, que proclaman y presentan siempre un Jesús que es el Hijo de Dios, es decir, un Jesús que es un mito? ¿Cómo pueden decir que los relatos de los evangelios no son fieles a los hechos si los evangelios son los únicos que los refieren, y fuera de los evangelios no existe ningún relato profano de tales hechos ni absolutamente nada en que basar sus opiniones?30 Lejos de ser simples documentos que permitan rescatar o vislumbrar la figura legendaria de un hombre histórico, los evangelios son relatos míticos (narran el mito del Semen o Hijo de Dios, en el cual estaba la vida, Jn 1.4), y esto era evidente incluso para los hombres de aquella época: Pero él dirá que estas cosas son ficciones y que en nada se distinguen de los mitos.31
Los que mantienen que Jesús fue un hombre histórico piensan que los primeros cristianos eran tan sumamente tontos como para creer que hubo un hombre que resucitó realmente, y que este hombre era realmente el Hijo unigénito de Dios, y, en cambio, no eran lo bastante inteligentes para inventarse a un hombre totalmente ficticio, algo que puede hacer cualquier novelista con mucha menos fantasía de la que se necesita para creer en la ficción de un Dios que habita en una luz inaccesible, y de un Hijo de Dios que es del cielo y que, como otro Sol, es la luz del mundo (1Ti 6.16; 1Co 15.47; Jn 8.12).
Por desgracia para los historicistas, la historia de Jesús, a diferencia de otras más o menos legendarias, está enteramente monopolizada por el mito: Dios y el Cielo (palabras que se emplean 306 y 109 veces solo en los evangelios). Ningún historiador puede olvidar lo más obvio de todo: que el cristianismo es una religión antigua, y que como todas las religiones está basado en el mito. La figura central de esta religión era una invención mítica (μυθοποιΐα), de lo contrario nadie habría puesto nunca en boca de Jesús declaraciones del tipo yo soy la luz (Jn 8.12; 9.5), ni nadie habría dicho nunca que este hombre resucitó, ni siquiera dando al mito mayor realidad de la que se le daba en la antigüedad, pues los griegos se burlaban de tal disparate (Hechos, 17.32). No es posible ni lícito comenzar dando por supuesto que este hombre existió, o demostrar que un hombre fue revestido de mito cuando lo único que tenemos a nuestro alcance es el mito, como no es lógico suponer que una escultura de Asclepio o de Serapis sea la estatua de un hombre que realmente existió. No hay ninguna razón para pensar que un hombre que es llamado repetidas veces Hijo de Dios (22 veces, y 34 veces Hijo, sin más, de un Padre ficticio, solo en los evangelios) existió realmente, como tampoco hay ninguna razón para pensar que el Diablo fue un hombre malvado que existió realmente.
En cuanto al principio de economía, que tanto esgrimen los exégetas bíblicos, «Jesús» se puede explicar más fácilmente como un mito que como un hombre histórico. En la explicación del mito desaparecen todas las contradicciones y dificultades que contienen los textos, y ya no es necesario inventarse soluciones o conjeturas novelescas, ni hacer cábalas y malabarismos para meter a la fuerza en la historia a un hombre que no fue histórico, y que para ellos aparece como una figura perpetuamente elusiva, y demasiado insignificante en su contenido.
La suposición de un hombre histórico en el principio del cristianismo no puede explicar todo lo que explica el mito, pues entonces hay que admitir que el cristianismo fue fundado por unos completos idiotas que afirmaban que un pobre hombre que recibió una muerte horrible era ni más ni menos que la encarnación de Dios, y que este hombre resucitó realmente, lo cual sería el colmo de la estupidez. Si partimos del mito del Hijo de Dios todo se ilumina, pero si partimos de un hombre real todo se derrumba, pues los hijos de la carne no son hijos de Dios (non qui filii carnis hi filii Dei, Ro 9.8). Porque si Jesús hubiera sido un hombre real, ¿cómo podrían obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos, 5.29)? Y todas las demás declaraciones que hacían los primeros cristianos sobre el Hijo de Dios serían absurdas. Dicho de otra forma, la existencia ficticia del Hijo de Dios destruye totalmente la existencia histórica de Jesús, y si en los textos está aquel, este no estuvo en la historia.
La conversión de un hombre, y además un don nadie, en una figura mítica, mitificación realizada por los mismos que lo conocieron, requiere probar la existencia histórica de un fraude mil veces mayor que su contraria, la conversión de una figura mítica en un hombre real. Jesús nunca existió, puesto que esta mitificación contradice los evangelios y fuera de ellos no existe nada que permita deducir que fue un hombre mitificado. Los mismos evangelios no lo presentan así, sino como el Hijo de Dios: Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios (Mt 16.16; Jn 11.27; 20.31; Hechos, 9.20), es decir, Jesús es un mito. En la historia ficticia de Jesús, si se ponen en una balanza un mito y un hombre, como quiera que lo imaginemos, pesa muchísimo más el mito, servido en bandeja de plata y en una lengua ajena a quienes no eran muy amigos de las letras griegas.
Se pueden trazar los pasos que llevaron a la invención de la escritura o del ordenador, y del mismo modo se pueden reconstruir los pasos que llevaron a la invención de este mito y su posterior antropomorfización, pero no es posible reconstruir la figura histórica de un hombre que nunca existió, como no es posible reconstruir la figura real del Ave Fénix, con el que, por cierto, los cristianos primitivos identificaron a Cristo. Esta figura histórica será siempre una falsificación, apoyada mayoritariamente por los esbirros de la mentira de Dios, y su búsqueda (sea antigua o nueva) estará siempre condenada de antemano al fracaso, puesto que se basa en la ficción. De los cuatro evangelios se puede reconstruir una figura histórica de Jesucristo tan verdadera como la figura histórica de Superman que se puede deducir de las cuatro películas de Chistopher Reeve.
Si una mujer ha parido un hijo, es correcto suponer que esta mujer estuvo follando con un hombre; pero en el caso de Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer (Gál 4.4), al margen de que el Hijo de Dios sea una pura ficción, los evangelistas lo niegan explícitamente (Mt 1.18,20, Lc 1.31-34), demostrando así que ellos estaban relatando un mito. Es decir, los evangelistas escribieron la historia del Hijo de Dios (vocabitur Filius Dei, Lc 1.35, Jn 1.34), no la historia de un hombre real, y por tanto escribieron conscientemente una historia ficticia,32 como lo confirma sobre todo la resurrección —ficción sin la cual el cristianismo no tendría ningún sentido—, por no hablar de los milagros.33 Los evangelistas falsificaron a conciencia al Hijo de Dios al presentarlo como un hombre, pero no a Jesús, puesto que no se puede falsificar lo que no ha existido. Sin embargo, y por la misma razón, ellos no veían esta falsificación como tal (a nadie hemos engañado, 2Co 7.2), puesto que nadie podía falsificar, excepto ellos, lo que no es de este mundo, sino que ha salido de Dios, y Jesús cumplía estos dos requisitos ficticios, según ellos (Jn 8.23,42; 13.3; 16.27,28,30; 17.8,14,16). Inventar una historia falsa es mucho más fácil que falsificar una historia real, porque todo el que falsifica una historia real se expone siempre a ser desmentido, y puesto que la historia de Jesús no puede ser desmentida de ninguna manera, ni existe absolutamente nada que permita desmentirla, y los autores de la misma afirmaban que Jesús era el Hijo de Dios y testificaban esta mentira, esta historia no era una historia falsificada, sino una falsa historia inventada. Los autores de los evangelios, para dar a conocer el misterio de Dios y el misterio de Cristo (Col 2.2; 4.3; Ef 3.4), lo situaron en un tiempo y un ambiente concretos,34 pero al hacerlo se metieron en un callejón sin salida donde ya no había marcha atrás, pues nadie que está mintiendo reconoce sus mentiras, por más que muchos, considerados herejes, insistían en que la historia de los evangelios no era real. Ellos escribieron premeditadamente ficciones y mentiras inventadas; y trataban de explicar de forma simbólica cómo actúa el Logos o Semen de Dios en el mundo, al igual que las acciones de Dios en los libros del Antiguo Testamento son descritas como si Dios fuera un hombre, aunque esto sea un contrasentido. Los relatos de los evangelios eran verdaderos, pero no eran reales, puesto que ellos creían en la verdad de Dios (Ro 1.25; 3.7), que no pertenecía al mundo de la realidad visible (Jn 1.18, Ro 1.20; Col 1.15; 1Ti 1.17, 6.16; Heb 11.27), razón por la que tampoco Jesús era de este mundo (Jn 8.23; 17.14; 18.36). La expresión Dios envió a su Hijo es una ficción evidente para cualquiera, y también la expresión nacido de una mujer delata la ficción, pues si se tratara de un hombre real sería del todo innecesaria, ya que ningún hombre nace de una burra o de una yegua.35
Cuando un botánico habla de árboles suponemos que se refiere a árboles reales, pero si el Apocalipsis habla de un árbol de la vida, sería absurdo suponer que se trata de un árbol real que está en el paraíso y en medio de la plaza (Ap 2.7; 22.2), como igual de absurdo sería suponer que el paraíso o la plaza son lugares reales. Si vemos un gran árbol donde habitan las aves del cielo (Mt 13.32, Lc 13.19), es correcto suponer que este árbol tiene las raíces en la tierra, pero en el caso del mito es un error, porque este árbol está invertido y tiene las raíces en el cielo (1Co 15.47). Los cristianos primitivos no atesoraban tesoros sobre la tierra, sino en el cielo (Mt 6.19,20), pues nuestra ciudadanía está en los cielos (Fi 3.20), y para ellos el Padre nuestro que estás en los cielos (Mt 6.9, Lc 11.2) no era una fantasía, sino algo tan real como puede serlo para nosotros un coche o un avión. La fantasía y el error está en suponer que Jesús fue un hombre histórico, es decir, en la ilusión óptica de suponer que alguna vez este árbol estuvo al revés de como lo vemos. Todos los que afirman que Jesús fue un hombre histórico son incapaces de comprender algo tan sencillo como que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos (Heb 13.8). Ninguno de ellos tiene en cuenta las circunstancias y condiciones en las que prolifera la fantasía religiosa, y todos imaginan que un árbol frondoso puede crecer en pleno desierto; y no me refiero ahora al desierto de los eremitas de Egipto, donde el árbol de la fantasía del reino de Dios creció y echó grandes ramas (Mc 4.32), ni al desierto imaginario donde estuvo realmente el Hijo de Dios para ser tentado por el Diablo (Mt 4.1, Lc 4.2). Buscando a un ficticio fundador se ven obligados a eliminar la verdadera razón de la fundación del cristianismo, que fue un mito. En el mito no estaba la realidad, pero estaba la Verdad (Jn 1.17; 14.6), aunque fuera una verdad ficticia. El cristianismo está basado en una ficción y su núcleo fundamental es un mito: Jesús y la resurrección (Hechos, 17.18). Todo el Nuevo Testamento despide una pestilencia funeraria a este mito egipcio, a ataúd (Lc 7.14), y a muerto que ya hiede (Jn 11.39), porque estáis muertos (Col 3.3, Ro 6.11; 8.10, Ef 2.5), pero no como los muertos que entierran a sus muertos (Mt 8.22, Lc 9.60), sino como el esperma que muere y resucita.
Ojalá Jesús hubiera sido un hombre histórico, porque entonces el cristianismo sería desde hace muchos siglos un tronco muerto o calcinado por un rayo de Zeus, y habría desaparecido por fortuna con el imperio romano de donde surgió, pues todos los árboles reales tienen fecha de caducidad. En este caso, no se trata de una semilla de palmera de Masada, aunque sepamos que Cristo era el Esperma (καὶ τῷ σπέρματι σου, ὅς ἐστιν Χριστός, Gál 3.16), que es, en efecto, la semilla de la eternidad, y que es «crucificado» cuando se «encarna» en el útero femenino, es decir, en la tierra, donde la semilla muere y resucita en un nuevo ser (Jn 12.24; 1Co 15.36.38). Por esto se habla de hijos de la resurrección (Lc 20.36), porque Dios da a cada uno de los espermas su propio cuerpo (1Co 15.38) como si ocurriera la resurrección;36 y por esto el Hijo del hombre, que es el que siembra el buen esperma, estuvo en el corazón de la tierra, como en el vientre (ἐν τῇ κοιλίᾳ, in ventre, palabra que es traducida como útero en otros lugares del Nuevo Testamento. Mt 13.37; 12.40). Pero la cruz de Cristo nunca estuvo ni pudo estar clavada en la tierra (ἐπὶ τῆς γῆς, en sentido real, y no simbólico), porque precisamente los enemigos de la misma piensan las cosas que están en la tierra (τὰ ἐπίγεια, terrena; Fi 3.18,19), y en cambio los cristianos pensaban las cosas de arriba, no las cosas que están en la tierra (τὰ ἐπὶ τῆς γῆς, super terram, Col 3.2).
Si Jesús es el Señor (Ro 10.9, Fi 2.11), Jesús nunca estuvo en un cuerpo, ya que mientras estamos o residimos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor,37 a no ser que se admita que mientras el Señor estuvo en un cuerpo estaba ausente de sí mismo, y que, una vez resucitado su cuerpo, seguía estando ausente de sí mismo en un lugar ficticio del Cielo que ningún telescopio espacial localizará nunca jamás, pues los evangelios hablan explícitamente del cuerpo del Señor Jesús (corpus Domini Jesu, Lc 24.3) cuando narran su ficticia resurrección.
Si un historiador se salta a la torera estos datos a la hora de enjuiciar la posible (o más bien imposible) historicidad de Jesús, y no es capaz de ver el mundo ficticio que manifiestan, se estrellará siempre contra el cristal del mito (al que los cristianos llaman con el eufemismo de «lo sobrenatural»), pues los evangelios no son la puerta de acceso a ninguna realidad histórica, y ninguna página del Nuevo Testamento es historia. Por esto, Orígenes, de claro perfil gnóstico, despreciando completamente la ilusoria venida de Cristo, podía escribir lo siguiente: ¿De qué me sirve si ha venido el Logos al mundo, y yo no lo conozco? Y al contrario, si no hubiese venido en absoluto al mundo, y me es dado llegar a ser como los profetas, yo tengo al Logos (Hom. in Jeremías, 9.1,4).
El hecho de que los cristianos primitivos refirieran sistemáticamente los relatos de Jesús a las profecías, como si estas fueran una partida de nacimiento, y como lo manifiestan los relatos mismos, saturados de referencias a los profetas, basta para demostrar que este hombre era ficticio. Todo esto sucedió para que se cumplan las escrituras de los profetas (Mt 26.56). No diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder: que el Cristo había de padecer y ser el primero de la resurrección de los muertos (Hechos, 26.22-23). Si todas las cosas que le sucedieron a Cristo estaban dentro y no había nada fuera (οὐδὲν ἐκτὸς, nihil extra) de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que tenían que suceder, entonces todas las cosas que le sucedieron a Jesús fueron un puro invento. El continuo recurso a las profecías demuestra por sí solo que toda la historia de Cristo era ficticia, ya que las profecías son ficciones. Todos los libros del Nuevo Testamento llevan este signo notorio de ficción. Nosotros demostramos las cosas de nuestro Jesús por los escritos proféticos. Las demostraciones (ἀποδείξεις) sobre Jesús por la Ley y los profetas.38 Como es obvio, el sistema de demostración o apodeixis de Jesús que usaban los cristianos primitivos era completamente ficticio, pues nadie demostró nunca los hechos de un hombre histórico mediante profecías. Lo que a juicio de los primeros cristianos demostraba la veracidad de la historia de Jesús (Lc 24.27; Jn 5.39; Hechos, 3.20-26; 17.3; 18.28) es por esto mismo la demostración de su falsedad. Toda la historia de Jesús está basada en las profecías, es decir, en puras fantasías o sueños (Nm 12.6, Dt 13.1,5, Jer 23.25-32; 29.8, Eclo 34.1-7). Porque a muchos engañaron los sueños (Eclo 34.7).
La encarnación (o lo que es lo mismo, el nacimiento virginal) no era un mito añadido a un hombre que había existido realmente, sino la explicación que los cristianos primitivos dieron de su existencia, es decir, la existencia de este hombre era una ficción, aunque los primeros que se inventaron la historia de Jesús no la conocían, de aquí que el evangelio de Marcos carezca de ella, pues ellos pensaron que el Espíritu de Dios descendió directamente sobre un hombre imaginario y asumió su cuerpo en el bautismo (Mc 1.10; Jn 1.32), y así es como comienza el evangelio de Marcos. Una vez inventada la historia de Jesús, para evitar que alguien pensara que Jesús era un hombre como otro cualquiera, lo que equivalía a decir que el Hijo de Dios conoció el pecado (El pecado que habita en mí, es decir, en mi carne, Ro 7.17,18,20), fue necesario añadir la fábula de su nacimiento virginal a la historia primera. Al autor del evangelio de Juan esta fábula le pareció un disparate —pues los hijos de Dios (o el Hijo de Dios)39 no son engendrados de sangres, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, Jn 1.13— y se las arregló para prescindir de ella y remontarse al origen del mundo. Del mismo modo, la resurrección no era una fábula absurda con la que los cristianos justificaron la muerte miserable de Jesús, sino el sentido último de la explicación de su muerte, es decir, la muerte de este hombre era una ficción. Y del mismo modo, la parusía no era una fantasía que se les ocurrió a los cristianos en una noche de borrachera, sino la plasmación de un futuro que nunca se realizó. En este caso, los cristianos, que tenían un sistema de medir el tiempo cósmico absolutamente ficticio, no tomaron las precauciones necesarias, y dejaron rastros de esta ficción por todas partes, expuesta con toda claridad en los evangelios sinópticos, pero ausente en el de Juan, pues para el autor de Juan la parusía no era un acontecimiento en el tiempo, sino un estado espiritual fuera del tiempo: voy y vengo a vosotros. Yo en ellos (Jn 14.28; 17.23).40 Cada uno de estos tres mitos por separado basta para demostrar que Jesús era ficticio, pero unidos en una misma figura desmienten cualquier posibilidad de que haya existido, en ningún caso, un hombre correlativo del Hijo de Dios.
Si a estas tres cosas sumamos todo lo que se ha dicho anteriormente: la imposibilidad de que un hombre judío fuera divinizado por sus propios paisanos, y mucho menos uno que fue ejecutado como criminal, la anterioridad cronológica del Cristo mítico sobre el Jesús de los evangelios, el testimonio cierto de los gnósticos negando la existencia real de este hombre,41 el silencio y el desconocimiento que muestran las epístolas de la historia de los evangelios —nunca se mencionan en ellas Nazaret ni Galilea—, las contradicciones e incoherencias de los evangelios, la patraña de las profecías, la mentira del Hijo de Dios y el embuste de los milagros, ¿qué posibilidades había de que este hombre no fuera un puro invento literario? Esto mismo es lo que afirman numerosas veces los evangelistas, pues comenzando por Moisés y por todos los profetas les explicaba las cosas sobre sí mismo en todas las Escrituras (Lc 24.27; Jn 1.45). Los evangelistas no podían ser tan sumamente imbéciles como para pensar que los datos y noticias de la vida de un pobre hombre al que mataron colgándolo en un madero (Hechos, 10.39) estaban registrados en los antiguos libros de los judíos, como si fuera perfectamente normal y natural hallar en esos libros el lugar de nacimiento, los hechos y la muerte violenta de un hombre cualquiera que vivió siglos después, de entre los muchos sabios que realmente existieron en la antigüedad, cuando los autores de las epístolas, para colmo, rechazaban explícitamente la sabiduría humana y carnal, y afirmaban, citando el salmo 94, que los pensamientos de los sabios son vanos (1Co 2.13; 3.20; 2Co 1.12). El salmo dice que son vanos los pensamientos de los hombres, lo cual incluye a todos los hombres que fueron crucificados, no solo a los sabios.
Jesús de ningún modo es un hombre,42 y que esto es la invención de un mito es fácil verlo de muchas maneras.43
Si Jesús es el Señor (Ro 10.9, Fi 2.11), Jesús nunca estuvo en un cuerpo, ya que mientras estamos o residimos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor,37 a no ser que se admita que mientras el Señor estuvo en un cuerpo estaba ausente de sí mismo, y que, una vez resucitado su cuerpo, seguía estando ausente de sí mismo en un lugar ficticio del Cielo que ningún telescopio espacial localizará nunca jamás, pues los evangelios hablan explícitamente del cuerpo del Señor Jesús (corpus Domini Jesu, Lc 24.3) cuando narran su ficticia resurrección.
Si un historiador se salta a la torera estos datos a la hora de enjuiciar la posible (o más bien imposible) historicidad de Jesús, y no es capaz de ver el mundo ficticio que manifiestan, se estrellará siempre contra el cristal del mito (al que los cristianos llaman con el eufemismo de «lo sobrenatural»), pues los evangelios no son la puerta de acceso a ninguna realidad histórica, y ninguna página del Nuevo Testamento es historia. Por esto, Orígenes, de claro perfil gnóstico, despreciando completamente la ilusoria venida de Cristo, podía escribir lo siguiente: ¿De qué me sirve si ha venido el Logos al mundo, y yo no lo conozco? Y al contrario, si no hubiese venido en absoluto al mundo, y me es dado llegar a ser como los profetas, yo tengo al Logos (Hom. in Jeremías, 9.1,4).
El hecho de que los cristianos primitivos refirieran sistemáticamente los relatos de Jesús a las profecías, como si estas fueran una partida de nacimiento, y como lo manifiestan los relatos mismos, saturados de referencias a los profetas, basta para demostrar que este hombre era ficticio. Todo esto sucedió para que se cumplan las escrituras de los profetas (Mt 26.56). No diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder: que el Cristo había de padecer y ser el primero de la resurrección de los muertos (Hechos, 26.22-23). Si todas las cosas que le sucedieron a Cristo estaban dentro y no había nada fuera (οὐδὲν ἐκτὸς, nihil extra) de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que tenían que suceder, entonces todas las cosas que le sucedieron a Jesús fueron un puro invento. El continuo recurso a las profecías demuestra por sí solo que toda la historia de Cristo era ficticia, ya que las profecías son ficciones. Todos los libros del Nuevo Testamento llevan este signo notorio de ficción. Nosotros demostramos las cosas de nuestro Jesús por los escritos proféticos. Las demostraciones (ἀποδείξεις) sobre Jesús por la Ley y los profetas.38 Como es obvio, el sistema de demostración o apodeixis de Jesús que usaban los cristianos primitivos era completamente ficticio, pues nadie demostró nunca los hechos de un hombre histórico mediante profecías. Lo que a juicio de los primeros cristianos demostraba la veracidad de la historia de Jesús (Lc 24.27; Jn 5.39; Hechos, 3.20-26; 17.3; 18.28) es por esto mismo la demostración de su falsedad. Toda la historia de Jesús está basada en las profecías, es decir, en puras fantasías o sueños (Nm 12.6, Dt 13.1,5, Jer 23.25-32; 29.8, Eclo 34.1-7). Porque a muchos engañaron los sueños (Eclo 34.7).
La encarnación (o lo que es lo mismo, el nacimiento virginal) no era un mito añadido a un hombre que había existido realmente, sino la explicación que los cristianos primitivos dieron de su existencia, es decir, la existencia de este hombre era una ficción, aunque los primeros que se inventaron la historia de Jesús no la conocían, de aquí que el evangelio de Marcos carezca de ella, pues ellos pensaron que el Espíritu de Dios descendió directamente sobre un hombre imaginario y asumió su cuerpo en el bautismo (Mc 1.10; Jn 1.32), y así es como comienza el evangelio de Marcos. Una vez inventada la historia de Jesús, para evitar que alguien pensara que Jesús era un hombre como otro cualquiera, lo que equivalía a decir que el Hijo de Dios conoció el pecado (El pecado que habita en mí, es decir, en mi carne, Ro 7.17,18,20), fue necesario añadir la fábula de su nacimiento virginal a la historia primera. Al autor del evangelio de Juan esta fábula le pareció un disparate —pues los hijos de Dios (o el Hijo de Dios)39 no son engendrados de sangres, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, Jn 1.13— y se las arregló para prescindir de ella y remontarse al origen del mundo. Del mismo modo, la resurrección no era una fábula absurda con la que los cristianos justificaron la muerte miserable de Jesús, sino el sentido último de la explicación de su muerte, es decir, la muerte de este hombre era una ficción. Y del mismo modo, la parusía no era una fantasía que se les ocurrió a los cristianos en una noche de borrachera, sino la plasmación de un futuro que nunca se realizó. En este caso, los cristianos, que tenían un sistema de medir el tiempo cósmico absolutamente ficticio, no tomaron las precauciones necesarias, y dejaron rastros de esta ficción por todas partes, expuesta con toda claridad en los evangelios sinópticos, pero ausente en el de Juan, pues para el autor de Juan la parusía no era un acontecimiento en el tiempo, sino un estado espiritual fuera del tiempo: voy y vengo a vosotros. Yo en ellos (Jn 14.28; 17.23).40 Cada uno de estos tres mitos por separado basta para demostrar que Jesús era ficticio, pero unidos en una misma figura desmienten cualquier posibilidad de que haya existido, en ningún caso, un hombre correlativo del Hijo de Dios.
Si a estas tres cosas sumamos todo lo que se ha dicho anteriormente: la imposibilidad de que un hombre judío fuera divinizado por sus propios paisanos, y mucho menos uno que fue ejecutado como criminal, la anterioridad cronológica del Cristo mítico sobre el Jesús de los evangelios, el testimonio cierto de los gnósticos negando la existencia real de este hombre,41 el silencio y el desconocimiento que muestran las epístolas de la historia de los evangelios —nunca se mencionan en ellas Nazaret ni Galilea—, las contradicciones e incoherencias de los evangelios, la patraña de las profecías, la mentira del Hijo de Dios y el embuste de los milagros, ¿qué posibilidades había de que este hombre no fuera un puro invento literario? Esto mismo es lo que afirman numerosas veces los evangelistas, pues comenzando por Moisés y por todos los profetas les explicaba las cosas sobre sí mismo en todas las Escrituras (Lc 24.27; Jn 1.45). Los evangelistas no podían ser tan sumamente imbéciles como para pensar que los datos y noticias de la vida de un pobre hombre al que mataron colgándolo en un madero (Hechos, 10.39) estaban registrados en los antiguos libros de los judíos, como si fuera perfectamente normal y natural hallar en esos libros el lugar de nacimiento, los hechos y la muerte violenta de un hombre cualquiera que vivió siglos después, de entre los muchos sabios que realmente existieron en la antigüedad, cuando los autores de las epístolas, para colmo, rechazaban explícitamente la sabiduría humana y carnal, y afirmaban, citando el salmo 94, que los pensamientos de los sabios son vanos (1Co 2.13; 3.20; 2Co 1.12). El salmo dice que son vanos los pensamientos de los hombres, lo cual incluye a todos los hombres que fueron crucificados, no solo a los sabios.
Jesús de ningún modo es un hombre,42 y que esto es la invención de un mito es fácil verlo de muchas maneras.43
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NOTAS
1. S’il portait sur le monde, le discours symbolique serait irrecevable, et il faudrait voir en ceux qui le tiennent, à la fois des virtuoses de l’imagination et des débiles de la raison. Dan Sperber, Le symbolisme en général, p. 119.
Si versase sobre el mundo, el discurso simbólico sería inadmisible, y habría que ver en quienes lo tienen a la vez a unos virtuosos de la imaginación y a unos débiles mentales. El simbolismo en general, p. 136.
2. El autor, principio, origen o causa (ἀρχηγὸν) de la vida, la sustancia y la esencia de la vida, era el Esperma (que es el Hijo), es decir, Cristo (Et semini tuo, qui est Christus, Gál 3.16), que proviene del Falo (que es el Padre), es decir, de Dios, y el principio vital del Esperma era el Pneuma (Aristóteles, estoicos, Galeno), es decir, el Espíritu. El Semen es, en efecto, «el Hijo del Hombre», y al mismo tiempo el de Dios.
Que el Esperma es «el Hijo del hombre» es un hecho evidente por sí mismo; pero los bancos de esperma lo demuestran. Así, en un artículo de The New York Times, titulado One Sperm Donor, 150 Offspring, leemos: 150 children, all conceived with sperm from one donor, y one sperm donor on her site learned that he had 70 children.
Imagen de Dios y Demiurgo de la creación, el Semen era el primogénito de toda creación, porque por él fueron creadas todas las cosas (Col 1.15,16; 1Co 8.6; Heb 1.2).
El Cristo según la carne (2Co 5.16) era el esperma de David, o el esperma de Abraham (σπέρμα Ἀβραάμ, Ro 4.18; 9.7; 11.1; 2.Co 11.22; Gál 3.16,29; Heb 2.26), es decir, el semen de todos los hombres: el semen que se siembra en la tierra (el útero) y se une a la materia, es decir, el semen nacido de una mujer (Gál 4.4), y por el que una mujer queda preñada (Heb 11.11). Pero el Cristo según el espíritu era el esperma de Dios (1Jn 3.9), es decir, el semen del Falo cósmico, puesto que la vida procedía de Dios, y Dios es Espíritu.
Todo lo que se decía de Cristo —que es el Hijo de Dios y el del Hombre, que muere y resucita, que es comestible— se refería al Semen, que era el verdadero autor de la vida, el pneuma de la vida, el Logos de la vida, y como comestible, el pan de la vida (Ro 8.2, 1Co 15.45, 1Jn 1.1, Jn 6.35,48).
3. omnes istos deos vestros homines fuisse..., ita post mortem deos factos. Tertuliano, Apologeticus, 10.3; 11.1.
4. El gnóstico castrado era perfectamente consciente de este absurdo disparate, pues escribe: Nadie que tenga inteligencia dirá que se refiere a su cuerpo sensible y que es visto por los hombres esto que dice Jesús: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre que me ha enviado. Porque según esto también serán los que han visto a Dios Padre todos los que dicen: Crucifícalo, crucifícalo, y el que tomó autoridad sobre lo humano de él, Pilato, lo cual es absurdo. Orígenes señala que estas palabras no han de tomarse en su acepción más común (οὐκ ἐπὶ τὴν κοινοτέραν ἐκδοχὴν ἀναφέρεται, Contra Celso, 7.43). Los evangelios tenían para él solamente un sentido superior y no somático (τῆς κρείττονος αἰσθήσεως καὶ οὐ σωματικῆς, Idem, 7.34), es decir, un sentido simbólico y no real, cosa que repite en otros muchos sitios. Véanse las páginas Alegoría y ficción y Jesús nunca existió 2.
5. ἄσαρκος μὲν οὖν ὁ τέλειος θεός, ἄνθρωπος δὲ σάρξ. Taciano, Oratio ad graecos, 15.2.
6. Orígenes, Contra Celso, 3.28.
7. Cristo estaba efectivamente en nosotros cuando comemos y bebemos el semen (eucaristía), el agua de la vida (aquæ vitæ, Ap 21.6; 22.1) que contenía el espíritu de la vida (spiritus vitæ, Ro 8.2, Ap 11.11), porque todos hemos bebido de un mismo espíritu (omnes in uno Spiritu potati sumus, 1Co 12.13). Ver nota 39.
8. Si los falsos apóstoles (pseudoapostoli), ministros (ministri) de Satanás, se transforman en apóstoles de Cristo, es porque el mismo Satanás se transforma en ángel de luz (2Co 11.13s), y por tanto, se establece una relación de identidad entre Cristo y un ángel de luz. Además, se habla del apocalipsis (ἀποκαλύψει) del Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder (2Te 1.7; Mt 13.41; 16.27; 24.31; 25.31; 26.53), y se dice que el Hijo es superior a los ángeles (Heb 1.4). ¿Dónde está la historicidad de Jesús en todo esto? ¿Cómo se esfumó totalmente en tan poco tiempo? ¿Con qué criterio de historicidad se podía convertir al Hijo de Dios en un hombre real, o al revés, un hombre real en el Hijo de Dios?
9. Es decir, Jesús sería igual a Satanás, que engaña a todo el mundo (Ap 12.9), cosa que es confirmada por san Agustín: Cuando el hombre vive según el hombre, y no según Dios, es semejante al Diablo (Civitas Dei, 14.4.1).
10. Γενέσθαι δέ φασιν αὐτὸν οὐκ αὐτόχρημα κατάραν καὶ ἁμαρτίαν, ἀλλ’ ἕτερόν τι παρὰ τοῦτο δηλοῦν τὸ Γράμμα τὸ ἱερόν. Οὕτω πρὸς ἡμῶν νοεῖσθαί φασι τὸ Καὶ ὁ Λόγος σὰρξ ἐγένετο. San Cirilo de Alejandría, Quod unus sit Christus, 719.
Pero dicen que él no se ha hecho en realidad maldición y pecado, sino que con esto la sagrada Escritura da a entender otra cosa. De este modo, dicen, ha de entenderse la (frase) y el Logos se hizo carne.
κατὰ δὲ τὴν ἐκείνων ὑπόθεσιν οὐχ ὁ Λόγος σὰρξ ἐγένετο. San Ireneo, Adversus haereses, 1.9.2.
pero según la hipótesis de ellos el Logos no se hizo carne.
11. Porque si las historias sobre ellos son míticas, nada son, excepto solo palabras; y si son físicas, ya no son dioses los que tales cosas hicieron y sufrieron; y si son alegóricas, mitos son y ninguna otra cosa.
Εἰ μὲν γὰρ μυθικαὶ αἱ περὶ αὐτῶν ἱστορίαι, οὐδέν εἰσιν, εἰ μὴ μόνον λόγοι· εἰ δὲ φυσικαί, οὐκ ἔτι θεοί εἰσιν οἱ ταῦτα ποιήσαντες καὶ παθόντες· εἰ δὲ ἀλληγορικαί, μῦθοί εἰσι καὶ οὐκ ἄλλο τι. Arístides, Apología, 13.7.
12. οὐδενὸς ὄντος τοιούτου. Orígenes, Contra Celso, 1.49.
Los griegos tenían muchos hijos de Dios en sus mitos, pero esto no les servía como motivo para decir que un hombre cualquiera era el Hijo de Dios, y mucho menos uno que se ha criado en miseria y pobreza (ἐν εὐτελείᾳ καὶ πενίᾳ ἀνατεθραμμένος, Contra Celso, 1.29), o que fue contado con los criminales (Mc 15.18; Lc 22.37). Si en un ámbito judío esto sería un disparate absoluto, ¿qué sería para los que tenían la gloria universal de haber inventado la ciencia?
Para burlarse del nacimiento virginal de Jesús, Celso presentaba los mitos griegos de Dánae, Melanipa, Auge, y Antíope (φέροντα τοὺς ἑλληνικοὺς μύθους περὶ Δανάης καὶ Μελανίππης καὶ Αὔγης καὶ Ἀντιόπης). Y el gnóstico castrado no tenía una defensa mejor que apelar al nacimiento virginal (partenogénesis) de los buitres, o a la fábula de que los primeros hombres no nacieron de cópula, sino de la tierra, de los logos espermáticos que se forman en la tierra (τοὺς πρώτους μὴ ἐκ συνουσίας γεγονέναι ἀλλ᾿ ἀπὸ γῆς, σπερματικῶν λόγων συστάντων ἐν τῇ γῇ. No se olvide que el autor del evangelio de Juan niega explícitamente que Jesús naciera de la tierra (el que es de la tierra, de la tierra es. Jn 3.31), lo que equivalía a decir que no nació de una mujer (lo que ha nacido de la carne, carne es. Jn 3.6), y por tanto, que no había existido como un hombre real.
Pero además de esto Orígenes, sin ver que la historia del Hijo judío de Dios era también un mito, reconoce que las historias griegas (ἑλληνικαῖς ἱστορίαις), como la leyenda según la cual Platón fue engendrado por Apolo (τὸν ἐξ Ἀπόλλωνος σπαρέντα. Nótese el verbo que usa, σπείρω: sembrar), son verdaderamente mitos (ἀληθῶς μῦθοι), movidos a inventar algo así sobre un hombre, al que se consideraba que tenía una mayor sabiduría y poder que la muchedumbre, y que había recibido el principio de la formación de su cuerpo de espermas superiores y más divinos.
Ἀλλὰ ταῦτα μὲν ἀληθῶς μῦθοι, κινήσαντες εἰς τὸ ἀναπλάσαι τοιοῦτό τι περὶ ἀνδρός, ὃν ἐνόμιζον μείζονα τῶν πολλῶν ἔχοντα σοφίαν καὶ δύναμιν καὶ ἀπὸ κρειττόνων καὶ θειοτέρων σπερμάτων τὴν ἀρχὴν τῆς συστάσεως τοῦ σώματος εἰληφέναι. Contra Celso, 1.37.
13. Como lo demuestra la pluralidad de versiones de los evangelios, muy diferentes entre sí, incluso siendo copias unos de otros;1 la eliminación desleal de los considerados heréticos, y la manipulación sectaria de los mismos según les convenía: Después de esto dice que algunos de los creyentes, llegando a enfrentarse a sí mismos como en medio de una borrachera, reescriben el evangelio del primer escrito 2 tres y cuatro y muchas veces y lo modifican, para poder negar los argumentos contrarios (lit. negar contra los argumentos, Orígenes, Contra Celso, 2.27).
Asimismo, la inclusión de un libro indiscutiblemente mítico como el Apocalipsis en el Nuevo Testamento, a pesar de la gran resistencia que encontró, y sobre todo, la inclusión de las epístolas, donde Jesús de Nazaret brilla por su ausencia, y solo conocen un Jesús hecho más sublime que los cielos (Heb 7.26), demuestra que ellos daban el mismo valor y validez a estos libros que a los evangelios, y por tanto tan ficticios eran unos como otros.
1. Así, por ejemplo, el ciego de Marcos 9.46-52 se convierte en dos ciegos en el mismo pasaje de Mateo 20.29-34, y el vino mezclado con mirra se convierte en vinagre mezclado con hiel (Mc 15.23 → Mt 27.34). En los evangelios hay muchos cambios y licencias de este tipo que indican que los evangelistas estaban inventándose la historia que narraban.
2. μεταχαράττειν ἐκ τῆς πρώτης γραφῆς τὸ εὐαγγέλιον. Aquí «escrito» no es participio, sino nombre: reescriben (lit. reimprimen) el evangelio del (ἐκ, o desde el) texto primero.
14. Die Evangelien sind die Absage an den Mythos. Günther Bornkamm, Jesus von Nazareth, p.20.
15. Según Hegesipo, citado por Eusebio, si no es una invención de éste o de otro, todavía quedaban en el tiempo de Domiciano dos (ἀμφοτέροις) nietos de Judas, hermano del Señor según la carne (ἀδελφὸν κατὰ σάρκα). Domiciano, que temía la parusía (παρουσίαν) de Cristo, les preguntó acerca de Cristo y de su reino, y estos, que eran unos vulgares (εὐτελῶν) labradores, dieron la explicación de que no era de este mundo ni terrenal, sino celeste y angélico, y que sucederá en el fin de los tiempos (οὐ κοσμικὴ μὲν οὐδ' ἐπίγειος, ἐπουράνιος δὲ καὶ ἀγγελικὴ τυγχάνοι, ἐπὶ συντελείᾳ τοῦ αἰῶνος γενησομένη, HE 3.20). Absurda y fantasiosa respuesta, y más disparatada aún dicha por unos simples campesinos judíos.
16. Todos los historicistas están clavados y crucificados por el año 70, pues esta es una fecha límite para la datación de los evangelios, ya que la destrucción del templo de Jerusalén se menciona en ellos, incluso en el de Marcos, que es el más antiguo (καταλύσω, destruatur, destruis templum, Mc 13.1,2; 14.56; 15.19). La historia y el Cristo mítico, que en las epístolas es la imagen de Dios (2Co 4.4; Col 1.15), les jugaron una mala pasada, porque si suponemos que el mito es la deformación de unos hechos reales, el relato de estos hechos debería ser anterior al surgimiento y cristalización del mito, y no posterior. Esto crea un enorme vacío temporal de cuarenta años que los historicistas han llenado inventándose una tradición oral. Pero si los evangelistas daban tantísima importancia a las Escrituras (Scripturæ) y recurrían continuamente a ellas, hasta el punto de que toda la historia de Jesús está basada y calcada sobre ellas (Mt 26.54; Lc 24.27,44,45; Jn 5.39,46), ¿cómo es que tardaron tanto en poner por escrito las sublimes andanzas y enseñanzas del Hijo de Dios? Aunque el fin de todas las cosas se acerca (1Pe 4.7), evidentemente ellos no tenían ninguna prisa. Se supone que como aquellos hombres eran analfabetos e ignorantes (sine litteris et idiotæ), y judíos xenófobos (Hechos, 4.13; 10.28), tardaron cuarenta años en aprender a leer y escribir en griego.
Pero hay datos en los propios evangelios, como la mención de falsos mesías (pseudochristi; Mc 13,22. → Bar Kochba), o el despoblamiento de Jerusalén [vuestra casa os es dejada desierta, relinquetur vobis domus vestra deserta (Mt 23.38, Lc 13.35). Los judíos siguieron habitando en Jerusalén después de la guerra de Vespasiano, pero Hadriano prohibió la entrada de los judíos en Jerusalén.], y la ausencia de citas de los evangelios antes de san Justino, que indican una fecha de su redacción muy posterior, en la época de Antonino Pío.
17. Así, ciertamente, también Marción prefirió creer que aquel era un fantasma, rechazando en él la realidad de todo el cuerpo.
Sic enim et Marcion phantasma eum maluit credere, totius corporis in illo dedignatus veritatem. Tertuliano, De anima, 17.14.
Así pues, no reconocemos aquel Cristo de los herejes, que existió en apariencia, como se dice, y no en realidad; nada real hizo de aquellas cosas que llevó a cabo, si él mismo fue un fantasma y no una realidad.
Neque igitur eum haereticorum agnoscimus Christum, qui in imagine, ut dicitur, fuit et non in veritate, nihil verum eorum quae gessit fecerit, si ipse phantasma et non veritas fuit. Novaciano, De trinitate, 10.6.
18. Igitur qui dicunt eum putative manifestatum, neque in carne natum, neque vere hominem factum.
neque autem natum, neque incarnatum dicunt illum, alii vero neque figuram eum assumsisse hominis. San Ireneo, Adversus haereses, 3.18.7; 3.11.3.
19. Véase, como ejemplo, la página No de esperma de hombre.
20. Está claro que para los evangelistas el Cristo de Velázquez o la Misa en si menor de Bach serían un horror (βδέλυγμα) delante de Dios. No es de extrañar, por tanto, que toda la civilización grecorromana se arruinara literalmente cuando los cristianos subieron al poder en el siglo IV, y cambiaron la forma de la gnosis (τὴν μόρφωσιν τῆς γνώσεως, Ro 2.20) y la llave de la gnosis (τὴν κλεῖδα τῆς γνώσεως, Lc 11.52) por las del poder.
21. ὁ θεὸς οὖν ἄνθρωπος ἐγένετο / Deus igitur homo factus est. San Ireneo, Adversus haereses, 3.21.1.
22. No tendrás otros dioses en mi presencia. Dt 5.7; 4.15-18; Éx 20.4,23; Lv 26.1.
No adoramos (μή προσκυνῶμεν) a los hermanos de naturaleza, aunque hayan recibido en suerte una sustancia más pura y más inmortal (Filón, De decalogo, 64). Jesús es adorado por sus discípulos en los evangelios (Mt 14.33; 28.17; Lc 24.52), pero es absolutamente imposible que existiera un grupo o secta de judíos que adoraran a un simple hombre, sobre todo cuando Filón nos informa de que los judíos fueron los únicos de todo el imperio romano que se negaron a acatar la deificación (τήν ἐκθέωσιν), no ya de un curandero insignificante o un profeta majareta, sino la del mismísimo emperador (Legatio ad Gaium, 332, 353, 367, 368). Otra prueba más de que Jesús nunca existió, y puesto que los judíos no creían en la existencia del Hijo de Dios (nadie existe de tal clase), nunca pudo existir un grupo de doce ni de setenta ni de ciento veinte judíos que dijeran que un pobre galileo desconocido (yo no lo conocía, Jn 1.31,33) era el Hijo de Dios, y mucho menos que adoraran a un hombre que recibió una muerte vil.
La ficticia historia de Jesús está situada precisamente allí donde nunca pudo haber ocurrido: en el mundo judío (en el aborigen, muy distinto del judaísmo helenista: el que hizo la traducción de la Septuaginta, que es el mismo que el que escribió los libros del Nuevo Testamento, escritos en griego). Nunca pudo existir un hombre judío, por muy chiflado que estuviera, que se viera a sí mismo como el Hijo de Dios o que llamara a Dios mi Padre (ὁ πατήρ μου. Sólo en el evangelio de Mateo se utiliza 16 veces (o 17) esta expresión en boca de Jesús, todas referidas a Dios, frente a las numerosas veces (más de cien) que se emplea la misma expresión en la Septuaginta, pero nunca referida a Dios —excepto en el caso del Salmo 89.27 (πατήρ μου εἶ σύ), que se excluye a sí mismo (no es dicha por un hombre), y no tiene un valor distinto que en el caso de Jeremías 2.27, donde la misma expresión (πατήρ μου εἶ σύ) es dicha a un palo, posiblemente un falo—, y mucho menos pudo existir un grupo de judíos que dijeran o que pensaran que un vulgar charlatán o un impostor (ὁ πλάνος, Mt 27.63) que fue ajusticiado era el Hijo de Dios.
Incluso en el ámbito griego, la deificación no se concedía a cualquiera, por muchos méritos que tuviera. Como declara Aberto Bernabé, la idea de la divinización resultaba excepcional en el mundo religioso griego. Sólo en época helenística se integra la deificación del muerto en el marco de la religión oficial, como un privilegio reservado a los soberanos (Orfeo y la tradición órfica, p.654). Y en efecto, Jesús es llamado en los evangelios rey de los judíos (Mc 15.26), pero es evidente que en el siglo I no existió ningún rey de Israel (Jn 1.49) llamado así. El mito de Jesús sale a cada paso en los evangelios, pero los historicistas no lo ven.
23. ὡς τῇ φύσει γεγονότας ἀνθρώπους.
ὅθεν Ἀντίγονος ὁ γέρων, Ἑρμοδότου τινὸς ἐν ποιήμασιν αὐτὸν Ἡλίου παῖδα καὶ θεὸν ἀναγορεύοντος, οὐ τοιαῦτά μοι, εἶπεν, ὁ λασανοφόρος σύνοιδεν.
De Iside et Osiride, 22,23,24.
24. De momento nos contentamos con hacer notar que la célebre obra de Karl Ludwig Schmidt, El marco de la historia de Jesús (Der Rahmen der Geschichte Jesu, 1919), donde se demuestra sin lugar a dudas el carácter artificial del plan topográfico y cronológico de los evangelios, no ha sido todavía refutada.| Ninguna biografía de Jesús puede ya proponer un orden cronológico o topográfico que se funde realmente en los textos (E. Trocmé, Jesús de Nazaret, Herder, p. 20, 33). Schmidt demostró que las suturas o junturas que unen las diferentes perícopas del evangelio de Marcos eran creación del evangelista, y puesto que la mayor parte de la información cronológica y geográfica se encuentra en estas junturas, el bosquejo biográfico no puede ser histórico.
25. Neque enim potest fieri ut per quem sunt omnia, sit unus ex omnibus.
San Ambrosio, De incarnationis dominicae sacramento, 13.
26. les mythes cherchent à expliquer des réalités qui ne sont pas elles-mêmes d'ordre naturel, C. Lévi-Strauss, La pensée sauvage, p. 126.
M. Cantón, La razón hechizada, Ariel, p. 108, 182, 192.
27.Véase la página El mito de Jesús de Nazaret.
28. sine virili semine / non humanus coitus. San León Magno, Sermón 22.3.
San Justino afirma explícitamente varias veces que Jesús fue concebido sin semen, y Orígenes que no nació de coito, sino de una virgen, μὴ ἀπὸ μίξεως ἀλλ' ἀπὸ παρθένου γεννηθῆναι (Contra Celso, 2.69). Véase la página Semen de luz y semen de corrupción.
29. Porque si los evangelios no contuvieran estas cosas, ¿quién podría reprocharnos por lo que Jesús había dicho durante la economía? Orígenes, Contra Celso, 2.26.
30. Ἀλλ' ἐρεῖ ταῦτ' εἶναι πλάσματα καὶ μύθων οὐδὲν διαφέροντα. Orígenes, Contra Celso, 6.77.
31. Aunque a menudo se pasaron mucho en el realismo de las ficciones. Por ejemplo, aunque el mundo no lo conoció (Jn 1.10), ¿cómo no iban a seguir a Jesús miles de hombres en el desierto (Mc 6.31,33; 8.4) —imitando a los antiguos israelitas del Éxodo, puesto que todas estas cosas les sucedieron a ellos en figura, y la roca era Cristo (1Co 10.4,11)—, a todos los cuales daba de comer con solo varios panes, y además sobraba? Si este cuento no pudo ser real en absoluto, el historiador que afirme que Jesús fue un hombre real debe explicar por qué los evangelistas lo escribieron seis veces y con qué criterios de historicidad lo escribieron, y si ellos utilizaron, a la hora de contar los panes y el número de los comensales, el criterio de testimonio múltiple o el criterio de discontinuidad o alguna de las otras majaderías que se han inventado los teólogos para encubrir su pseudociencia. Lo mismo cabe decir y exigir de la resurrección. A estos criterios, extraídos de las cloacas de las Facultades de teología, los historicistas deberían añadir el criterio de la fantasía, pues si ningún hombre puede metamorfosearse, ¿con qué criterio de historicidad escribieron los evangelistas que Jesús se metamorfoseó (μετεμορφώθη, Mc 9.2, Mt 17.2)? ¿O es que piensan que los evangelistas eran unos idiotas consumados? Y si no merecen ningún crédito histórico aquí ni cuando hablan de la resurrección ni en otras muchas ocasiones, ¿por qué dárselo en lo demás? Si los evangelistas estaban mintiendo evidentemente aquí y en otros muchos puntos de la historia, toda la historia que estaban contando era mentira, puesto que todo hombre es falso (Ro 4.3). Como ya he dicho, ellos no escribían desde la realidad del hombre, sino desde la ficticia realidad de Dios. Los historiadores que olviden este dato esencial no hacen otra cosa que fantasear con los textos, que ya de por sí son fantasiosos a simple vista.
2. El autor, principio, origen o causa (ἀρχηγὸν) de la vida, la sustancia y la esencia de la vida, era el Esperma (que es el Hijo), es decir, Cristo (Et semini tuo, qui est Christus, Gál 3.16), que proviene del Falo (que es el Padre), es decir, de Dios, y el principio vital del Esperma era el Pneuma (Aristóteles, estoicos, Galeno), es decir, el Espíritu. El Semen es, en efecto, «el Hijo del Hombre», y al mismo tiempo el de Dios.
Que el Esperma es «el Hijo del hombre» es un hecho evidente por sí mismo; pero los bancos de esperma lo demuestran. Así, en un artículo de The New York Times, titulado One Sperm Donor, 150 Offspring, leemos: 150 children, all conceived with sperm from one donor, y one sperm donor on her site learned that he had 70 children.
Imagen de Dios y Demiurgo de la creación, el Semen era el primogénito de toda creación, porque por él fueron creadas todas las cosas (Col 1.15,16; 1Co 8.6; Heb 1.2).
El Cristo según la carne (2Co 5.16) era el esperma de David, o el esperma de Abraham (σπέρμα Ἀβραάμ, Ro 4.18; 9.7; 11.1; 2.Co 11.22; Gál 3.16,29; Heb 2.26), es decir, el semen de todos los hombres: el semen que se siembra en la tierra (el útero) y se une a la materia, es decir, el semen nacido de una mujer (Gál 4.4), y por el que una mujer queda preñada (Heb 11.11). Pero el Cristo según el espíritu era el esperma de Dios (1Jn 3.9), es decir, el semen del Falo cósmico, puesto que la vida procedía de Dios, y Dios es Espíritu.
Todo lo que se decía de Cristo —que es el Hijo de Dios y el del Hombre, que muere y resucita, que es comestible— se refería al Semen, que era el verdadero autor de la vida, el pneuma de la vida, el Logos de la vida, y como comestible, el pan de la vida (Ro 8.2, 1Co 15.45, 1Jn 1.1, Jn 6.35,48).
3. omnes istos deos vestros homines fuisse..., ita post mortem deos factos. Tertuliano, Apologeticus, 10.3; 11.1.
4. El gnóstico castrado era perfectamente consciente de este absurdo disparate, pues escribe: Nadie que tenga inteligencia dirá que se refiere a su cuerpo sensible y que es visto por los hombres esto que dice Jesús: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre que me ha enviado. Porque según esto también serán los que han visto a Dios Padre todos los que dicen: Crucifícalo, crucifícalo, y el que tomó autoridad sobre lo humano de él, Pilato, lo cual es absurdo. Orígenes señala que estas palabras no han de tomarse en su acepción más común (οὐκ ἐπὶ τὴν κοινοτέραν ἐκδοχὴν ἀναφέρεται, Contra Celso, 7.43). Los evangelios tenían para él solamente un sentido superior y no somático (τῆς κρείττονος αἰσθήσεως καὶ οὐ σωματικῆς, Idem, 7.34), es decir, un sentido simbólico y no real, cosa que repite en otros muchos sitios. Véanse las páginas Alegoría y ficción y Jesús nunca existió 2.
5. ἄσαρκος μὲν οὖν ὁ τέλειος θεός, ἄνθρωπος δὲ σάρξ. Taciano, Oratio ad graecos, 15.2.
6. Orígenes, Contra Celso, 3.28.
7. Cristo estaba efectivamente en nosotros cuando comemos y bebemos el semen (eucaristía), el agua de la vida (aquæ vitæ, Ap 21.6; 22.1) que contenía el espíritu de la vida (spiritus vitæ, Ro 8.2, Ap 11.11), porque todos hemos bebido de un mismo espíritu (omnes in uno Spiritu potati sumus, 1Co 12.13). Ver nota 39.
8. Si los falsos apóstoles (pseudoapostoli), ministros (ministri) de Satanás, se transforman en apóstoles de Cristo, es porque el mismo Satanás se transforma en ángel de luz (2Co 11.13s), y por tanto, se establece una relación de identidad entre Cristo y un ángel de luz. Además, se habla del apocalipsis (ἀποκαλύψει) del Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder (2Te 1.7; Mt 13.41; 16.27; 24.31; 25.31; 26.53), y se dice que el Hijo es superior a los ángeles (Heb 1.4). ¿Dónde está la historicidad de Jesús en todo esto? ¿Cómo se esfumó totalmente en tan poco tiempo? ¿Con qué criterio de historicidad se podía convertir al Hijo de Dios en un hombre real, o al revés, un hombre real en el Hijo de Dios?
9. Es decir, Jesús sería igual a Satanás, que engaña a todo el mundo (Ap 12.9), cosa que es confirmada por san Agustín: Cuando el hombre vive según el hombre, y no según Dios, es semejante al Diablo (Civitas Dei, 14.4.1).
10. Γενέσθαι δέ φασιν αὐτὸν οὐκ αὐτόχρημα κατάραν καὶ ἁμαρτίαν, ἀλλ’ ἕτερόν τι παρὰ τοῦτο δηλοῦν τὸ Γράμμα τὸ ἱερόν. Οὕτω πρὸς ἡμῶν νοεῖσθαί φασι τὸ Καὶ ὁ Λόγος σὰρξ ἐγένετο. San Cirilo de Alejandría, Quod unus sit Christus, 719.
Pero dicen que él no se ha hecho en realidad maldición y pecado, sino que con esto la sagrada Escritura da a entender otra cosa. De este modo, dicen, ha de entenderse la (frase) y el Logos se hizo carne.
κατὰ δὲ τὴν ἐκείνων ὑπόθεσιν οὐχ ὁ Λόγος σὰρξ ἐγένετο. San Ireneo, Adversus haereses, 1.9.2.
pero según la hipótesis de ellos el Logos no se hizo carne.
11. Porque si las historias sobre ellos son míticas, nada son, excepto solo palabras; y si son físicas, ya no son dioses los que tales cosas hicieron y sufrieron; y si son alegóricas, mitos son y ninguna otra cosa.
Εἰ μὲν γὰρ μυθικαὶ αἱ περὶ αὐτῶν ἱστορίαι, οὐδέν εἰσιν, εἰ μὴ μόνον λόγοι· εἰ δὲ φυσικαί, οὐκ ἔτι θεοί εἰσιν οἱ ταῦτα ποιήσαντες καὶ παθόντες· εἰ δὲ ἀλληγορικαί, μῦθοί εἰσι καὶ οὐκ ἄλλο τι. Arístides, Apología, 13.7.
12. οὐδενὸς ὄντος τοιούτου. Orígenes, Contra Celso, 1.49.
Los griegos tenían muchos hijos de Dios en sus mitos, pero esto no les servía como motivo para decir que un hombre cualquiera era el Hijo de Dios, y mucho menos uno que se ha criado en miseria y pobreza (ἐν εὐτελείᾳ καὶ πενίᾳ ἀνατεθραμμένος, Contra Celso, 1.29), o que fue contado con los criminales (Mc 15.18; Lc 22.37). Si en un ámbito judío esto sería un disparate absoluto, ¿qué sería para los que tenían la gloria universal de haber inventado la ciencia?
Para burlarse del nacimiento virginal de Jesús, Celso presentaba los mitos griegos de Dánae, Melanipa, Auge, y Antíope (φέροντα τοὺς ἑλληνικοὺς μύθους περὶ Δανάης καὶ Μελανίππης καὶ Αὔγης καὶ Ἀντιόπης). Y el gnóstico castrado no tenía una defensa mejor que apelar al nacimiento virginal (partenogénesis) de los buitres, o a la fábula de que los primeros hombres no nacieron de cópula, sino de la tierra, de los logos espermáticos que se forman en la tierra (τοὺς πρώτους μὴ ἐκ συνουσίας γεγονέναι ἀλλ᾿ ἀπὸ γῆς, σπερματικῶν λόγων συστάντων ἐν τῇ γῇ. No se olvide que el autor del evangelio de Juan niega explícitamente que Jesús naciera de la tierra (el que es de la tierra, de la tierra es. Jn 3.31), lo que equivalía a decir que no nació de una mujer (lo que ha nacido de la carne, carne es. Jn 3.6), y por tanto, que no había existido como un hombre real.
Pero además de esto Orígenes, sin ver que la historia del Hijo judío de Dios era también un mito, reconoce que las historias griegas (ἑλληνικαῖς ἱστορίαις), como la leyenda según la cual Platón fue engendrado por Apolo (τὸν ἐξ Ἀπόλλωνος σπαρέντα. Nótese el verbo que usa, σπείρω: sembrar), son verdaderamente mitos (ἀληθῶς μῦθοι), movidos a inventar algo así sobre un hombre, al que se consideraba que tenía una mayor sabiduría y poder que la muchedumbre, y que había recibido el principio de la formación de su cuerpo de espermas superiores y más divinos.
Ἀλλὰ ταῦτα μὲν ἀληθῶς μῦθοι, κινήσαντες εἰς τὸ ἀναπλάσαι τοιοῦτό τι περὶ ἀνδρός, ὃν ἐνόμιζον μείζονα τῶν πολλῶν ἔχοντα σοφίαν καὶ δύναμιν καὶ ἀπὸ κρειττόνων καὶ θειοτέρων σπερμάτων τὴν ἀρχὴν τῆς συστάσεως τοῦ σώματος εἰληφέναι. Contra Celso, 1.37.
13. Como lo demuestra la pluralidad de versiones de los evangelios, muy diferentes entre sí, incluso siendo copias unos de otros;1 la eliminación desleal de los considerados heréticos, y la manipulación sectaria de los mismos según les convenía: Después de esto dice que algunos de los creyentes, llegando a enfrentarse a sí mismos como en medio de una borrachera, reescriben el evangelio del primer escrito 2 tres y cuatro y muchas veces y lo modifican, para poder negar los argumentos contrarios (lit. negar contra los argumentos, Orígenes, Contra Celso, 2.27).
Asimismo, la inclusión de un libro indiscutiblemente mítico como el Apocalipsis en el Nuevo Testamento, a pesar de la gran resistencia que encontró, y sobre todo, la inclusión de las epístolas, donde Jesús de Nazaret brilla por su ausencia, y solo conocen un Jesús hecho más sublime que los cielos (Heb 7.26), demuestra que ellos daban el mismo valor y validez a estos libros que a los evangelios, y por tanto tan ficticios eran unos como otros.
1. Así, por ejemplo, el ciego de Marcos 9.46-52 se convierte en dos ciegos en el mismo pasaje de Mateo 20.29-34, y el vino mezclado con mirra se convierte en vinagre mezclado con hiel (Mc 15.23 → Mt 27.34). En los evangelios hay muchos cambios y licencias de este tipo que indican que los evangelistas estaban inventándose la historia que narraban.
2. μεταχαράττειν ἐκ τῆς πρώτης γραφῆς τὸ εὐαγγέλιον. Aquí «escrito» no es participio, sino nombre: reescriben (lit. reimprimen) el evangelio del (ἐκ, o desde el) texto primero.
14. Die Evangelien sind die Absage an den Mythos. Günther Bornkamm, Jesus von Nazareth, p.20.
15. Según Hegesipo, citado por Eusebio, si no es una invención de éste o de otro, todavía quedaban en el tiempo de Domiciano dos (ἀμφοτέροις) nietos de Judas, hermano del Señor según la carne (ἀδελφὸν κατὰ σάρκα). Domiciano, que temía la parusía (παρουσίαν) de Cristo, les preguntó acerca de Cristo y de su reino, y estos, que eran unos vulgares (εὐτελῶν) labradores, dieron la explicación de que no era de este mundo ni terrenal, sino celeste y angélico, y que sucederá en el fin de los tiempos (οὐ κοσμικὴ μὲν οὐδ' ἐπίγειος, ἐπουράνιος δὲ καὶ ἀγγελικὴ τυγχάνοι, ἐπὶ συντελείᾳ τοῦ αἰῶνος γενησομένη, HE 3.20). Absurda y fantasiosa respuesta, y más disparatada aún dicha por unos simples campesinos judíos.
16. Todos los historicistas están clavados y crucificados por el año 70, pues esta es una fecha límite para la datación de los evangelios, ya que la destrucción del templo de Jerusalén se menciona en ellos, incluso en el de Marcos, que es el más antiguo (καταλύσω, destruatur, destruis templum, Mc 13.1,2; 14.56; 15.19). La historia y el Cristo mítico, que en las epístolas es la imagen de Dios (2Co 4.4; Col 1.15), les jugaron una mala pasada, porque si suponemos que el mito es la deformación de unos hechos reales, el relato de estos hechos debería ser anterior al surgimiento y cristalización del mito, y no posterior. Esto crea un enorme vacío temporal de cuarenta años que los historicistas han llenado inventándose una tradición oral. Pero si los evangelistas daban tantísima importancia a las Escrituras (Scripturæ) y recurrían continuamente a ellas, hasta el punto de que toda la historia de Jesús está basada y calcada sobre ellas (Mt 26.54; Lc 24.27,44,45; Jn 5.39,46), ¿cómo es que tardaron tanto en poner por escrito las sublimes andanzas y enseñanzas del Hijo de Dios? Aunque el fin de todas las cosas se acerca (1Pe 4.7), evidentemente ellos no tenían ninguna prisa. Se supone que como aquellos hombres eran analfabetos e ignorantes (sine litteris et idiotæ), y judíos xenófobos (Hechos, 4.13; 10.28), tardaron cuarenta años en aprender a leer y escribir en griego.
Pero hay datos en los propios evangelios, como la mención de falsos mesías (pseudochristi; Mc 13,22. → Bar Kochba), o el despoblamiento de Jerusalén [vuestra casa os es dejada desierta, relinquetur vobis domus vestra deserta (Mt 23.38, Lc 13.35). Los judíos siguieron habitando en Jerusalén después de la guerra de Vespasiano, pero Hadriano prohibió la entrada de los judíos en Jerusalén.], y la ausencia de citas de los evangelios antes de san Justino, que indican una fecha de su redacción muy posterior, en la época de Antonino Pío.
17. Así, ciertamente, también Marción prefirió creer que aquel era un fantasma, rechazando en él la realidad de todo el cuerpo.
Sic enim et Marcion phantasma eum maluit credere, totius corporis in illo dedignatus veritatem. Tertuliano, De anima, 17.14.
Así pues, no reconocemos aquel Cristo de los herejes, que existió en apariencia, como se dice, y no en realidad; nada real hizo de aquellas cosas que llevó a cabo, si él mismo fue un fantasma y no una realidad.
Neque igitur eum haereticorum agnoscimus Christum, qui in imagine, ut dicitur, fuit et non in veritate, nihil verum eorum quae gessit fecerit, si ipse phantasma et non veritas fuit. Novaciano, De trinitate, 10.6.
18. Igitur qui dicunt eum putative manifestatum, neque in carne natum, neque vere hominem factum.
neque autem natum, neque incarnatum dicunt illum, alii vero neque figuram eum assumsisse hominis. San Ireneo, Adversus haereses, 3.18.7; 3.11.3.
19. Véase, como ejemplo, la página No de esperma de hombre.
20. Está claro que para los evangelistas el Cristo de Velázquez o la Misa en si menor de Bach serían un horror (βδέλυγμα) delante de Dios. No es de extrañar, por tanto, que toda la civilización grecorromana se arruinara literalmente cuando los cristianos subieron al poder en el siglo IV, y cambiaron la forma de la gnosis (τὴν μόρφωσιν τῆς γνώσεως, Ro 2.20) y la llave de la gnosis (τὴν κλεῖδα τῆς γνώσεως, Lc 11.52) por las del poder.
21. ὁ θεὸς οὖν ἄνθρωπος ἐγένετο / Deus igitur homo factus est. San Ireneo, Adversus haereses, 3.21.1.
22. No tendrás otros dioses en mi presencia. Dt 5.7; 4.15-18; Éx 20.4,23; Lv 26.1.
No adoramos (μή προσκυνῶμεν) a los hermanos de naturaleza, aunque hayan recibido en suerte una sustancia más pura y más inmortal (Filón, De decalogo, 64). Jesús es adorado por sus discípulos en los evangelios (Mt 14.33; 28.17; Lc 24.52), pero es absolutamente imposible que existiera un grupo o secta de judíos que adoraran a un simple hombre, sobre todo cuando Filón nos informa de que los judíos fueron los únicos de todo el imperio romano que se negaron a acatar la deificación (τήν ἐκθέωσιν), no ya de un curandero insignificante o un profeta majareta, sino la del mismísimo emperador (Legatio ad Gaium, 332, 353, 367, 368). Otra prueba más de que Jesús nunca existió, y puesto que los judíos no creían en la existencia del Hijo de Dios (nadie existe de tal clase), nunca pudo existir un grupo de doce ni de setenta ni de ciento veinte judíos que dijeran que un pobre galileo desconocido (yo no lo conocía, Jn 1.31,33) era el Hijo de Dios, y mucho menos que adoraran a un hombre que recibió una muerte vil.
La ficticia historia de Jesús está situada precisamente allí donde nunca pudo haber ocurrido: en el mundo judío (en el aborigen, muy distinto del judaísmo helenista: el que hizo la traducción de la Septuaginta, que es el mismo que el que escribió los libros del Nuevo Testamento, escritos en griego). Nunca pudo existir un hombre judío, por muy chiflado que estuviera, que se viera a sí mismo como el Hijo de Dios o que llamara a Dios mi Padre (ὁ πατήρ μου. Sólo en el evangelio de Mateo se utiliza 16 veces (o 17) esta expresión en boca de Jesús, todas referidas a Dios, frente a las numerosas veces (más de cien) que se emplea la misma expresión en la Septuaginta, pero nunca referida a Dios —excepto en el caso del Salmo 89.27 (πατήρ μου εἶ σύ), que se excluye a sí mismo (no es dicha por un hombre), y no tiene un valor distinto que en el caso de Jeremías 2.27, donde la misma expresión (πατήρ μου εἶ σύ) es dicha a un palo, posiblemente un falo—, y mucho menos pudo existir un grupo de judíos que dijeran o que pensaran que un vulgar charlatán o un impostor (ὁ πλάνος, Mt 27.63) que fue ajusticiado era el Hijo de Dios.
Incluso en el ámbito griego, la deificación no se concedía a cualquiera, por muchos méritos que tuviera. Como declara Aberto Bernabé, la idea de la divinización resultaba excepcional en el mundo religioso griego. Sólo en época helenística se integra la deificación del muerto en el marco de la religión oficial, como un privilegio reservado a los soberanos (Orfeo y la tradición órfica, p.654). Y en efecto, Jesús es llamado en los evangelios rey de los judíos (Mc 15.26), pero es evidente que en el siglo I no existió ningún rey de Israel (Jn 1.49) llamado así. El mito de Jesús sale a cada paso en los evangelios, pero los historicistas no lo ven.
23. ὡς τῇ φύσει γεγονότας ἀνθρώπους.
ὅθεν Ἀντίγονος ὁ γέρων, Ἑρμοδότου τινὸς ἐν ποιήμασιν αὐτὸν Ἡλίου παῖδα καὶ θεὸν ἀναγορεύοντος, οὐ τοιαῦτά μοι, εἶπεν, ὁ λασανοφόρος σύνοιδεν.
De Iside et Osiride, 22,23,24.
24. De momento nos contentamos con hacer notar que la célebre obra de Karl Ludwig Schmidt, El marco de la historia de Jesús (Der Rahmen der Geschichte Jesu, 1919), donde se demuestra sin lugar a dudas el carácter artificial del plan topográfico y cronológico de los evangelios, no ha sido todavía refutada.| Ninguna biografía de Jesús puede ya proponer un orden cronológico o topográfico que se funde realmente en los textos (E. Trocmé, Jesús de Nazaret, Herder, p. 20, 33). Schmidt demostró que las suturas o junturas que unen las diferentes perícopas del evangelio de Marcos eran creación del evangelista, y puesto que la mayor parte de la información cronológica y geográfica se encuentra en estas junturas, el bosquejo biográfico no puede ser histórico.
25. Neque enim potest fieri ut per quem sunt omnia, sit unus ex omnibus.
San Ambrosio, De incarnationis dominicae sacramento, 13.
26. les mythes cherchent à expliquer des réalités qui ne sont pas elles-mêmes d'ordre naturel, C. Lévi-Strauss, La pensée sauvage, p. 126.
M. Cantón, La razón hechizada, Ariel, p. 108, 182, 192.
27.Véase la página El mito de Jesús de Nazaret.
28. sine virili semine / non humanus coitus. San León Magno, Sermón 22.3.
San Justino afirma explícitamente varias veces que Jesús fue concebido sin semen, y Orígenes que no nació de coito, sino de una virgen, μὴ ἀπὸ μίξεως ἀλλ' ἀπὸ παρθένου γεννηθῆναι (Contra Celso, 2.69). Véase la página Semen de luz y semen de corrupción.
29. Porque si los evangelios no contuvieran estas cosas, ¿quién podría reprocharnos por lo que Jesús había dicho durante la economía? Orígenes, Contra Celso, 2.26.
30. Ἀλλ' ἐρεῖ ταῦτ' εἶναι πλάσματα καὶ μύθων οὐδὲν διαφέροντα. Orígenes, Contra Celso, 6.77.
31. Aunque a menudo se pasaron mucho en el realismo de las ficciones. Por ejemplo, aunque el mundo no lo conoció (Jn 1.10), ¿cómo no iban a seguir a Jesús miles de hombres en el desierto (Mc 6.31,33; 8.4) —imitando a los antiguos israelitas del Éxodo, puesto que todas estas cosas les sucedieron a ellos en figura, y la roca era Cristo (1Co 10.4,11)—, a todos los cuales daba de comer con solo varios panes, y además sobraba? Si este cuento no pudo ser real en absoluto, el historiador que afirme que Jesús fue un hombre real debe explicar por qué los evangelistas lo escribieron seis veces y con qué criterios de historicidad lo escribieron, y si ellos utilizaron, a la hora de contar los panes y el número de los comensales, el criterio de testimonio múltiple o el criterio de discontinuidad o alguna de las otras majaderías que se han inventado los teólogos para encubrir su pseudociencia. Lo mismo cabe decir y exigir de la resurrección. A estos criterios, extraídos de las cloacas de las Facultades de teología, los historicistas deberían añadir el criterio de la fantasía, pues si ningún hombre puede metamorfosearse, ¿con qué criterio de historicidad escribieron los evangelistas que Jesús se metamorfoseó (μετεμορφώθη, Mc 9.2, Mt 17.2)? ¿O es que piensan que los evangelistas eran unos idiotas consumados? Y si no merecen ningún crédito histórico aquí ni cuando hablan de la resurrección ni en otras muchas ocasiones, ¿por qué dárselo en lo demás? Si los evangelistas estaban mintiendo evidentemente aquí y en otros muchos puntos de la historia, toda la historia que estaban contando era mentira, puesto que todo hombre es falso (Ro 4.3). Como ya he dicho, ellos no escribían desde la realidad del hombre, sino desde la ficticia realidad de Dios. Los historiadores que olviden este dato esencial no hacen otra cosa que fantasear con los textos, que ya de por sí son fantasiosos a simple vista.
En cuanto al ficticio bautismo de Jesús, que los exégetas esgrimen como una prueba de historicidad, basándose en el arbitrario criterio de dificultad (pues es evidente que los evangelistas no vieron ni sintieron ninguna dificultad en ello), aquellos que presumen de conocer la literatura patrística deberían de saber lo que Orígenes dice muy claro: porque los judíos no conectan a Juan con Jesús y el castigo de Juan con el de Jesús (Οὐδὲ γὰρ συνάπτουσι τὸν Ἰωάννην οἱ Ἰουδαῖοι τῷ Ἰησοῦ καὶ τὴν Ἰωάννου τῇ τοῦ Ἰησοῦ κολάσει. Contra Celso, 1.48). Entonces la dificultad está, no en que los cristianos los relacionaran a ambos, sino en que los judíos no los relacionaban, y por tanto, difícilmente pudo existir tal relación, y no pudo ser verdad que Herodes dijera que Jesús era Juan resucitado (Mc 6.14,16; par.).
Según la lectura de Tischendorf y de la Vulgata, Apolo, aunque enseñaba con exactitud acerca de Jesús, solo conocía el bautismo de Juan (Hechos, 18.25), lo que demuestra que no existía ninguna conexión real entre ambos. Y esto mismo se deduce de lo que dice el evangelio de Juan —yo no lo conocía, dos veces seguidas, para recalcarlo mejor, Jn 1.31,33—, pues nunca jamás un hombre diría a otro —y mucho menos siendo judío—, sin conocerlo de nada, y sin estar completamente chiflado, que era el Hijo de Dios, ni que el que viene después de mí, es antes de mí, o que es más poderoso que yo (Jn 1.27,30; Mt 3.11; Lc 3.16). Al igual que los demás evangelistas, pero de una forma mucho más radical, el autor de Juan tiene siempre presente al Hijo de Dios, que no ha existido jamás, ni pudo existir, y no a un hombre histórico.
32. If Christ wrought no miracles, then the Gospels are untrustworthy. / If the Resurrection be merely a spiritual idea, or a mythicised hallucination, then our religion has been founded on an error and a sham. F. W. Farrar, Witness of History to Christ (1870), p. 25.
33. Cuando escribieron los primeros bocetos de los evangelios, después de la guerra de Hadriano con los judíos, de consecuencias devastadoras (vuestra casa se os queda desierta, Mt 23.38. Jerusalén siguió siendo habitada después de la guerra de Vespasiano), los gnósticos situaron al Hijo de Dios en la época de Filón porque Filón y sus camaradas judíos los terapeutas fueron los primeros que se inventaron un Logos Hijo de Dios, que era la versión judía del Logos spermatikos de los estoicos.
34. Véase la página Alegoría y ficción.
Según la lectura de Tischendorf y de la Vulgata, Apolo, aunque enseñaba con exactitud acerca de Jesús, solo conocía el bautismo de Juan (Hechos, 18.25), lo que demuestra que no existía ninguna conexión real entre ambos. Y esto mismo se deduce de lo que dice el evangelio de Juan —yo no lo conocía, dos veces seguidas, para recalcarlo mejor, Jn 1.31,33—, pues nunca jamás un hombre diría a otro —y mucho menos siendo judío—, sin conocerlo de nada, y sin estar completamente chiflado, que era el Hijo de Dios, ni que el que viene después de mí, es antes de mí, o que es más poderoso que yo (Jn 1.27,30; Mt 3.11; Lc 3.16). Al igual que los demás evangelistas, pero de una forma mucho más radical, el autor de Juan tiene siempre presente al Hijo de Dios, que no ha existido jamás, ni pudo existir, y no a un hombre histórico.
32. If Christ wrought no miracles, then the Gospels are untrustworthy. / If the Resurrection be merely a spiritual idea, or a mythicised hallucination, then our religion has been founded on an error and a sham. F. W. Farrar, Witness of History to Christ (1870), p. 25.
33. Cuando escribieron los primeros bocetos de los evangelios, después de la guerra de Hadriano con los judíos, de consecuencias devastadoras (vuestra casa se os queda desierta, Mt 23.38. Jerusalén siguió siendo habitada después de la guerra de Vespasiano), los gnósticos situaron al Hijo de Dios en la época de Filón porque Filón y sus camaradas judíos los terapeutas fueron los primeros que se inventaron un Logos Hijo de Dios, que era la versión judía del Logos spermatikos de los estoicos.
34. Véase la página Alegoría y ficción.
35. Para el análisis de esta frase ver Nacido de una mujer.
36. Orígenes, Contra Celso, 7.18.
Para justificar la resurrección de Jesús el autor de los Hechos emplea el salmo segundo: mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy (He 13.33).
El mismo símil del esperma demuestra que la resurrección era asimilada a un nuevo nacimiento o renacimiento: nos ha hecho nacer de nuevo, o, nos reengendró para una esperanza viva (1Pe 1.3). Nótese que para el autor de la Primera epístola de Pedro, este nuevo nacimiento ocurría en esta vida, no después de la muerte. Este nuevo nacimiento era el bautismo, y, en efecto, bautismo y resurrección se identifican en las epístolas (Ro 6.3-5; Co 2.12; 1Pe 3.21).
Este símil que usaban los cristianos, tomado de la religión egipcia (el cristianismo nació en Egipto, no en Judea), encerraba una grave contradicción, pues confunde el principio con el fin, el nacimiento con la muerte; lo cual equivalía a suprimir esta vida terrenal —suicidio: negarse a sí mismo, deneget semetipsum, Mc 8.14, par.— a cambio de una ficticia vida eterna (Jn 12.25). Se confunde el esperma que se siembra en el tierra, es decir, en el útero (no siembras el cuerpo), con el cuerpo que se entierra (se siembra el cuerpo). Lo cual era como decir que se siembra el cuerpo (seminatur corpus) que no se siembra (non corpus seminas). Para que el símil del esperma fuera válido tendría que resucitar el cuerpo físico, de aquí la insistencia en la realidad de la resurrección, y que ellos sostuvieran la resurrección de la carne (τῆς σαρκὸς ἀνάστασιν), predicada ciertamente en las iglesias. A esta tontería (tontería suya también es creer que...) Celso la llamaba, con razón, la esperanza de los gusanos. Porque ¿qué alma de hombre desearía algún día un cuerpo podrido? (Contra Celso, 5.14,18). Pero no era el cuerpo animal o físico lo que resucitaba, sino el cuerpo espiritual, es decir, el alma (alma viviente, 1Co 15.44,45), ya que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios (1Co 15.50), y esta resurrección del alma ocurría en esta vida, ya que, según los cristianos, estamos muertos (essemus mortui, Ef 2.5): el cuerpo era la tumba del alma (Platón). Sin embargo, la resurrección del alma chocaba con la inmortalidad de la misma, porque si el alma era inmortal no tenía ninguna necesidad de resucitar o embutirse en un cuerpo después de la muerte. En otras partes de este blog ya he explicado la solución que los cristianos primitivos daban a este problema, pues para ellos el alma no era inmortal, de aquí que se hable de salvar un alma de la muerte (Sant 5.20). Además, si lo que es de la tierra, de tierra es (Qui est de terra, de terra est, Jn 3.30), de un cuerpo terrenal no podía surgir (ἐγείρεται, surget) un cuerpo celestial (1Co 15.40), y si la corrupción no hereda la incorrupción, lo corruptible no podía vestirse de incorrupción (1Co 15.50-54), como afirmaban ellos, pues del semen corruptible (semine corruptibili), no nace lo incorruptible (Siendo renacidos no de simiente corruptible, sino de incorruptible, 1Pe 1.23).
Notése que, según los cristianos, la carne Cristo no vio la corrupción (Hechos, 2.31, 13.37), es decir, su carne era una carne falsa, o dicho de otra forma, nunca se encarnó, puesto que el que siembra en su carne, de la carne segará corrupción (qui seminat in carne sua, de carne et metet corruptionem, Gál 6.8). Por tanto, Jesús nunca fue sembrado en su carne, que era exactamente lo que afirmaban los gnósticos: dicen que él no nació ni se encarnó (nota 18). En efecto, quien no vio la corrupción nunca nació, porque el nacimiento es el principio de la corrupción (Filón, De decalogo, 58). Y no se olvide que para ellos Dios era incorruptible (Ro 1.23). Jesús nunca estuvo en un cuerpo de carne, carne de la que se vende en la carnicería (1Co 10.25) y no simbólica (Su carne es el Logos, Evangelio de Felipe, 57.6), por una razón fundamental y evidente, porque los que están en la carne no pueden agradar a Dios (οἱ δὲ ἐν σαρκὶ ὄντες θεῷ ἀρέσαι οὐ δύνανται. qui autem in carne sunt, Deo placere non possunt, Ro 8.8). Razón por la que ellos, para agradar a Dios —y vencer al Diablo—, mortificaban la carne (mortificate membra vestra, Col 3.5), mediante horribles penitencias que a menudo los llevaban a la muerte, porque el morir es ganancia, y nos complacemos más en salir fuera del cuerpo (Fi 1.21; 2Co 5.8), encantador y glorioso suicidio que llamaban con el eufemismo de martirio.
37. 2Co 5.6. En el texto hay un juego de palabras entre los verbos ἐνδημέω / ἐκδημέω, referidos al cuerpo como morada del alma. Orígenes usaba casi siempre el término ἐπιδημία para referirse a la parusía o residencia en la tierra de Jesucristo, término que, como los dos anteriores, tenía en él una fuerte connotación gnóstica.
38. Porque es propio de nosotros servirnos de los dichos de los profetas, los que muestran que Jesús es el Cristo anunciado por ellos de antemano, y que demuestran por los escritos proféticos las cosas sobre Jesús que se han cumplido en los evangelios. Orígenes, Contra Celso, 1.45; 3.23; 6.35.
Esta ficticia convicción está ampliamente atestiguada en los primeros escritores cristianos. Y así, san Ireneo podía decir, como si fuera algo evidente, que los escritos de Moises son palabras de Cristo, y que es evidente que el Hijo de Dios está inseminado (sembrado) en todas partes en sus Escrituras. Quoniam autem Moysi literae verba sint Christi. Scilicet quod inseminatus est ubique in Scripturis ejus Filius Dei. Adversus haereses, 4.2.3; 4.10.1.
39. Es sabido que el texto de Juan 1.13 ofrece dos lecciones. Una está en plural: los cuales. La otra está en singular: el cual [o sea, el Verbo] no de la sangre... La lectura en singular es la más antigua y la más difundida. Este cambio fue hecho ¡¡por los gnósticos!! S. de Fiores, Diccionario de mariología, p. 1991 s.
Nótese que aquí voluntad de carne, en estricto paralelo con voluntad de varón, equivale a voluntad de mujer, y por esto se habla de sangres (αἱμάτων, en plural , y no en singular, como traducen todos): la de la mujer y la del hombre, pues desde Aristóteles se pensaba que el semen era un residuo purificado de la sangre. Por tanto, el autor de Juan está negando que el Hijo de Dios naciera de una mujer.
40. Este estado espiritual de ego in eis, equivalente a un embarazo (Gál 4.19), se conseguía de forma natural comiendo y bebiendo el Semen divino, porque todos hemos bebido de un mismo Espíritu, que es el que da vida (1Co 12.13, 15.45; Jn 6.63). Puesto que el semen, sustancia de la vida, contenía el Espíritu, que era el principio de la vida, el o la que comía el semen obtenía la vida eterna (Gál 6.8). Esta era la verdadera eucaristía, pues comiendo el Semen comemos el Espíritu de Dios, y comemos al «Hijo». Jesús es definido como el pan de la vida (Jn 6.35,48). Comemos semen incluso a nivel simbólico, pues el pan es trigo, que es esencialmente semilla o simiente, es decir, semen. El hombre de la antigüedad (vuelvo a decirlo aquí por enésima vez) no distinguía entre la semilla vegetal y el semen animal. Pero el semen del hombre era la Semilla por excelencia, aquello que lo hacía igual a Dios, puesto que por él podía procrear y transmitir la vida, es decir, el alma, fecundando la tierra, es decir, el útero femenino. Por esto el semen se identificaba con el agua que fecunda la tierra: el semen era el agua de la vida (Jn 4.10, 7.38, Ap 7.17, 21.6), y por esto el bautismo representaba simbólicamente un nuevo nacimiento, como si se volviera a entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer de nuevo (Jn 3.3-7), y por esto el evangelio de Juan habla de nacer del agua y del espíritu, y ser bautizado en el Espíritu o en Cristo era ser bautizado con el Semen divino, es decir, con el Hijo (Jn 1.33,34; Gál 3.27). Y hay que recordar que el semen se definía, desde Aristóteles y los estoicos, como una sustancia compuesta de agua y pneuma o espíritu.
41. Cristo no ha existido en la sustancia de la carne.
Christum autem non in substantia carnis fuisse. Pseudo-Tertuliano, Libellus adversus omnes haereses, 2.4.
ουδ’ ὅτι εἰς σάρκα ἦλθεν ὁ κύριος ουδ’ ὅτι ἐκ Μαρίας ἐγεννήθη
que el Señor no vino en carne y que no nació de María. Papyrus Bodmer X, 14.
A esta clara negación de la existencia histórica de Jesús se refería Orígenes cuando dice que los ofitas niegan totalmente a Jesús (τὸν Ἰησοῦν ἐξ ὅλων ἀρνούμενοι, Contra Celso, 7.40). Los ofitas no eran más imbéciles que los autores de los evangelios.
42. οὐδαμῶς ἐστιν ἄνθρωπος. Orígenes, Homiliae in Jeremiam, 15.6.
43. ὅτι δὲ μύθου πλάσμα τοῦτ᾿ ἐστι, συνιδεῖν ἐκ πολλῶν ῥᾴδιον. Pseudo-Filón, De aeternitate mundi, 58.
36. Orígenes, Contra Celso, 7.18.
Para justificar la resurrección de Jesús el autor de los Hechos emplea el salmo segundo: mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy (He 13.33).
El mismo símil del esperma demuestra que la resurrección era asimilada a un nuevo nacimiento o renacimiento: nos ha hecho nacer de nuevo, o, nos reengendró para una esperanza viva (1Pe 1.3). Nótese que para el autor de la Primera epístola de Pedro, este nuevo nacimiento ocurría en esta vida, no después de la muerte. Este nuevo nacimiento era el bautismo, y, en efecto, bautismo y resurrección se identifican en las epístolas (Ro 6.3-5; Co 2.12; 1Pe 3.21).
Este símil que usaban los cristianos, tomado de la religión egipcia (el cristianismo nació en Egipto, no en Judea), encerraba una grave contradicción, pues confunde el principio con el fin, el nacimiento con la muerte; lo cual equivalía a suprimir esta vida terrenal —suicidio: negarse a sí mismo, deneget semetipsum, Mc 8.14, par.— a cambio de una ficticia vida eterna (Jn 12.25). Se confunde el esperma que se siembra en el tierra, es decir, en el útero (no siembras el cuerpo), con el cuerpo que se entierra (se siembra el cuerpo). Lo cual era como decir que se siembra el cuerpo (seminatur corpus) que no se siembra (non corpus seminas). Para que el símil del esperma fuera válido tendría que resucitar el cuerpo físico, de aquí la insistencia en la realidad de la resurrección, y que ellos sostuvieran la resurrección de la carne (τῆς σαρκὸς ἀνάστασιν), predicada ciertamente en las iglesias. A esta tontería (tontería suya también es creer que...) Celso la llamaba, con razón, la esperanza de los gusanos. Porque ¿qué alma de hombre desearía algún día un cuerpo podrido? (Contra Celso, 5.14,18). Pero no era el cuerpo animal o físico lo que resucitaba, sino el cuerpo espiritual, es decir, el alma (alma viviente, 1Co 15.44,45), ya que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios (1Co 15.50), y esta resurrección del alma ocurría en esta vida, ya que, según los cristianos, estamos muertos (essemus mortui, Ef 2.5): el cuerpo era la tumba del alma (Platón). Sin embargo, la resurrección del alma chocaba con la inmortalidad de la misma, porque si el alma era inmortal no tenía ninguna necesidad de resucitar o embutirse en un cuerpo después de la muerte. En otras partes de este blog ya he explicado la solución que los cristianos primitivos daban a este problema, pues para ellos el alma no era inmortal, de aquí que se hable de salvar un alma de la muerte (Sant 5.20). Además, si lo que es de la tierra, de tierra es (Qui est de terra, de terra est, Jn 3.30), de un cuerpo terrenal no podía surgir (ἐγείρεται, surget) un cuerpo celestial (1Co 15.40), y si la corrupción no hereda la incorrupción, lo corruptible no podía vestirse de incorrupción (1Co 15.50-54), como afirmaban ellos, pues del semen corruptible (semine corruptibili), no nace lo incorruptible (Siendo renacidos no de simiente corruptible, sino de incorruptible, 1Pe 1.23).
Notése que, según los cristianos, la carne Cristo no vio la corrupción (Hechos, 2.31, 13.37), es decir, su carne era una carne falsa, o dicho de otra forma, nunca se encarnó, puesto que el que siembra en su carne, de la carne segará corrupción (qui seminat in carne sua, de carne et metet corruptionem, Gál 6.8). Por tanto, Jesús nunca fue sembrado en su carne, que era exactamente lo que afirmaban los gnósticos: dicen que él no nació ni se encarnó (nota 18). En efecto, quien no vio la corrupción nunca nació, porque el nacimiento es el principio de la corrupción (Filón, De decalogo, 58). Y no se olvide que para ellos Dios era incorruptible (Ro 1.23). Jesús nunca estuvo en un cuerpo de carne, carne de la que se vende en la carnicería (1Co 10.25) y no simbólica (Su carne es el Logos, Evangelio de Felipe, 57.6), por una razón fundamental y evidente, porque los que están en la carne no pueden agradar a Dios (οἱ δὲ ἐν σαρκὶ ὄντες θεῷ ἀρέσαι οὐ δύνανται. qui autem in carne sunt, Deo placere non possunt, Ro 8.8). Razón por la que ellos, para agradar a Dios —y vencer al Diablo—, mortificaban la carne (mortificate membra vestra, Col 3.5), mediante horribles penitencias que a menudo los llevaban a la muerte, porque el morir es ganancia, y nos complacemos más en salir fuera del cuerpo (Fi 1.21; 2Co 5.8), encantador y glorioso suicidio que llamaban con el eufemismo de martirio.
37. 2Co 5.6. En el texto hay un juego de palabras entre los verbos ἐνδημέω / ἐκδημέω, referidos al cuerpo como morada del alma. Orígenes usaba casi siempre el término ἐπιδημία para referirse a la parusía o residencia en la tierra de Jesucristo, término que, como los dos anteriores, tenía en él una fuerte connotación gnóstica.
38. Porque es propio de nosotros servirnos de los dichos de los profetas, los que muestran que Jesús es el Cristo anunciado por ellos de antemano, y que demuestran por los escritos proféticos las cosas sobre Jesús que se han cumplido en los evangelios. Orígenes, Contra Celso, 1.45; 3.23; 6.35.
Esta ficticia convicción está ampliamente atestiguada en los primeros escritores cristianos. Y así, san Ireneo podía decir, como si fuera algo evidente, que los escritos de Moises son palabras de Cristo, y que es evidente que el Hijo de Dios está inseminado (sembrado) en todas partes en sus Escrituras. Quoniam autem Moysi literae verba sint Christi. Scilicet quod inseminatus est ubique in Scripturis ejus Filius Dei. Adversus haereses, 4.2.3; 4.10.1.
39. Es sabido que el texto de Juan 1.13 ofrece dos lecciones. Una está en plural: los cuales. La otra está en singular: el cual [o sea, el Verbo] no de la sangre... La lectura en singular es la más antigua y la más difundida. Este cambio fue hecho ¡¡por los gnósticos!! S. de Fiores, Diccionario de mariología, p. 1991 s.
Nótese que aquí voluntad de carne, en estricto paralelo con voluntad de varón, equivale a voluntad de mujer, y por esto se habla de sangres (αἱμάτων, en plural , y no en singular, como traducen todos): la de la mujer y la del hombre, pues desde Aristóteles se pensaba que el semen era un residuo purificado de la sangre. Por tanto, el autor de Juan está negando que el Hijo de Dios naciera de una mujer.
40. Este estado espiritual de ego in eis, equivalente a un embarazo (Gál 4.19), se conseguía de forma natural comiendo y bebiendo el Semen divino, porque todos hemos bebido de un mismo Espíritu, que es el que da vida (1Co 12.13, 15.45; Jn 6.63). Puesto que el semen, sustancia de la vida, contenía el Espíritu, que era el principio de la vida, el o la que comía el semen obtenía la vida eterna (Gál 6.8). Esta era la verdadera eucaristía, pues comiendo el Semen comemos el Espíritu de Dios, y comemos al «Hijo». Jesús es definido como el pan de la vida (Jn 6.35,48). Comemos semen incluso a nivel simbólico, pues el pan es trigo, que es esencialmente semilla o simiente, es decir, semen. El hombre de la antigüedad (vuelvo a decirlo aquí por enésima vez) no distinguía entre la semilla vegetal y el semen animal. Pero el semen del hombre era la Semilla por excelencia, aquello que lo hacía igual a Dios, puesto que por él podía procrear y transmitir la vida, es decir, el alma, fecundando la tierra, es decir, el útero femenino. Por esto el semen se identificaba con el agua que fecunda la tierra: el semen era el agua de la vida (Jn 4.10, 7.38, Ap 7.17, 21.6), y por esto el bautismo representaba simbólicamente un nuevo nacimiento, como si se volviera a entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer de nuevo (Jn 3.3-7), y por esto el evangelio de Juan habla de nacer del agua y del espíritu, y ser bautizado en el Espíritu o en Cristo era ser bautizado con el Semen divino, es decir, con el Hijo (Jn 1.33,34; Gál 3.27). Y hay que recordar que el semen se definía, desde Aristóteles y los estoicos, como una sustancia compuesta de agua y pneuma o espíritu.
41. Cristo no ha existido en la sustancia de la carne.
Christum autem non in substantia carnis fuisse. Pseudo-Tertuliano, Libellus adversus omnes haereses, 2.4.
ουδ’ ὅτι εἰς σάρκα ἦλθεν ὁ κύριος ουδ’ ὅτι ἐκ Μαρίας ἐγεννήθη
que el Señor no vino en carne y que no nació de María. Papyrus Bodmer X, 14.
A esta clara negación de la existencia histórica de Jesús se refería Orígenes cuando dice que los ofitas niegan totalmente a Jesús (τὸν Ἰησοῦν ἐξ ὅλων ἀρνούμενοι, Contra Celso, 7.40). Los ofitas no eran más imbéciles que los autores de los evangelios.
42. οὐδαμῶς ἐστιν ἄνθρωπος. Orígenes, Homiliae in Jeremiam, 15.6.
43. ὅτι δὲ μύθου πλάσμα τοῦτ᾿ ἐστι, συνιδεῖν ἐκ πολλῶν ῥᾴδιον. Pseudo-Filón, De aeternitate mundi, 58.
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En esta página, ídolos itifálicos típicos de Camerún.
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