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εἰ δὲ ὑμεῖς Χριστοῦ, ἄρα τοῦ Ἀβραὰμ σπέρμα ἐστέ
y si vosotros (sois) de Cristo, luego esperma de Abraham sois
si autem vos Christi, ergo semen Abrahæ estis
y si vosotros (sois) de Cristo, luego semen de Abraham sois
Gálatas, 3.29
nonne
vere crucifixus est Deus? nonne vere mortuus, ut vere crucifixus? nonne
vere resuscitatus, ut vere scilicet mortuus? Falso ergo statuit inter
nos scire Paulus tantum Jesum crucifixum, falso sepultum ingessit, falso
resuscitatum inculcavit. Falsa est igitur et fides notra, et phantasma
est totum quod speramus a Christo.
¿No ha sido crucificado Dios verdaderamente? ¿No murió verdaderamente, como verdaderamente crucificado? ¿No resucitó verdaderamente, como verdaderamente muerto, por supuesto? Luego falsamente juzgó Pablo saber entre nosotros solo a Cristo crucificado (1Co 2.2), falsamente añadió que fue sepultado, falsamente inculcó que resucitó (1Co 15.4). Y por tanto, falsa es nuestra fe, y es un fantasma todo lo que esperamos de Cristo.
Tertuliano, De carne Christi, 5.3
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He reunido en esta página los artículos que publiqué en algún foro de internet sobre la inexistencia de Jesús. En ellos expongo brevemente el desconocimiento de la ficticia historia de Jesús que muestran los autores de las epístolas, y en conexión con este desconocimiento, la omnipresencia del mito. El Jesús o Cristo de las epístolas es enteramente un mito del cielo (Ro 10.6; 1Co 15.47; Ef 1.3; 2.6; 1Te 1.10; Heb 9.24; 1Pe 3.22). Es el Hijo de Dios y la imagen de Dios, y no un hombre histórico, desde el momento en que los textos demuestran con toda evidencia que, para sus autores, la ficción de un Hijo de Dios era totalmente incompatible con la existencia real de un hombre cualquiera, de forma que si éste existió realmente aquél no habría sido inventado nunca, y viceversa, si el Hijo de Dios fue efectivamente inventado, entonces su paredro humano fue también un puro invento posterior, pues éste es presentado en los evangelios como el verdadero Hijo de Dios. El segundo hombre, como lo llama el autor de la epístola 1 Corintios, era una ficción absoluta, y no tenía nada que ver con un hombre real, pues tan real y tan ficticio era Dios como su Hijo (1Co 1.9; 15.47).
Este desconocimiento y la omnipresencia del mito demuestran que todas las hipótesis de los historicistas son ilusorias. En las epístolas nunca se mencionan Galilea ni Nazaret, a pesar de mencionar otras muchas provincias y ciudades. Para darse cuenta de la trascendencia de este desconocimiento —o silencio, como lo han llamado otros—, conviene recordar que las epístolas tienen una extensión de más de 1/3 de todo el Nuevo Testamento. Como contraste, el conjunto de las epístolas tiene una extensión de más del doble de la que tiene el libro de los Hechos, y sin embargo en este se utilizan 14 veces las palabras Galilea, Nazaret y sus gentilicios. Solo las tres primeras epístolas del Nuevo Testamento tienen la misma extensión que el evangelio de Mateo, donde se utilizan 21 veces las palabras Galilea, Nazaret y nazareno. Esto demuestra que la historia de Jesús era una historia inventada posteriormente a la redacción de las epístolas. Los autores de las epístolas ignoran por completo que existiera un Jesús de Nazaret o nazareno, lo que hasta las criadas, los soldados, los ángeles y los demonios sabían (Mc 1.23; 14.67; 16.6; Mt 26.71, Jn 18.5,7). El gentilicio nazareno se aplica a Jesús incluso ya resucitado (Jesús mismo se autodenomina con él dirigiéndose al ficticio Pablo, y éste también usa, en Hechos, el nombre de Jesús nazareno. Mc 16.6, Lc 24.19; Hechos, 2.22; 3.6; 4.10; 22.8; 26.9), por lo que ninguna hipótesis historicista puede explicar que este término nunca se emplee en toda la extensión de las epístolas.
He numerado los artículos para distinguirlos unos de otros, y algunas de las cosas que se dicen en ellos se repiten en otras páginas de este blog.
Este desconocimiento y la omnipresencia del mito demuestran que todas las hipótesis de los historicistas son ilusorias. En las epístolas nunca se mencionan Galilea ni Nazaret, a pesar de mencionar otras muchas provincias y ciudades. Para darse cuenta de la trascendencia de este desconocimiento —o silencio, como lo han llamado otros—, conviene recordar que las epístolas tienen una extensión de más de 1/3 de todo el Nuevo Testamento. Como contraste, el conjunto de las epístolas tiene una extensión de más del doble de la que tiene el libro de los Hechos, y sin embargo en este se utilizan 14 veces las palabras Galilea, Nazaret y sus gentilicios. Solo las tres primeras epístolas del Nuevo Testamento tienen la misma extensión que el evangelio de Mateo, donde se utilizan 21 veces las palabras Galilea, Nazaret y nazareno. Esto demuestra que la historia de Jesús era una historia inventada posteriormente a la redacción de las epístolas. Los autores de las epístolas ignoran por completo que existiera un Jesús de Nazaret o nazareno, lo que hasta las criadas, los soldados, los ángeles y los demonios sabían (Mc 1.23; 14.67; 16.6; Mt 26.71, Jn 18.5,7). El gentilicio nazareno se aplica a Jesús incluso ya resucitado (Jesús mismo se autodenomina con él dirigiéndose al ficticio Pablo, y éste también usa, en Hechos, el nombre de Jesús nazareno. Mc 16.6, Lc 24.19; Hechos, 2.22; 3.6; 4.10; 22.8; 26.9), por lo que ninguna hipótesis historicista puede explicar que este término nunca se emplee en toda la extensión de las epístolas.
He numerado los artículos para distinguirlos unos de otros, y algunas de las cosas que se dicen en ellos se repiten en otras páginas de este blog.
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1.
Para los que no creemos en los mitos no hay ningún problema en admitir que realmente existió hace dos mil años un hombre judío llamado Jesús que no era el Hijo de Dios, ni hacía milagros ni resucitó. Pero si el Hijo de Dios, los milagros y la resurrección son ficciones evidentes, ¿por qué este hombre iba a estar fuera de la ficción? Aunque Dios eligió lo necio del mundo (1 Cor 1.27), los cristianos primitivos no podían ser tan tontos para creer que un vulgar charlatán o un miserable vagabundo de Galilea fuera el Hijo de Dios. Si Cristo hubiera sido un hombre ¿por qué el autor de las cartas paulinas iba a decir que nadie se gloríe en los hombres? (1 Cor 3.21) o ¿por qué dijo que él no aprendió el evangelio de ningún hombre? (Gál 1.12). ¿Y cómo iban ellos a ser tan estúpidos como para seguir a este miserable hombre, si esto los habría convertido automáticamente en seguidores de Satánas, que no piensa las cosas de Dios, sino las de los hombres? (Mr 8.33; Mt 16.23). Si Cristo hubiera sido un hombre ¿qué sentido tendría que ellos afirmaran que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos, 5.29)?
Los cristianos primitivos afirmaban y aseguraban que Jesús era el Hijo de Dios, es decir, Dios hecho hombre, es decir, Jesús era para ellos un mito.
Ni Filón de Alejandría ni Séneca ni ninguno de sus posibles contemporáneos menció nunca a este hombre ficticio. Pero el hecho de que ninguno de sus posibles contemporáneos escribiera nada acerca de este ficticio hombre no demuestra que no existiera, aunque ello sea motivo suficiente para dudar de su existencia, sobre todo teniendo en cuenta que los evangelios insisten en que era famosísimo. Sin embargo, la demostración de que este hombre era ficticio está en sentido contrario: en el hecho de que los que nunca jamás pudieron ser sus contemporáneos, es decir, los profetas, habían escrito sobre él. Los autores de los evangelios y los primeros escritores cristianos insistían en este punto crítico con especial ahínco. El continuo recurso a las profecías demuestra por sí solo que toda la historia de Cristo era ficticia, ya que las profecías son ficciones. Todos los libros del Nuevo Testamento llevan este signo notorio de ficción. Lo que a juicio de los primeros cristianos demostraba la veracidad de la historia de Jesús (Hechos, 17.3; 18.28; 26.22,23) es por esto mismo la demostración de su falsedad. Toda la historia de Jesús está basada en las profecías, es decir, en puras fantasías o sueños (Nm 12.6, Dt 13.1,5, Jer 25.25-32; 29.8, Eclo 34.1-7). Porque a muchos engañaron los sueños (Eclo 34.7).
2.
Para los cristianos primitivos el fin del mundo era inminente, es decir, Cristo todavía no había venido, ni había venido antes. Por esto los judíos creían que su venida sería única (unum existimaverunt, Tertuliano, Apologético, 21.15). El error de los cristianos consistió en mantener las dos ficciones a la vez: la ficción de la venida de Cristo y la ficción del fin del mundo, expuestas ambas con toda claridad en los evangelios, pero no así en las epístolas, cuyos autores ignoraban que Cristo hubiera venido, y solo consideran su existencia eterna y celestial (y por tanto, no terrenal) y el inminente fin de este mundo. Cuando los autores gnósticos de los evangelios se inventaron su existencia terrenal no pudieron prescindir de la ficción del fin del mundo, porque la venida o parusía de Cristo implicaba el fin de este mundo (2Pe 3.10-12). Para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del Diablo (1Jn 3.8). El mundo era obra del Diablo, el Demiurgo gnóstico, ya que todo el mundo (mundus totus) está bajo el Maligno (1Jn 5.19). No pasará esta generación antes que todo esto suceda (Mc 13.30; Mt 24-34; Lc 21.32). Sin embargo, aquella generación pasó y el fin del mundo nunca ocurrió, lo que demuestra que el Hijo de Dios nunca vino ni vendrá de ninguna galaxia. Además, si ya está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28.20), ¿cómo y cuándo va a venir a nosotros si ya está con nosotros desde antes de los tiempos (Col 1.17)?
3.
Todos los cristianos deberían de comprender, por la cuenta que les trae, que si Jesús hubiera existido realmente y hubiera sido un hombre de verdad, su religión no tendría ningún sentido, puesto que Jesús era autor de salvación eterna, y en ningún otro hay salvación (Heb 5.9, Hechos, 4.12). Es decir, ningún hombre de verdad, nacido de la unión sexual y verdadera de un hombre y una mujer de verdad (todos los cristianos primitivos negaban rotundamente tal nacimiento de Jesús) podía ser autor de salvación y por tanto Jesús fue un hombre ficticio. Según san Cirilo de Jerusalén, si la enantropēsis (ἐνανθρώπησις, enhumanación, como encarnación, ἐνσάρκωσις) era un fantasma, la salvación también es un fantasma.1 Este modo de pensar demuestra por sí solo que Jesús había sido, efectivamente, una ilusión o una ficción —cosa que declaraban todos los gnósticos—, de lo contrario nunca se habría planteado esa cuestión. El mismo término enantropēsis revela la ficción, pues se refiere a Dios, ya que un hombre no puede convertirse en un hombre, excepto si no lo es. Es decir, el Hijo de Dios (el Semen de Dios, 1Jn 3.9), que es el Semen de los hombres —la luz de los hombres, Jn 1.4—, pues Dios está en vosotros, 1Co 3.6, 6.19, 14.25; Ro 8.9s), que es una ficción, se hizo hombre. Naturalmente, una ficción convertida en realidad sigue siendo una ficción.2 La insistencia en la realidad de la encarnación demuestra que Jesús no había existido realmente. El problema era que si Jesús hubiera sido un hombre real, su divinidad sería ficticia, ya que ningún hombre tiene ni puede tener dos naturalezas. Sin la ficción de un Hijo de Dios el cristianismo nunca habría existido, y si Jesús no hubiera sido ficticio, no habría sido Hijo de Dios, habría sido hijo de un hombre y una mujer de carne y hueso, algo que, vuelvo a repetir, nunca afirmaron los cristianos primitivos, puesto que según ellos Jesús nació del Espíritu o Semen de Dios (Mt 1.20, Lc 1.35), lo cual es una ficción como un castillo.
Tertuliano lo expresó perfectamente diciendo que si Jesús no fue verdaderamente Dios crucificado (nonne vere crucifixus est Deus) todo fue falso y por tanto falsa es nuestra fe, y es un fantasma todo lo que esperamos de Cristo (De carne Christi, 5.3). Es decir, la salvación era igualmente un fantasma o una ilusión si Jesús hubiera sido un hombre real. Por esto san Agustín podía afirmar: No camino en nombre de un hombre, yo tengo el nombre de Cristo.3 Maldito el hombre que pone su esperanza en un hombre (Maledictus homo qui spem suam ponit in homine, Jr 17.5).
4.
No se trata de investigar si existió realmente o no un hombre llamado Jesús de Nazaret. Si existió realmente este hombre, tanto peor para los cristianos, puesto que entonces ellos construyeron la ficción del Hijo de Dios como un castillo en el aire, ya que Dios no podía ser un hombre, ni un hombre podía ser Dios (Dios soy y no hombre, Os 11.9; tú, hombre eres y no Dios, Ez 28.9; Is 31.3; Núm 23.29) y es maldito el hombre que confía en un hombre (maledictus homo qui confidit in homine, Jr 17.5). Es decir, en el improblable caso de que Jesús hubiera sido un hombre histórico, los cristianos estarían malditos por el mismísimo Dios.
Se trata de comprobar y comprender que es del todo imposible que este hombre existiera, y esta comprobación puede hacerla cualquiera mediante las epístolas del Nuevo Testamento.
Aunque la Iglesia ha dado una datación falsa de las epístolas para ajustarla a su ficticia cronología, es cierto que las epístolas se escribieron mucho antes que los evangelios. Siendo así, es de esperar que en ellas abundaran las referencias a este hombre que estuvo vagando por Galilea, pues ocupan más de 1/3 de todo el Nuevo Testamento. Sólo la epístola a los Romanos, por ejemplo, tiene la extensión de la mitad del evangelio de Juan. Pero tales referencias no existen.
¿Cuántas veces se mencionan Nazaret o Galilea o sus gentilicios en ellas? Ninguna.
¿Cuántas veces se menciona alguna de las ficticias Marías que pululan en los evangelios? Ninguna.
¿Cuántas veces se relaciona a Jerusalén con la vida y muerte de Jesús? Ninguna.
¿Cuantas veces se menciona alguno de sus numerosos milagros o «hechos»? Ninguna.
Téngase en cuenta que el milagro de la multiplicación de los panes, por ejemplo, está relatado ¡seis veces! en los evangelios.
¿Cuántas veces (si exceptuamos 1 Corintios 11.23-25)4 se cita alguno de sus «dichos» o algún fragmento de los discursos celestiales que forman los evangelios, dichos que no se cansarían de repetir los cristianos de siglos posteriores? Ninguna.
Si un análisis detenido de los evangelios demuestra que este hombre era ficticio, las epístolas están plagadas de disparates que corroboran no ya que no existiera, sino que es imposible que existiera. De entrada, el autor o autores de las mismas afirma que Cristo no era de la tierra, sino del cielo (1Co 15.47, Jn 3.31), afirmación incompatible con la realidad de un hombre que ha sido crucificado en este mundo, y que él no recibió ni aprendió el evangelio de ningún hombre (Gál 1.11-12), lo cual no tendría ningún sentido si Cristo hubiera sido un hombre que vivió en su mismo espacio y tiempo. Si Jesús hubiera existido realmente, es imposible que alquien que supuestamente vivió en el mismo tiempo que el ficticio Jesús no mencione a Galilea o Nazaret, o que no lo relacione nunca con Jerusalén. Esto sería como escribir un libro sobre Hitler sin mencionar nunca a Alemania o los sucesos de la II Guerra mundial.
En la epístola a los Hebreos 7.3 leemos del Hijo de Dios: sin padre, sin madre, sin genealogía, que ni tiene principio de días, ni fin de vida, y más adelante leemos que no entró Cristo en el santurario hecho de mano o santurario mundano (Heb 8.2, 9.1,11,24). Es decir, el autor de esta epístola negaba que Cristo hubiera tenido un padre y una madre, e ignoraba totalmente la trifulca de Jesús con los cambistas en el templo o que enseñaba cada día en el templo (Lc 19.47; 21.37; Mt 26.55; Mc14.49; Jn 7.14, 8.2).
¿Y por qué el autor de las epístolas de Juan nos informa que había muchos (πολλοὶ) que negaban que Jesucristo ha venido en carne (1Jn 3.4, 2Jn 7)?. Esto sería tan absurdo como si hoy muchos dijeran que Hitler no fue un hombre de carne y hueso, sino un espíritu, que es lo que los gnósticos, que fueron los que redactaron las epístolas y los evangelios, afirmaban de Jesús: El Señor es Espíritu (2Co 3.17), un Espíritu al que ninguno de los hombres ha visto ni puede ver (1Ti 6.16).
5.
Existe un método muy sencillo para descubrir los rasgos y amplitud de la ficción de la historia de Jesús, que consiste en analizar los puntos anteriormente expuestos del mutismo de las epístolas sobre tal historia:
—1. ¿Se menciona en las epístolas el nombre de alguna ciudad, de alguna región o provincia que contraste con la ausencia de los nombres de Galilea o Nazaret? Sí.
Tan solo en la breve epístola 2 Timoteo, por ejemplo, son mencionadas todas estas ciudades y regiones: Roma, Antioquía, Iconio, Listra, Éfeso (2 veces), Tesalónica, Troas, Corinto, Mileto, Asia, Galacia y Dalmacia.
Dado que en las epístolas se mencionan numerosas ciudades, que no se mencione nunca a Nazaret o Galilea significa, simple y llanamente, que los autores de las mismas ignoraban por completo que el Hijo de Dios había vivido en Nazaret o en Galilea.
—2. ¿Se menciona en las epístolas el nombre de alguna mujer, que contraste con la ausencia de los nombres de las ficticias mujeres de los evangelios? Sí.
Hallamos, entre otras muchas, a tu abuela Loida y a tu madre Eunice (2Ti 1.5), a Evodia y a Síntique, que han luchado mucho por el evangelio conmigo (Fil 4.2-3), a Febe, la cual es diaconisa de la iglesia, y a Trifena y a Trifosa, las cuales trabajan en el Señor (Ro 16.1,12). También se mencionan los nombres de mujeres bíblicas, para hablarnos, por ejemplo, del coño (vulvam) muerto de Sara o de cuando Rebeca concibió de uno (Ro 4.19; 9.10).
Dado que en las epístolas se mencionan a numerosas mujeres, que nunca se mencione a ninguna de las mujeres de los evangelios significa, simple y llanamente, que los autores de las mismas ignoraban por completo que la «mujer» de la que nació el Hijo de Dios (Gál 4.4) se llamaba María, y que otra mujer llamada también María (Magdalena) le siguió desde Galilea y presenció su horrible muerte y su resurrección (Lc 23.49,45, Mt 27.56,61, Jn 20.11-18). Los autores de las epístolas hablan a menudo de la resurrección, hasta el punto de considerar esta ficción una condición sine qua non de la fe cristiana (1Co 15.17), ¿cómo se explica entonces que ellos nunca mencionen a María Magdalena, que fue la principal testigo de este cuento?
—3. ¿Se menciona en las epístolas el nombre de Jerusalén sin relacionarlo con la vida y muerte de Jesús? Sí.
Aparte de llevar vuestro donativo a Jerusalén (1Co 16.3, Ro 15.25), que nada tiene que ver con la vida y aventuras del ficticio Jesús, en la epístola a los Gálatas 4.25-31, por ejemplo, se nos dice que los «hijos» de la Jerusalén de ahora no son «hijos de Dios», lo cual significa que el Hijo de Dios no había nacido según la carne, y que el autor, fuera quien fuese, de estas palabras ignoraba totalmente que el Hijo de Dios había estado predicando y que había muerto y resucitado en Jerusalén. Si Jesús hubiera sido un hombre histórico, un hombre de carne y hueso que entró triunfalmente en Jerusalén montado en un burro y que había arrastrado su cuerpo por el Calvario, ellos nunca habrían podido contraponer a esta Jerusalén «según la carne» la ficticia Jerusalén celestial, la ciudad del Dios vivo (Heb 12.22).
Lo mismo ocurre con Judea, que es mencionada cuatro veces en las epístolas (Ro 15.31; 2Co 1.16; Gál 1.22; 2Te 2.14). Sin embargo, aunque en ellas se habla de las iglesias de Judea en Cristo (Gál 1.22; 2Te 2.14), nunca se relaciona con Judea la predicación del ficticio Jesús, a pesar de que los evangelios lo sitúan allí (Mc 10.1; Mt 19.1; Lc 23.5; Jn 3.22; 11.7).
—4. ¿Se mencionan en las epístolas hechos, circunstancias o experiencias de la vida cotidiana de los hombres de aquella época que contrasten con el mutismo total sobre los hechos y milagros que nunca realizó Jesús? Sí.
Se habla de cosas tan importantes y edificantes como que hay entre vosotros fornicación, y que alguno tiene la mujer de su padre, que tienen «pleitos» y «disensiones» entre ellos (1Co 5.1; 6.7; 11.18), que hay ¡falsos apóstoles! que predican ¡a otro Jesús! y siguen ¡un evangelio diferente! (2 Co 11.4,13, Gál 1.6-9), que algunos tenían la sublime misión de profetizar, es decir, de inventarse el lenguaje ficticio de Dios (1Co 14, Amós, 3.8). También se habla de mujerzuelas cargadas de pecados y de hombres corruptos de entendimiento (2Ti 3.6,8, Tito, 1.15).
Pues bien, los autores de las epístolas ignoraban totalmente la existencia de los maravillosos hechos y milagros del divino Jesús, pues no dedicaron ni una sola línea a hablar de ellos.
—5. ¿Se citan en las epístolas «las palabras de Dios», a diferencia de lo que ocurre con las palabras ficticias de Jesús en los evangelios, que (excepto 1 Corintios 11.23-25)4 nunca son citadas? Sí.
Las epístolas contienen numerosas citas del Antiguo Testamento, pero los que a menudo citaban «la palabra de Dios» se olvidaron de citar las palabras de su Hijo. La impostura de «las palabras del Señor» se pone de manifiesto cuando comprobamos que quien utiliza en varias ocasiones la expresión «la palabra del Señor» (1Te 1.8; 4.15; 2Te 3.1), o incluso «la palabra de Cristo» (Col 3.16), ignoraba por completo las muchas palabras y discursos que nunca dijo Cristo, cuando iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio (Lc 8.1; 4.43) o cuando estaba enseñando diariamente en el templo de Jesusalén (Mt 26.55, Mc 14.49, Lc 19.47; 21.37; Jn 7.14; 8.2), durante un año y algunos meses, según Orígenes (De principiis, 4.5).
6.
El hecho de que no se halle en las epístolas del Nuevo Testamento ninguna cita de los discursos divinos del Hijo de Dios 4 demuestra claramente que tales discursos, y por tanto el que nunca los pronunció, eran ficticios.
Pero para ponerlo de relieve propongo realizar un pequeño ejercicio de comparación de estas epístolas, supuestamente escritas antes de que transcurriera medio siglo desde la ficticia resurrección de la Luz cósmica (yo soy la luz del cosmos, Jn 8.12; 9.5), con la epístola a Flora del gnóstico Ptolomeo, discípulo de Valentín, escrita en la segunda mitad del siglo II.
Esta epístola, que de camino demuestra que el gnosticismo fue el cristianismo original, nos dice lo que ninguna de las epístolas del Nuevo Testamento dice, y sin embargo debería decir, que las palabras de nuestro Salvador, son las únicas que pueden guiarnos sin tropiezos a la comprensión de la realidad.5 Evidentemente, los autores de las epístolas no se guiaban en absoluto por las palabras del Salvador. En efecto, Ptolomeo da fe de ello, y en el desarrollo de la epístola, algo más corta que las epístolas a los Gálatas o Efesios, presenta ni más ni menos que ¡cuatro! citas de las palabras del Salvador (por cierto, dos de ellas, de varios versículos, con una lectura diferente del texto canónico, pero esto es harina de otro costal).
Si ahora nos fijamos en el principio de la epístola a los Hebreos podremos ver la magnitud del vacío que no llenan las palabras del Hijo de Dios. Esta epístola comienza diciendo que Dios habló (λαλήσας) muchas veces y de muchas maneras a los padres por los profetas, y que en el último de estos días (ἐπ’ ἐσχάτου τῶν ἡμερῶν τούτων, es decir, en el fin del mundo: en el séptimo día, Heb 4.4) nos ha hablado (ἐλάλησεν) por el Hijo.
Siendo así, era de esperar que esta epístola, con una extensión similar a la mitad del evangelio de Marcos, estuviera plagada de citas de lo que había dicho el Hijo de Dios. En efecto, en esta epístola se habla de la palabra dicha por los ángeles (ὁ δι’ ἀγγέλων λαληθεὶς λόγος, Heb 2.2), de lo que dice el Espíritu (λέγει τὸ πνεῦμα, Heb 3.7), de lo que se dice por David (ἐν Δαυὶδ λέγων, Heb 4.7), e incluso de lo que dice el Señor (λέγει κύριος, Heb 8.8,9,10; 10.16,30),6 y hallamos un enorme número de citas de la Septuaginta (¡94!), algunas de varios versículos, muchas de ellas indirectas (como ocurre en todo el capítulo 11), pero también muchas encabezadas por el «dice» o «dijo» (λέγει, λέγων, εἶπέν, εἴρηκεν, etc.). Y sin embargo, no hay en ella ni una sola cita de las muchas palabras divinas que «dice» o «dijo» Jesús en los evangelios. Y al final de la epístola, se recomienda: Acordaos de los que os guían, los cuales os hablaron (ἐλάλησαν) la palabra de Dios (Heb 13.7). Pero el autor de esta epístola nunca se acuerda de las palabras que habló Jesús. ¿Dónde está entonces lo que Dios ha hablado por el Hijo, si este hubiera sido un hombre que había existido realmente? En efecto, para el autor de esta epístola, Jesús no había sido un hombre real, pues ordena que no desechéis al que habla (τὸν λαλοῦντα), contraponiendo explícitamente el que platicaba en la tierra (ἐπὶ γῆς, Moisés), con el que habla desde los cielos (ἀπ’ οὐρανῶν, Heb 12.25), y esta contraposición no tendría ningún sentido si Jesús hubiera sido un hombre real que estuvo hablando en la tierra. Para el autor de esta epístola, Jesús era una pura ficción: un sumo sacerdote hecho más sublime que los cielos (Heb 7.26). Y este sacerdote no fue un hombre que estuvo en la tierra, porque la ley pone como sumos sacerdotes a hombres, que tienen debilidad, pero la palabra del juramento, después de la ley, al Hijo, y este Hijo ficticio no estaba en la tierra, sino en los cielos (ἐν τοῖς οὐρανοῖς), porque si estuviera en la tierra ni siquiera sería sacerdote (Heb 7.28; 8.1,4).
7.
Los autores de las epístolas siempre utilizan la expresión «el evangelio de Dios» o su sinónima «el evangelio de Cristo», pero nunca dicen que Jesús predicó el evangelio, tal y como se dice en los evangelios (Mc 1.14; Mt 4.23; 9.35). Los autores de las epístolas hablan del evangelio que predicaban ellos mismos (1Co 9.18; 15.1; Gál 2.2; Col 1.23), pero nunca del evangelio que predicó Jesús; y ellos dicen que predicaban el evangelio de Dios o de Cristo (2.Co 2.12; 11.7; 1Te 2.2,9), pero no que Cristo había predicado su propio evangelio en Galilea o donde fuera, o que Cristo había predicado esto o lo otro. Por tanto, el predicador de «Nazaret», al que nunca mencionan, que predicó el evangelio de Dios (es decir, su propio evangelio, pues se dice explícitamente que había otros evangelios, εὐαγγέλιον ἕτερον, 2Co 11.4; Gál 1.6) no existía para ellos.
Cuando el autor de Romanos dice: Pero no todos obedecieron al evangelio, pues Isaías dice: Señor, ¿quién ha creído nuestra noticia? (Ro 10.16), es evidente que él está omitiendo lo que nadie podía omitir si Jesús hubiera existido. Que el autor de esta epístola se remita a Isaías, un profeta tan remoto, para demostrar que los judíos no obedecieron el evangelio, y no al propio Jesús, como sería de necesidad, prueba claramente que este Jesús no había existido.
8.
Las epístolas del Nuevo Testamento prueban por sí solas que Jesucristo era un hombre ficticio, sin necesidad de rebuscar en el cajón de los mitos. Veamos solo unos cuantos ejemplos:
hablamos no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino con las aprendidas del Espíritu (1 Corintios, 2.13)
Si Cristo hubiera sido un hombre estas palabras no tendrían ningún sentido, porque entonces ellos hablarían con palabras de sabiduría humana. En efecto, ellos no hablablan con palabras aprendidas de un hombre (Gál 1.12), sino del Espíritu de Cristo que estaba en ellos (1Pe 1.11), es decir, ellos se inventaban sus propias fantasías.
porque nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios (dos ficciones juntas, 1 Corintios, 2.11).
Si Cristo, que para el autor de 1 Corintios era la sabiduría de Dios (1Co 1.24,30), hubiera sido un hombre que había existido realmente, y además un hombre coetáneo suyo, las palabras nadie conoció las cosas de Dios (quæ Dei sunt nemo cognovit), no tendrían ningún sentido, pues él no hace ninguna salvedad respecto a ningún hombre cuando ordena que nadie se gloríe en los hombres (Nemo itaque glorietur in hominibus, 1Co 3.21), o cuando declara que la fe cristiana no está en la sabiduría de los hombres (non sit in sapientia hominum, 1Co 2.5).
nuestro viejo hombre fue crucificado (Romanos, 6.6)
crucifican de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios (Hebreos, 6.6)
el mundo está crucificado para mí (Gálatas, 6.14)
Para los autores de las epístolas, la crucifixión era solo una alegoría, no un hecho real.
Si la crucifixión fuera real ¿a qué hombre viejo crucificaban, o cómo sería crucificado de nuevo (recrucificado, ἀνασταυροῦντας) el Hijo de Dios, y cómo crucificaríamos al mundo?
Luego si esta crucifixión no era real, cuando ellos decían nosotros predicamos a Cristo crucificado (1Co 1.20; 2.2, Gál 3.1) no se estaban refiriendo a un hombre real que fue crucificado realmente.
9.
No me cansaré de repetir que en las epístolas del Nuevo Testamento se encuentran numerosas pruebas para demostrar que Cristo no fue un hombre histórico. El Cristo cósmico que pulula en ellas es absolutamente incompatible con la existencia real de un Don Nadie de Galilea.
A continuación añado dos nuevos ejemplos a los ya presentados:
Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros (Gálatas 4.19).
Naturalmente, el autor de estas palabras no estaba diciendo que él mismo o los gálatas tenían un embarazo simbólico (aunque por ahí van los tiros, ya que Cristo era el «esperma» luminoso —y ficticio— de Dios, 1Jn 3.9). Salta a la vista, incluso para el más imbécil, que el Cristo del que se habla aquí no podía ser de ninguna manera un hombre histórico, primero por una imposibilidad biológica absoluta, y segundo porque es absurdo pensar que el autor de estas palabras llevaba trozos de carne celestial de Cristo para implantar clones del mismo en los gálatas.
El que fue llamado siendo libre, esclavo es de Cristo.
No os hagáis esclavos de los hombres (1 Corintios 7.22,23).
Si Cristo hubiera sido un hombre de verdad (y además un hombre contemporáneo del autor de estas palabras), ¿cómo seríamos esclavos de un Cristo que había sido un hombre si a continuación se nos ordena que no seamos esclavos de los hombres?
Si todavía agradara a los hombres, no sería esclavo (δοῦλος) de Cristo (Gálatas 1.10).
Es evidente que si Cristo hubiera sido un hombre real, el autor de la epístola a los Gálatas nunca habría dicho estas palabras, porque ¿cómo se distinguiría agradar a los hombres de ser esclavo de Cristo, si además ordena que no seamos esclavos (δοῦλοι ) de los hombres (1Co 7.23)?
10.
Veamos un nuevo ejemplo de las epístolas que demuestra que Cristo no fue un hombre histórico:
Cristo es la cabeza de todo varón (1 Corintios 11.3).
¿Qué significa este enigma? Tratemos de comprender este «misterio» suponiendo que esta cabeza de Cristo era la cabeza real de un hombre histórico:
¿Acaso el ficticio Jesús de Nazaret, al que el ficticio Pablo nunca menciona en sus divinas epístolas, se dedicó en sus años aburridos de carpintero autónomo, como hacían nuestros imagineros barrocos, a esculpir millones de cabezas de madera de sí mismo, despoblando bosques enteros de cedros del Líbano, y luego Pablo, como ya hicieron David, Judit o Herodes, les cortaba la cabeza a los varones para ponerles en su lugar una de estas maravillosas cabezas de Cristo?
¿O acaso, como en la multiplicación de los panes, Cristo había multiplicado hasta el infinito su propia cabeza y luego Pablo colocaba una de estas divinas cabezas a los varones ya decapitados mediante una cirugía también divina?
¿O acaso cuando el ficticio Pablo viajó al tercer cielo, le cortó la cabeza a Cristo (pues una vez resucitado ya no sentía ningún dolor) e hizo millones de copias de escayola de la misma, que luego los mozos cristianos se encasquetaban a la manera de muchos pueblos de Nueva Guinea para ahuyentar al demonio?
¿O acaso se trataba de un experimento mucho más macabro al estilo de los jíbaros?
Ninguna de estas absurdas opciones o parecidas sería satisfactoria para un cristiano. Es imposible comprender este «misterio» suponiendo que este «Cristo» había sido un hombre histórico, porque obviamente la cabeza de carne y hueso de cada hombre es intransferible. Por tanto, si la cabeza de Cristo no era la cabeza de un hombre histórico, es evidente que Cristo mismo tampoco era un hombre histórico.
Lo mismo cabe decir de disparates «históricos» como Cristo es cabeza de la Iglesia y otros semejantes (Ef 4.15; 5,23; Col 1.18).
11.
Como ya he dicho, las epístolas son una mina de argumentos contra la ficción de un Jesús histórico. Veamos uno de las más llamativos, 2 Corintios 5.6:
persuadidos de que, mientras moramos en este cuerpo, estamos ausentes del Señor (traducción de Nácar-Colunga).
y sabiendo que mientras estamos domiciliados en el cuerpo andamos ausentes lejos del Señor (traducción de José María Bover).
En el texto griego hay un juego gnóstico de palabras entre los verbos ἐνδημέω / ἐκδημέω, que, referidos al cuerpo, señalan claramente hacia la ficción del alma.
Si mientras habitamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor, es evidente que para el autor de estas palabras, fuera quien fuese, el Señor nunca estuvo en un cuerpo, a no ser que admitiera que mientras el Señor estuvo en un cuerpo estaba ausente de sí mismo, y que, una vez resucitado su cuerpo, seguía estando ausente de sí mismo en un lugar ficticio del Cielo que ningún telescopio espacial localizará nunca jamás, pues los evangelios hablan explícitamente del cuerpo del Señor Jesús (corpus Domini Jesu) cuando narran su ficticia resurrección (Lc 24.3).
12.
Todas y cada una de las páginas los libros del Nuevo Testamento están gritando a coro que Jesucristo era ficticio.
Veamos un nuevo ejemplo, el principio de la epístola 1 Pedro, en la traducción de Reina-Valera:
Pedro, apóstol de Jesucristo, a los extranjeros esparcidos en Ponto, en Galacia, en Capadocia, en Asia y en Bitinia, elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo.
Salta a la vista que el anónimo autor de esta epístola no estaba hablando de ninguna sangre real, porque entonces tendríamos que aceptar que el ficticio Pedro había guardado unos cuantos barriles de la sangre divina de Cristo para rociar con ella a todos los «elegidos» del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, es decir, de toda la actual Turquía. Luego si esta sangre de Jesucristo no era ni podía ser de ningún modo una sangre real como la de los análisis médicos, en consecuencia Jesucristo tampoco era ni podía ser un hombre real como los que derraman sangre cuando son heridos, a no ser que una vez resucitado su cuerpo incorruptible todavía estuviera manando sangre en algún lugar del ficticio reino de Dios, cosa también del todo imposible porque la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios (1Co 15.50).
13.
Unos de los argumentos más peregrinos que hallamos entre los cristianos para demostrar la existencia histórica del ficticio Jesús de Nazaret consiste en decir que los evangelios no se habrían escrito si no hubiera existido. Pero resulta que es justamente lo contrario: los evangelios nunca se habrían escrito y el cristianismo nunca habría existido si Jesús hubiera existido realmente. Basta leer los evangelios para constatarlo.
Si Jesús hubiera sido un hombre de verdad, es decir, un hombre nacido del coito verdadero de un hombre y una mujer de verdad, ¿por qué los autores de los evangelios iban a inventarse la fábula de su nacimiento virginal, y por qué la Iglesia repitió estúpidamente durante siglos la letanía de que Jesús nació sin semen viril (sine virili semine)? ¿Y por qué ellos iban a escribir que Jesús caminaba levitando sobre las aguas si ningún hombre puede hacer lo mismo? ¿O por qué escribieron la historieta (¡6 veces!) de que Jesús alimentó a cinco mil hombres (sin contar las mujeres y los niños) con cinco panes y dos peces, si ningún hombre de verdad podría erradicar el hambre de esta manera? ¿O por qué escribieron que Jesús resucitó a un muerto que ya iba en el féretro (Lc 7.14) o a Lázaro, si absolutamente ningún hombre puede devolver la vida a un muerto que ya hiede (Jn 11.39)? Y sobre todo y fundamentalmente ¿por qué ellos escribieron que Jesús resucitó si es evidente que los hombres no resucitan, y la ficticia resurrección de Jesús era una condición sine qua non de la fe cristiana? (1 Co 15.12-17)
Se preguntará entonces por qué los cristianos escribieron los evangelios si son ficciones. Muy sencillo: porque ellos creían firmemente en las ficciones, y no solo en la ficción de Dios, sino también en la del Diablo, que no era menos fiticio ni más real que Cristo, y con el cual mantuvo una entrevista «histórica» después de darse un chapuzón no menos «histórico» en el Jordán.
Dios no es hombre para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta (Núm 23.19), es decir, si Dios hubiera sido alguna vez «Hijo de hombre» estaría mintiendo, y Dios no miente (Tito, 1.2, Heb 6.18), antes bien sea Dios verdadero y todo hombre falso (Ro, 3.4). Luego si Jesús era la Verdad (Jn 14.6), en consecuencia, no fue un hombre en absoluto, sino una ficción.
Vanidad son los hijos de Adán, mentira los hijos del hombre (Sal 62.9). Por tanto, si Jesús hubiera sido un hombre verdadero, el cristianismo estaría fundado sobre una mentira, y si fue el verdadero Hijo de Dios, ficción que declaran unánimente todos los libros del Nuevo Testamento, este hombre fue tan ficticio y tan verdadero como Dios.
14.
No existe ni la más remota posibilidad de que Cristo hubiera sido un hombre real que fue deificado más tarde, porque los judíos tenían prohibida cualquier deificación o idolatría, ni animal ni humana (Éx 20.4, Lev 26.1, Deut 4.15-18). Absolutamente a ningún judío de hace dos mil años se le habría pasado por la cabeza, por muy majareta que estuviera, la idea blasfema de decir que era el Hijo de Dios (Mt 27.43, Jn 10.36), y es imposible que hubiera existido algún judío que pensara o dijera tal estupidez de sí mismo. Filón de Alejandría lo demuestra cuando nos dice que los judíos fueron los únicos de todos los hombres que se resistieron y no acataron la deificación (τήν ἐκθέωσιν) del emperador Calígula (Legatio, 332). Por la misma razón, tampoco existió ni pudo existir nunca ningún Pedro ni ningún judío, fuera pescador o estuviera debajo de una higuera, que le dijera a este hombre ficticio nacido virginalmente de la nada que era el Hijo de Dios (Mt 14.33; 16.16, Jn 1.34,49; 6.69).
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Notas
1. Εἰ γὰρ φάντασμα ἦν ἡ ἐνανθρώπησις, φάντασμα καὶ ἡ σωτηρία. (Catequesis, 4.9).
Esto demuestra que todavía en el siglo IV existían grupos de cristianos gnósticos que negaban que Jesús había sido un hombre histórico, pues no se combate un problema que no existe. Sin embargo, la solución que los cristianos historicistas o literalistas daban a este problema (la dos naturalezas de Cristo) seguía siendo una ficción evidente.
San Cirilo se refiere explícitamente al docetismo: la enantropēsis (enhumanación) no ocurrió en apariencia y fantasía, sino en verdad (οὐ δοκήσει καὶ φαντασίᾳ τῆς ἐνανθρωπήσεως γενομένης, ἀλλὰ τῇ ἀληθείᾳ). Es decir, la historia que cuentan los evangelios no ocurrió realmente, y sólo tenía un sentido alegórico o simbólico, como lo demuestra el uso abundante de las parábolas y la narración de hechos imposibles o fantásticos, como los milagros o la resurrección.
2. Un caso típico es el mito de Orfeo. Aunque se contaba una historia legendaria de él, se le atribuían obras literarias y la gran mayoría lo consideraba un hombre histórico, el Orfeo poeta y líder religioso no era otro que el famoso personaje mítico. Según Alberto Bernabé, no merece la pena hacer una relación de autores que citan obras de Orfeo sin dudar de su existencia. La lista sería muy larga (Orfeo y la tradición órfica, p.15, 218). Para los griegos antiguos, los límites entre el mito y la realidad no estaban trazados con la misma nitidez con que hoy lo están (idem, p.16). Dicho de otra forma, el hombre de la antigüedad no cuestionaba la existencia de los mitos, sino que, en todo caso, prefería dar una explicación evemerista de ellos. Es decir, los dioses habían sido hombres mitificados. Este es precisamente el recurso habitual al que acuden los historicistas para salvar el mito de Jesús. Pero el mito de Jesús no soporta el evemerismo, por dos razones principales: la primera es que los cristianos primitivos utilizaron profusamente la explicación evemerista para desacreditar a los dioses paganos, pero nunca se la aplicaron a Jesús. Y la segunda es que en un ámbito judío nunca pudo ocurrir la deificación de un hombre (ni del más eminente, y mucho menos uno que fue contado con los criminales, Mc 15.28; Lc 22.37), ni nunca pudo existir un hombre que fuera visto como el Hijo de Dios. Esto sería para los judíos una horrible blasfemia, como lo demuestran los evangelios (Mc 14.64; Jn 10.33). Si los dioses paganos no eran dioses porque habían sido hombres, el uso del evemerismo por los cristianos demuestra que Jesús no había existido. Jesús había sido un hombre real en la misma medida en que afirmaban que era el Hijo de Dios, es decir, un mito. O dicho de otra forma, Jesús era tan real como los mitos. Según Alberto Bernabé, el mito de Orfeo se presenta como un hombre que trasciende las barreras que separan al mortal de la divinidad..., los límites entre la vida y la muerte (idem, p.30, 32). El mito de Jesús, un hombre que resucita, es presentado exactamente igual. El libro de los Hechos llega a decir que no era posible que fuera dominado, o retenido, por la muerte (Hechos, 2.24), lo cual equivale a decir bien claro que Jesús era un mito, pues lo imposible y lo evidente es justamente lo contrario. El caso de Jesús es todavía más mítico, si cabe, que el de Orfeo: su tour de force con la muerte queda en tablas (idem, p.32), mientras que Jesús sale victorioso (Mt 28.7,18; Lc 24.5,46; Hechos, 2.31,32; 3.15).
Esto demuestra que todavía en el siglo IV existían grupos de cristianos gnósticos que negaban que Jesús había sido un hombre histórico, pues no se combate un problema que no existe. Sin embargo, la solución que los cristianos historicistas o literalistas daban a este problema (la dos naturalezas de Cristo) seguía siendo una ficción evidente.
San Cirilo se refiere explícitamente al docetismo: la enantropēsis (enhumanación) no ocurrió en apariencia y fantasía, sino en verdad (οὐ δοκήσει καὶ φαντασίᾳ τῆς ἐνανθρωπήσεως γενομένης, ἀλλὰ τῇ ἀληθείᾳ). Es decir, la historia que cuentan los evangelios no ocurrió realmente, y sólo tenía un sentido alegórico o simbólico, como lo demuestra el uso abundante de las parábolas y la narración de hechos imposibles o fantásticos, como los milagros o la resurrección.
2. Un caso típico es el mito de Orfeo. Aunque se contaba una historia legendaria de él, se le atribuían obras literarias y la gran mayoría lo consideraba un hombre histórico, el Orfeo poeta y líder religioso no era otro que el famoso personaje mítico. Según Alberto Bernabé, no merece la pena hacer una relación de autores que citan obras de Orfeo sin dudar de su existencia. La lista sería muy larga (Orfeo y la tradición órfica, p.15, 218). Para los griegos antiguos, los límites entre el mito y la realidad no estaban trazados con la misma nitidez con que hoy lo están (idem, p.16). Dicho de otra forma, el hombre de la antigüedad no cuestionaba la existencia de los mitos, sino que, en todo caso, prefería dar una explicación evemerista de ellos. Es decir, los dioses habían sido hombres mitificados. Este es precisamente el recurso habitual al que acuden los historicistas para salvar el mito de Jesús. Pero el mito de Jesús no soporta el evemerismo, por dos razones principales: la primera es que los cristianos primitivos utilizaron profusamente la explicación evemerista para desacreditar a los dioses paganos, pero nunca se la aplicaron a Jesús. Y la segunda es que en un ámbito judío nunca pudo ocurrir la deificación de un hombre (ni del más eminente, y mucho menos uno que fue contado con los criminales, Mc 15.28; Lc 22.37), ni nunca pudo existir un hombre que fuera visto como el Hijo de Dios. Esto sería para los judíos una horrible blasfemia, como lo demuestran los evangelios (Mc 14.64; Jn 10.33). Si los dioses paganos no eran dioses porque habían sido hombres, el uso del evemerismo por los cristianos demuestra que Jesús no había existido. Jesús había sido un hombre real en la misma medida en que afirmaban que era el Hijo de Dios, es decir, un mito. O dicho de otra forma, Jesús era tan real como los mitos. Según Alberto Bernabé, el mito de Orfeo se presenta como un hombre que trasciende las barreras que separan al mortal de la divinidad..., los límites entre la vida y la muerte (idem, p.30, 32). El mito de Jesús, un hombre que resucita, es presentado exactamente igual. El libro de los Hechos llega a decir que no era posible que fuera dominado, o retenido, por la muerte (Hechos, 2.24), lo cual equivale a decir bien claro que Jesús era un mito, pues lo imposible y lo evidente es justamente lo contrario. El caso de Jesús es todavía más mítico, si cabe, que el de Orfeo: su tour de force con la muerte queda en tablas (idem, p.32), mientras que Jesús sale victorioso (Mt 28.7,18; Lc 24.5,46; Hechos, 2.31,32; 3.15).
3. Non ad hominis nomen ambulo, Christi nomen teneo. Enarrationes in Psalmos, 30.3.12.
4. Excepto 1 Corintios 11.24-25, palabras que el supuesto autor de esta epístola desmiente cuando dice antes que las recibió (παρέλαβον, accepi) del Señor, pues ni el tercer cielo existe, a donde él viajó con su fantasía (2Co 12.2), ni el Señor, que subió por encima de todos los cielos (Ef 4.10), descendió de allí o de su ficticio Paraíso para decírselas. Es decir, tales palabras se las inventó él mismo, porque él no recibió (παρέλαβον, accepi) ni aprendió el evangelio de un hombre (Gál 1.12).
El texto de las dos frases que dijo el Señor Jesús en 1 Corintios coincide, parcialmente, con el del evangelio de Lucas (27 palabras), y menos con el de Marcos y el de Mateo (15 palabras), lo cual hace pensar en la misma mano, cosa que confirma la misma frase en ambos ἔλαβεν ἄρτον, καὶ εὐχαριστήσας ἔκλασεν, tomó pan, y dando gracias, lo partió (1Co 11.24; Lc 22.19), referida al pan. En Marcos y en Mateo aparece también la palabra εὐχαριστήσας, pero no referida al pan, sino al cáliz. La expresión εὐχαριστήσας ἔκλασεν se encuentra también en estos, pero no en la cena, sino referida a los siete panes (Mc 8.6; Mt 15.36). Por otra parte, la frase ὡσαύτως καὶ τὸ ποτήριον, μετὰ τὸ δειπνῆσαι, λέγων, y asimismo el cáliz, después de cenar, diciendo (1Co 11.25; Lc 22.20) es idéntica en 1 Corintios y en Lucas. Todo esto hace pensar en una interpolación lucana. En efecto, es muy problable que el texto de 1 Corintios sea una interpolación, porque en la reprimenda que el autor de la epístola está dando a los corintios hay un salto grande y evidente de diez versículos entre reunirse para comer, que cada uno tome su propia cena, tener hambre y comer en casa (1Co 11.20-22), y reunirse para comer, esperarse unos a otros, tener hambre y comer en casa (1Co 11.33,34). La fuerte correlación entre comer cada uno (ἕκαστος) su popia cena, y esperarse unos a otros (ἀλλήλους) se pierde después de diez versículos.
Por lo demás, ¿se puede creer que los autores de las epístolas, que continuamente recurren a citas del Antiguo Testamento, solo recuerden dos frases —que ni siquiera tienen un sentido real, sino simbólico— de todos los discursos y parábolas que nunca dijo el ficticio Jesús?
Si estas dos breves frases hubieran sido dichas realmente por un hombre histórico —aunque un judío nunca las habría dicho, porque, aparte de que encierran una doble blasfemia: ser Dios o Hijo de Dios, y perdonar pecados (Mt 26.28; Lc 5.21; Jn 6.69), en sí mismas son absurdas y para un judío no tendrían ningún sentido: ¿cómo puede este darnos a comer su carne? (Jn 6.52)—, entonces su presencia en las epístolas se vuelve en su contra. Porque si se citan estas palabras, no se explica que nunca se citen como suyas otras, tan propias o más que estas, de los muchos discursos que componen los evangelios.
Este vacío demuestra que no existía un hombre histórico antes de que fuera inventado el Hijo de Dios. Para comprender el alcance de este vacío hay que tener en cuenta que los autores de las epístolas utilizan las expresiones David dice (Δαυὶδ λέγει, Ro 4.6; 11.9), Moisés dice (Μωϋσῆς λέγει, Ro 10.19), o Isaías dice (Ἠσαΐας λέγει, Ro 10.16, 20; 15.12), o directamente usan la expresión la escritura dice (λέγει ἡ γραφή, Ro 4.3; 9.17; 10.11; 11.2; Gál 4.30; 1Ti 5.18; San 4.5), e incluso la expresión Dios dijo (εἶπεν ὁ θεὸς. 2Co 6.16), o dice el Espíritu (λέγει τὸ πνεῦμα, Heb 3.7; 1Ti 4.1), pero nunca se refieren a lo que, según los evangelios, el Hijo de Dios dijo ante miles de personas en muchas ciudades y lugares, ni nunca citan ninguno de sus numerosos discursos públicos y parábolas, ni siquiera allí donde lo exigía la afinidad del tema. Si lo que el Hijo de Dios dice en los evangelios hubiera sido dicho realmente por un hombre histórico y hubiera existido realmente en algún tipo de tradición, oral o escrita, los autores de las epístolas tenían que saberlo necesariamente, puesto que ellos predicaban el evangelio de Cristo (Ro 15.19; 2Co 2.12; 10.14; Gál 1.7; 1Te 3.2), y presumían de la gnosis de Cristo Jesús (τῆς γνώσεως χριστοῦ Ἰησοῦ, Fi 3.8; 2Co 2.14; 2Pe 3.18). Y como en este caso el silencio no podía ser por ignorancia, omisión o descuido, esto demuestra que esa tradición no existía cuando se redactaron las epístolas, fuera cuando fuese. Es decir, todo lo que Jesús dice en los evangelios fue inventado, como inventados fueron su ficticia genealogía, su nacimiento virginal, sus milagros, sus dos parusías y su resurrección.
4. Excepto 1 Corintios 11.24-25, palabras que el supuesto autor de esta epístola desmiente cuando dice antes que las recibió (παρέλαβον, accepi) del Señor, pues ni el tercer cielo existe, a donde él viajó con su fantasía (2Co 12.2), ni el Señor, que subió por encima de todos los cielos (Ef 4.10), descendió de allí o de su ficticio Paraíso para decírselas. Es decir, tales palabras se las inventó él mismo, porque él no recibió (παρέλαβον, accepi) ni aprendió el evangelio de un hombre (Gál 1.12).
El texto de las dos frases que dijo el Señor Jesús en 1 Corintios coincide, parcialmente, con el del evangelio de Lucas (27 palabras), y menos con el de Marcos y el de Mateo (15 palabras), lo cual hace pensar en la misma mano, cosa que confirma la misma frase en ambos ἔλαβεν ἄρτον, καὶ εὐχαριστήσας ἔκλασεν, tomó pan, y dando gracias, lo partió (1Co 11.24; Lc 22.19), referida al pan. En Marcos y en Mateo aparece también la palabra εὐχαριστήσας, pero no referida al pan, sino al cáliz. La expresión εὐχαριστήσας ἔκλασεν se encuentra también en estos, pero no en la cena, sino referida a los siete panes (Mc 8.6; Mt 15.36). Por otra parte, la frase ὡσαύτως καὶ τὸ ποτήριον, μετὰ τὸ δειπνῆσαι, λέγων, y asimismo el cáliz, después de cenar, diciendo (1Co 11.25; Lc 22.20) es idéntica en 1 Corintios y en Lucas. Todo esto hace pensar en una interpolación lucana. En efecto, es muy problable que el texto de 1 Corintios sea una interpolación, porque en la reprimenda que el autor de la epístola está dando a los corintios hay un salto grande y evidente de diez versículos entre reunirse para comer, que cada uno tome su propia cena, tener hambre y comer en casa (1Co 11.20-22), y reunirse para comer, esperarse unos a otros, tener hambre y comer en casa (1Co 11.33,34). La fuerte correlación entre comer cada uno (ἕκαστος) su popia cena, y esperarse unos a otros (ἀλλήλους) se pierde después de diez versículos.
Por lo demás, ¿se puede creer que los autores de las epístolas, que continuamente recurren a citas del Antiguo Testamento, solo recuerden dos frases —que ni siquiera tienen un sentido real, sino simbólico— de todos los discursos y parábolas que nunca dijo el ficticio Jesús?
Si estas dos breves frases hubieran sido dichas realmente por un hombre histórico —aunque un judío nunca las habría dicho, porque, aparte de que encierran una doble blasfemia: ser Dios o Hijo de Dios, y perdonar pecados (Mt 26.28; Lc 5.21; Jn 6.69), en sí mismas son absurdas y para un judío no tendrían ningún sentido: ¿cómo puede este darnos a comer su carne? (Jn 6.52)—, entonces su presencia en las epístolas se vuelve en su contra. Porque si se citan estas palabras, no se explica que nunca se citen como suyas otras, tan propias o más que estas, de los muchos discursos que componen los evangelios.
Este vacío demuestra que no existía un hombre histórico antes de que fuera inventado el Hijo de Dios. Para comprender el alcance de este vacío hay que tener en cuenta que los autores de las epístolas utilizan las expresiones David dice (Δαυὶδ λέγει, Ro 4.6; 11.9), Moisés dice (Μωϋσῆς λέγει, Ro 10.19), o Isaías dice (Ἠσαΐας λέγει, Ro 10.16, 20; 15.12), o directamente usan la expresión la escritura dice (λέγει ἡ γραφή, Ro 4.3; 9.17; 10.11; 11.2; Gál 4.30; 1Ti 5.18; San 4.5), e incluso la expresión Dios dijo (εἶπεν ὁ θεὸς. 2Co 6.16), o dice el Espíritu (λέγει τὸ πνεῦμα, Heb 3.7; 1Ti 4.1), pero nunca se refieren a lo que, según los evangelios, el Hijo de Dios dijo ante miles de personas en muchas ciudades y lugares, ni nunca citan ninguno de sus numerosos discursos públicos y parábolas, ni siquiera allí donde lo exigía la afinidad del tema. Si lo que el Hijo de Dios dice en los evangelios hubiera sido dicho realmente por un hombre histórico y hubiera existido realmente en algún tipo de tradición, oral o escrita, los autores de las epístolas tenían que saberlo necesariamente, puesto que ellos predicaban el evangelio de Cristo (Ro 15.19; 2Co 2.12; 10.14; Gál 1.7; 1Te 3.2), y presumían de la gnosis de Cristo Jesús (τῆς γνώσεως χριστοῦ Ἰησοῦ, Fi 3.8; 2Co 2.14; 2Pe 3.18). Y como en este caso el silencio no podía ser por ignorancia, omisión o descuido, esto demuestra que esa tradición no existía cuando se redactaron las epístolas, fuera cuando fuese. Es decir, todo lo que Jesús dice en los evangelios fue inventado, como inventados fueron su ficticia genealogía, su nacimiento virginal, sus milagros, sus dos parusías y su resurrección.
5. ἐκ τῶν τοῦ σωτῆρος ἡμῶν λόγων παριστῶντες, δι᾿ ὧν μόνον ἔστιν ἀπταίστως ἐπὶ τὴν κατάληψιν τῶν ὄντων ὁδηγεῖσθαι. (Epifanio, Panarion, 33.3).
6. Aunque esta expresión forma parte de las citas de la Septuaginta, donde es utilizada centenares de veces, y fue la que dio origen a la invención de los discursos de Jesús. A propósito de estas dos citas es curioso observar que, siendo del mismo pasaje de Jeremías, su redacción es distinta. En el primer caso, siguiendo el orden de la Septuaginta, las leyes se ponen en la mente y se escriben en el corazón (Heb 8.10), pero en el segundo caso es al revés, las leyes se ponen en el corazón y se escriben en la mente (Heb 10.16). Esto parece indicar dos manos distintas en la redacción de la epístola, pues es muy improbable que el mismo autor, siendo un virtuoso de la cita (la epístola es, en cierto modo, un collage literario), se equivocara al citar el mismo pasaje dos veces en el mismo texto.
Y a propósito de la sangre de aspersión que habla mejor que la de Abel, en la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial (Heb 12.22,24), uno se pregunta qué clase de sangre era esta o qué hacía allí, si la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios (1Co 15.50).
6. Aunque esta expresión forma parte de las citas de la Septuaginta, donde es utilizada centenares de veces, y fue la que dio origen a la invención de los discursos de Jesús. A propósito de estas dos citas es curioso observar que, siendo del mismo pasaje de Jeremías, su redacción es distinta. En el primer caso, siguiendo el orden de la Septuaginta, las leyes se ponen en la mente y se escriben en el corazón (Heb 8.10), pero en el segundo caso es al revés, las leyes se ponen en el corazón y se escriben en la mente (Heb 10.16). Esto parece indicar dos manos distintas en la redacción de la epístola, pues es muy improbable que el mismo autor, siendo un virtuoso de la cita (la epístola es, en cierto modo, un collage literario), se equivocara al citar el mismo pasaje dos veces en el mismo texto.
Y a propósito de la sangre de aspersión que habla mejor que la de Abel, en la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial (Heb 12.22,24), uno se pregunta qué clase de sangre era esta o qué hacía allí, si la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios (1Co 15.50).
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En esta página, un ídolo itifálico. Museo Larco Herrera. Lima. Perú.
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