Ya he demostrado en otro lugar de este blog que para los cristianos primitivos el alma o semen no era inmortal. A causa de esto mueren las almas y son castigadas (San Justino, Diálogo, 5.5). Para ellos, la inmortalidad no era una cualidad intrínseca del alma, sino adquirida, o una condición perdida que tenía que recuperar.
La fantasía de la inmortalidad del alma solo era compatible con la fantasía de la reencarnación, ambas se comunicaban y una conducía a la otra. Aunque la resurrección podía interpretarse como una reencarnación, ya que reencarnarse era renacer y la resurrección era vista como un renacimiento, nos hizo renacer (1Pe 1.3), como se manifiesta en la Primera epístola a los Corintios, donde se compara la resurrección, en total consonancia con la mitología egipcia, con el nacimiento del esperma de trigo: a cada uno de los espermas el propio cuerpo (1Co 15.38), sin embargo, la idea de la reencarnación chocaba con otras ideas de los cristianos, lo que viene a confirmar que en gran medida, para ellos, el alma no era por sí misma inmortal, sino mortal (Taciano, Discurso contra los griegos, 13).
Todos los cristianos primitivos creían firmemente en la llegada inminente del fin del mundo, y este era el principal escollo con el que chocaba la fantasía de la reencarnación. Orígenes lo exponía así: Y como quiera que, según la autoridad de las Escrituras, es inminente la consumación del mundo y entonces esta condición corruptible se transformará en incorruptible (1Co 15.53), no parece dudoso que, en la condición de la vida presente, el alma no puede venir al cuerpo por segunda y tercera vez. Efectivamente, si se acepta esto, la consecuencia necesaria será que, al ir sucediéndose esos regresos al cuerpo, el mundo no conocerá un fin (Commentarium in Canticum, 2/5.24).
La fantasía del fin del mundo llevaba implícita la negación de la resurrección de la carne, puesto que los cristianos aseguraban que Dios había modelado a Adán a partir de la tierra, y la tierra y sus elementos serían totalmente destruidos cuando llegara el fin del mundo que nunca llegó (2Pe 3.10-12, Mr 13.31, par.). Los muertos (las almas muertas, no los cuerpos) resucitarían al final del mundo porque para ellos el fin de los tiempos estaba ocurriendo entonces, no miles o millones de años después: el fin de todas las cosas se acerca (1Pe 4.7; 1Jn 2.18). Ellos estaban muertos (Col 3.3, Ro 8.10, Ef 2.5), y podían resucitar por medio del bautismo prescindiendo de la carne, en un proceso suicida que podría llamarse descarnación, y que los cristianos llamaban mortificación. De hecho, ellos, suicidas fanáticos, estaban deseando morir y se sometían a las prisiones (Fi 1.13,22, Col 4.18, Ap 2.10), horribles torturas que se infligían a sí mismos voluntariamente para imitar a Cristo y así mortificar la carne (Ro 8.13, 12.1; 1Co 9.27, 11.1). Haced morir, pues, vuestros miembros terrenales (Col 3.5, lit. vuestros miembros sobre la tierra, mortificate ergo membra vestra, quæ sunt super terram). A esta abierta y delirante incitación al suicido los primeros cristianos la llamaban exhortación al martirio. Nube de mártires (μαρτύρων, Heb 12.1), ellos se sentían oprimidos por el Diablo (He 10.38, Lc 4.18). Y asediados por el pecado, es decir, por el Diablo (Heb 12.1, 1Pe 5.8), que habitaba en la carne (Ro 7.5,14,18,20,25), buscaban librarse a toda costa de la carne, puesto que identificaban a lo terrenal o carnal con lo diabólico (Stg 3.15), aunque muy pocos resistían hasta la sangre, combatiendo contra el pecado (Heb 10.32; 12.4).
Víctimas de una ilusión platónica, ellos veían el cuerpo como una prisión del alma, y deseando partir del cuerpo (2Co 5.8, Ro 7.24) para liberar el alma, lo mortificaban con todo tipo de penitencias y torturas brutales, y así destruían el cuerpo del pecado (Ro 6.6, Col 2.11), crucificaban la carne (Gál 5.24, 6.14), y llevaban siempre la muerte de Jesús en el cuerpo (2Co 4.10), ya que ellos detestaban esta casa o cuerpo terrenal y ansiaban uno celestial (2Co 5.1-2). Por esto, para ellos morir es ganancia (Fi 1.21). Después de crucificar la carne y de morir con Cristo (Ro 6.8, Co 2.20), estos ilusos suicidas o mártires suponían que alcanzaban la inmortalidad definitiva y eterna, y ya no esperaban reencarnarse, por lo que sería absurdo que esperaran la resurrección de la carne. Si muriendo con Cristo ya tenían la vida eterna, ¿para qué necesitaban volver a la vida carnal y terrenal? Sin embargo, los que pensaban que la historia alegórica de Cristo había ocurrido realmente, y que pronto (Heb 10.37, Ap 1.1; 3.11; 22.12,20) llegaría el fin del mundo, se vieron obligados a afirmar y a esperar la resurrección real de carne, es decir, la última reencarnación, y de este modo admitían lo que rechazaban.
El autor (o autores) de las cartas paulinas no creía en la resurrección del cuerpo, puesto que él distinguía el cuerpo espiritual (el alma o semen), del cuerpo físico o terrenal, y era el primero el que resucitaba o renacía (1Co 15.44), y puesto que la carne no sirve para nada (Jn 6.63), la negación de la reencarnación equivalía a la negación de la resurrección de la carne. Además, en las epístolas paulinas, a los nacidos según la carne se contraponen explícitamente los nacidos según el espíritu (Gál 4.29) y solo estos podían ser hijos de Dios (Ro 8.16; 9.8), una prueba evidente de que el Hijo de Dios nunca nació según la carne.
La palabra palingenesía (παλιγγενεσίας), usada dos veces en el Nuevo Testamento, llevaba implícita la idea de la reencarnación, ya que significa literalmente nacer de nuevo, y ¿qué era la reencarnación sino un nacer de nuevo? De estas dos veces, en una se relaciona directamente con el bautismo (Ti 3.5) y en la otra con el fin del mundo (Mt 19.28). La segunda plasmación se hizo en los últimos tiempos (Bernabé 6.13). Es de suponer que Cristo, si hubiera existido y hubiera aparecido al fin de los tiempos (1Pe 1.20, Heb 1.2, 2Pe 3.3), se habría entretenido no haciendo trabajos de carpintería, sino de alfarería, como el dios egipcio Khnum, y habría modelado un nuevo hombre (Ef 2.15, 4.24, Col 3.10) a partir de una tierra nueva (2Pe 3.13, Ap 21.1) y desconocida, ya que a esta tierra que conocemos, dominada por el Demiurgo maligno (1Jn 5.19), los cristianos le hacían ascos, y por esto ellos no hacían tesoros en la tierra, sino en un cielo ficticio (Mt 6.19).
La fantasía de la preexistencia del Hijo de Dios era un lugar común entre todos los cristianos primitivos. Cristo existía desde antes de la fundación del mundo (1Pe 1.20, Co 1.17) y no se encarnó, sino que se apareció, lo cual era muy distinto de nacer. Los que negaban y renegaban de la carne se traicionaban a sí mismos cuando afirmaban a un Cristo encarnado o venido en carne, venisse in carnem (1Jn 4.4, 2Jn 7). La encarnación presuponía la preexistencia del alma y solo se distinguía de la reencarnación en el número de veces. Pero si admitimos que la encarnación ocurre solo una vez, ya no tiene sentido el volver a nacer, es decir, la resurrección entendida como una reencarnación o renacimiento en la carne.
Donde más claramente aparece expuesta la doctrina de la reencarnación y su rechazo, pero esta vez no por la cercanía inmediata del fin del mundo, sino por el rechazo gnóstico de la carne, es en la famosa pregunta de Nicodemo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿puede entrar en el vientre de su madre por segunda vez (δεύτερον) y nacer? (Jn 3.4). En el Apócrifo de Juan existe un pasaje paralelo referido explícitamente al alma: Pero yo dije: ¿Señor, y cómo puede el alma (ψυχή) empequeñecerse y volver dentro de la naturaleza de su madre o dentro del hombre? Entonces se alegró cuando le pregunté esto y me dijo: En verdad, eres bienaventurado, puesto que has comprendido. Esta alma debe seguir a otra que tiene el espíritu de vida en ella, es salvada por ésta, (y) no es arrojada de nuevo dentro de otra carne. (NH, 27; BG, 69/70). Sin ninguna duda, esta última expresión se refería a la reencarnación, y al principio se pregunta si el alma puede disminuir y regresar a su estado original de semen y reingresar en el útero materno.
Maldita será la tierra por tu causa (Gn 3.17). Dado que ellos rechazaban la tierra, es decir, el vientre materno, y en el diálogo de Nicodemo se habla explícitamente de nacer de arriba (2 veces, Jn 3.3 y 7), cuando el Falocristo dice Yo soy de arriba (Jn 8.23), se deduce que nunca nació de un vientre materno (Lc 1.42, 11.27). De hecho, los cristianos tuvieron que inventarse dos nacimientos de Cristo, claramente ficticios los dos: uno intemporal (la eyaculación eterna de Dios) y otro temporal (el nacimiento virginal), ya que la tierra no era eterna, sino que será consumida toda la tierra, devorabitur omnis terra (Sof 3.8, Is 51.6), lo que incluía a la carne, hecha de tierra o barro, de limo terræ (Gn 2.7,19; 3.19, Is 64.8).
Antes de que el hombre supiera nada de espermatozoides ni de óvulos ni de fecundación, todos nacíamos del espíritu o semen (de aquí la expresión sembrar lo espiritual, 1Co 9.11, Gál 6.8. ¿No era (el hombre) una gota de esperma eyaculada? Corán, 75.37, San Justino, Apología I, 19). Pero esta semilla solo podía nacer y convertirse en espiga o en árbol (Mc 4.28,32, Mt 13.26.32) en la tierra, es decir, en el útero femenino, ya que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, no da fruto (Jn 12.24). Del espíritu o semen no podía nacer el espíritu (Jn 3.6) si antes no moría y se convertía en carne. El espíritu nacía de la tierra, es decir, de la carne, no del espíritu, y lo que nacía de la tierra, de tierra es, qui est de terra, de terra est (Jn 3.31). El seno materno es respecto del semen viril como la tierra en orden a la semilla (Santo Tomás, Suma Teológica, Spl q52 a4). Cristo no nació nunca ni de semen viril ni de un vientre materno, es decir, de la tierra, porque si hubiera nacido de la tierra sería terrenal, algo que negaban rotundamente todos los cristianos y sobre todo los cristianos perfectos (Mt 5.48, 1Co 2.6), es decir, los gnósticos.
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En esta entrada, arriba, linga en el Museo Nacional de Phnom Penh, y en Siem Reap, Camboya. Sobre estas líneas, linga en Kolkata y en Rishikesh, y abajo, en Hyderabab y en Ujjain, India.
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Víctimas de una ilusión platónica, ellos veían el cuerpo como una prisión del alma, y deseando partir del cuerpo (2Co 5.8, Ro 7.24) para liberar el alma, lo mortificaban con todo tipo de penitencias y torturas brutales, y así destruían el cuerpo del pecado (Ro 6.6, Col 2.11), crucificaban la carne (Gál 5.24, 6.14), y llevaban siempre la muerte de Jesús en el cuerpo (2Co 4.10), ya que ellos detestaban esta casa o cuerpo terrenal y ansiaban uno celestial (2Co 5.1-2). Por esto, para ellos morir es ganancia (Fi 1.21). Después de crucificar la carne y de morir con Cristo (Ro 6.8, Co 2.20), estos ilusos suicidas o mártires suponían que alcanzaban la inmortalidad definitiva y eterna, y ya no esperaban reencarnarse, por lo que sería absurdo que esperaran la resurrección de la carne. Si muriendo con Cristo ya tenían la vida eterna, ¿para qué necesitaban volver a la vida carnal y terrenal? Sin embargo, los que pensaban que la historia alegórica de Cristo había ocurrido realmente, y que pronto (Heb 10.37, Ap 1.1; 3.11; 22.12,20) llegaría el fin del mundo, se vieron obligados a afirmar y a esperar la resurrección real de carne, es decir, la última reencarnación, y de este modo admitían lo que rechazaban.
El autor (o autores) de las cartas paulinas no creía en la resurrección del cuerpo, puesto que él distinguía el cuerpo espiritual (el alma o semen), del cuerpo físico o terrenal, y era el primero el que resucitaba o renacía (1Co 15.44), y puesto que la carne no sirve para nada (Jn 6.63), la negación de la reencarnación equivalía a la negación de la resurrección de la carne. Además, en las epístolas paulinas, a los nacidos según la carne se contraponen explícitamente los nacidos según el espíritu (Gál 4.29) y solo estos podían ser hijos de Dios (Ro 8.16; 9.8), una prueba evidente de que el Hijo de Dios nunca nació según la carne.
La palabra palingenesía (παλιγγενεσίας), usada dos veces en el Nuevo Testamento, llevaba implícita la idea de la reencarnación, ya que significa literalmente nacer de nuevo, y ¿qué era la reencarnación sino un nacer de nuevo? De estas dos veces, en una se relaciona directamente con el bautismo (Ti 3.5) y en la otra con el fin del mundo (Mt 19.28). La segunda plasmación se hizo en los últimos tiempos (Bernabé 6.13). Es de suponer que Cristo, si hubiera existido y hubiera aparecido al fin de los tiempos (1Pe 1.20, Heb 1.2, 2Pe 3.3), se habría entretenido no haciendo trabajos de carpintería, sino de alfarería, como el dios egipcio Khnum, y habría modelado un nuevo hombre (Ef 2.15, 4.24, Col 3.10) a partir de una tierra nueva (2Pe 3.13, Ap 21.1) y desconocida, ya que a esta tierra que conocemos, dominada por el Demiurgo maligno (1Jn 5.19), los cristianos le hacían ascos, y por esto ellos no hacían tesoros en la tierra, sino en un cielo ficticio (Mt 6.19).
La fantasía de la preexistencia del Hijo de Dios era un lugar común entre todos los cristianos primitivos. Cristo existía desde antes de la fundación del mundo (1Pe 1.20, Co 1.17) y no se encarnó, sino que se apareció, lo cual era muy distinto de nacer. Los que negaban y renegaban de la carne se traicionaban a sí mismos cuando afirmaban a un Cristo encarnado o venido en carne, venisse in carnem (1Jn 4.4, 2Jn 7). La encarnación presuponía la preexistencia del alma y solo se distinguía de la reencarnación en el número de veces. Pero si admitimos que la encarnación ocurre solo una vez, ya no tiene sentido el volver a nacer, es decir, la resurrección entendida como una reencarnación o renacimiento en la carne.
Donde más claramente aparece expuesta la doctrina de la reencarnación y su rechazo, pero esta vez no por la cercanía inmediata del fin del mundo, sino por el rechazo gnóstico de la carne, es en la famosa pregunta de Nicodemo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿puede entrar en el vientre de su madre por segunda vez (δεύτερον) y nacer? (Jn 3.4). En el Apócrifo de Juan existe un pasaje paralelo referido explícitamente al alma: Pero yo dije: ¿Señor, y cómo puede el alma (ψυχή) empequeñecerse y volver dentro de la naturaleza de su madre o dentro del hombre? Entonces se alegró cuando le pregunté esto y me dijo: En verdad, eres bienaventurado, puesto que has comprendido. Esta alma debe seguir a otra que tiene el espíritu de vida en ella, es salvada por ésta, (y) no es arrojada de nuevo dentro de otra carne. (NH, 27; BG, 69/70). Sin ninguna duda, esta última expresión se refería a la reencarnación, y al principio se pregunta si el alma puede disminuir y regresar a su estado original de semen y reingresar en el útero materno.
Maldita será la tierra por tu causa (Gn 3.17). Dado que ellos rechazaban la tierra, es decir, el vientre materno, y en el diálogo de Nicodemo se habla explícitamente de nacer de arriba (2 veces, Jn 3.3 y 7), cuando el Falocristo dice Yo soy de arriba (Jn 8.23), se deduce que nunca nació de un vientre materno (Lc 1.42, 11.27). De hecho, los cristianos tuvieron que inventarse dos nacimientos de Cristo, claramente ficticios los dos: uno intemporal (la eyaculación eterna de Dios) y otro temporal (el nacimiento virginal), ya que la tierra no era eterna, sino que será consumida toda la tierra, devorabitur omnis terra (Sof 3.8, Is 51.6), lo que incluía a la carne, hecha de tierra o barro, de limo terræ (Gn 2.7,19; 3.19, Is 64.8).
Antes de que el hombre supiera nada de espermatozoides ni de óvulos ni de fecundación, todos nacíamos del espíritu o semen (de aquí la expresión sembrar lo espiritual, 1Co 9.11, Gál 6.8. ¿No era (el hombre) una gota de esperma eyaculada? Corán, 75.37, San Justino, Apología I, 19). Pero esta semilla solo podía nacer y convertirse en espiga o en árbol (Mc 4.28,32, Mt 13.26.32) en la tierra, es decir, en el útero femenino, ya que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, no da fruto (Jn 12.24). Del espíritu o semen no podía nacer el espíritu (Jn 3.6) si antes no moría y se convertía en carne. El espíritu nacía de la tierra, es decir, de la carne, no del espíritu, y lo que nacía de la tierra, de tierra es, qui est de terra, de terra est (Jn 3.31). El seno materno es respecto del semen viril como la tierra en orden a la semilla (Santo Tomás, Suma Teológica, Spl q52 a4). Cristo no nació nunca ni de semen viril ni de un vientre materno, es decir, de la tierra, porque si hubiera nacido de la tierra sería terrenal, algo que negaban rotundamente todos los cristianos y sobre todo los cristianos perfectos (Mt 5.48, 1Co 2.6), es decir, los gnósticos.
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En esta entrada, arriba, linga en el Museo Nacional de Phnom Penh, y en Siem Reap, Camboya. Sobre estas líneas, linga en Kolkata y en Rishikesh, y abajo, en Hyderabab y en Ujjain, India.
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