τὸ μέν λέγεται σπέρμα, ὅπερ καὶ αὐτὸ πνεῦμά ἐστι διατεῖνον ἀπὸ τοῦ ἡγεμονικοῦ μέχρι τῶν παραστατῶν.
Dicen que el esperma es el pneuma que se extiende desde lo hegemónico (del alma) hasta los cojones.
Aetios, Placita philosophorum IV 21
Stoicorum veterum fragmenta II 836
πνεῦμα ὁ θεός
Dios es pneuma
Juan, 4.24
σὺ δὲ εἶ ἄνθρωπος καὶ οὐ θεός
tú eres hombre, y no Dios
Ezequiel, 28.9
θεὸς ἐγώ εἰμι καὶ οὐκ ἄνθρωπος
Yo soy Dios, y no hombre
Oseas, 11.9
Atque ita in hodiernum negant venisse Christum suum.
Y así, hasta el día de hoy niegan que su Cristo haya venido.
Tertuliano, Adversus iudaeos, 14.10
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Una lectura crítica del libro de Joseph Klausner Jesús de Nazaret
Le douteur. — J’avoue que la religion juive était absurde et abominable; mais enfin Jésus, que vous aimez, était juif: il accomplit toujours la loi juive; il en observa toutes les cérémonies.
L’adorateur. — C’est, encore une fois, une grande contradiction qu’il ait été juif, et que ses disciples ne le soient pas.
Voltaire, Dialogues satiriques et philosophiques, XI
L’adorateur. — C’est, encore une fois, une grande contradiction qu’il ait été juif, et que ses disciples ne le soient pas.
Voltaire, Dialogues satiriques et philosophiques, XI
El incrédulo. — Confieso que la religión judía era absurda y abominable; pero en fin, Jesús, al que amas, era judío; cumplió siempre la ley judía; observó todas las ceremonias.
El creyente. — Una vez más, es una gran contradición que haya sido judío, y que sus discípulos no lo sean.
Ἰουδαῖος δὲ οὐκ ἂν ὁμολογήσαι ὅτι προφήτης τις εἶπεν ἥξειν θεοῦ υἱόν· ... καὶ πολλάκις γε ζητοῦσι πρὸς ἡμᾶς εὐθέως περὶ υἱοῦ θεοῦ, ὡς οὐδενὸς ὄντος τοιούτου οὐδὲ προφητευθέντος.
Un judío no admite que algún profeta dijo que vendrá un hijo de Dios; ... y muchas veces en seguida discuten con nosotros sobre el hijo de Dios, que nadie existe de tal clase ni fue profetizado.
Orígenes, Contra Celso, 1.49
El creyente. — Una vez más, es una gran contradición que haya sido judío, y que sus discípulos no lo sean.
Ἰουδαῖος δὲ οὐκ ἂν ὁμολογήσαι ὅτι προφήτης τις εἶπεν ἥξειν θεοῦ υἱόν· ... καὶ πολλάκις γε ζητοῦσι πρὸς ἡμᾶς εὐθέως περὶ υἱοῦ θεοῦ, ὡς οὐδενὸς ὄντος τοιούτου οὐδὲ προφητευθέντος.
Un judío no admite que algún profeta dijo que vendrá un hijo de Dios; ... y muchas veces en seguida discuten con nosotros sobre el hijo de Dios, que nadie existe de tal clase ni fue profetizado.
Orígenes, Contra Celso, 1.49
quoniam ex semine eius, id est ex Joseph, non erit natus.
puesto que de su semen, esto es, de José, no será nacido.
San Ireneo, Adversus haereses, 3.21.9
El padre de Jesús fue José, dice Klausner, y las narraciones de Mateo y Lucas acerca del nacimiento sobrenatural de Jesús no tienen ninguna base histórica (p.35,226). Pero, ¿quién estaba en lo cierto, san Ireneo o Klausner? Si seguimos el razonamiento de Klausner, habrá que creer a san Ireneo, puesto que el historiador judío hace depender el valor histórico de un documento de su antigüedad. Por ejemplo, afirma que los relatos de los primeros tres Evangelios son bastante antiguos, y no es razonable cuestionar la existencia de Jesús. Este es el único valor histórico que podemos atribuir a las primitivas narraciones talmúdicas sobre Jesús (p.20), aunque él mismo reconoce que estas tienen escaso valor histórico (p.18). Sin embargo, no es razonable colocar en el mismo rango de antigüedad, como Klausner hace aquí, documentos que están separados por varios siglos, pues él mismo reconoce que hay siete siglos entre la época de Jesús y la de la terminación del Talmud (p.127). ¿Y cuál era el razonamiento de san Ireneo? Su razonamiento se basaba ¡en el mismo mito en el que creían los judíos!, y que Klausner menciona dos veces en su libro: pues el cuerpo del hombre fue hecho a imagen de Dios (p.216,390).1 San Ireneo razonaba de la forma siguiente:
Εἰ τοίνυν ὁ πρῶτος Ἀδὰμ ἔσχε πατέρα ἄνθρωπον καὶ ἐκ σπέρματος ἐγεννήθη, εἰκὸς ἦν καὶ τὸν δεύτερον Ἀδὰμ λέγειν αὐτοὺς ἐξ Ἰωσὴφ γεγεννῆσθαι. Εἰ δὲ ἐκεῖνος ἐκ γῆς ἐλήφθη, πλάστης δὲ αὐτοῦ ὁ Θεός, ἔδει καὶ τὸν ἀνακεφαλαιούμενον εἰς αὐτὸν τὸν ὑπὸ τοῦ Θεοῦ πεπλασμένον ἄνθρωπον τὴν αὐτὴν ἐκείνῳ τῆς γεννήσεως ἔχειν ὁμοιότητα. Adversus haereses, 3.21.10
En efecto, si el primer Adán tuvo por padre a un hombre y fue engendrado de esperma, era verosímil también decir que el segundo Adán fue engendrado de José. Pero si aquél fue tomado de la tierra, y Dios su modelador, es necesario también que el que recapituló en sí mismo al hombre que fue modelado por Dios tuviera una generación semejante a aquel.
San Ireneo, que creía literalmente en los mitos judíos, desarrolla mucho más esta fantasía identificando a Eva con María (más mito). Ahora bien, la obra de san Ireneo es algunos años (o decenios) anterior a la redacción de la Misnhá (donde nunca se menciona a Jesús), y Klausner habla de una época tan antigua como la de la Mishná (p.150). Pero si Jesús había existido realmente, y era un verdadero judío, ¿cómo se puede explicar esta forma de pensar basada en el mito tan antigua y tan disparatada? San Ireneo no podía estar exponiendo este mito sobre la base de un hombre real, puesto que él mismo, preguntando, dice lo siguiente:
Si enim Joseph filius esset, quemadmodum plus poterat quam Salomon aut plus quam Jonas habere, aut plus esse David, cum esset ex eadem seminatione generatus, et proles existens ipsorum? Ad. hae. 3.21.8
Si fuera hijo de José, ¿cómo podía tener más que Salomón o más que Jonás (Mt 12.41,42), o ser más que David (Mc 12.37), al haber sido engendrado de la misma inseminación, y ser descendencia de los mismos?
Como todos los historicistas, Klausner olvida totalmente que los evangelios identifican explícitamente y numerosas veces a Jesús con el Hijo de Dios, un mito en el que los judíos no creían en absoluto. El mismo Klausner afirma que es absolutamente inconcebible que un judío creyera tal cosa, y que las palabras «Hijo de Dios» son inconcebibles en la boca de un sumo sacerdote judío (p.342,377). Esto es un punto esencial, puesto que si Jesús hubiera sido un hombre real los cristianos nunca habrían ordenado que nadie se gloríe en los hombres (1Co 3.21). La nueva religión giraba en torno al mito del Hijo de Dios, y sin este mito, y la fantasía de la resurrección, el cristianismo nunca habría sido posible (p.126,356).
Klausner fundamenta su certeza de que el padre de Jesús fue José en un argumento endeble y espurio: Tal es la afirmación explícita del antiguo manuscrito siríaco (una traducción del siglo IV) de los evangelios encontrado en el Monte Sinaí por las señoras Lewis y Gibson (p.226). Sin embargo, cuando Klausner llega al episodio de Getsemaní, afirma que toda esta historia lleva el sello de la verdad humana (p.329), y no advierte que este mismo manuscrito, como otros muchos, no contiene el pasaje de la agonía de Cristo (Lc 22.43-44), considerado como una interpolación que se añadió contra el docetismo, para dar a la historia un sello de verdad humana.2 Es decir, incluso allí donde Klausner veía el sello de la verdad humana se puede descubrir el signo de la falsedad, aparte de que ningún ángel visita a un hombre cuando está ante la muerte, ni viene a anunciar a una mujer que se va a quedar embarazada. Klausner afirma que este relato deja una impresión imposible de borrar. Pero si esta historia había ocurrido realmente, ¿cómo se explica que los autores de las epístolas, que se alegraban de participar en los padecimientos de Cristo, y que afirman explícitamente que ellos predicaban a Cristo crucificado (1Pe 4.13, 1Co 1.23), no sepan nada del episodio de Getsemaní? Esto demuestra que tal historia era inventada. Lo que Klausner no era capaz de ver, ya lo había visto Porfirio en el siglo III, según el cual es evidente que el relato de la tragedia que padeció Jesús (p.327,411) es una invención disonante (φανερὸν ὡς ἀσύμφωνος αὕτή μυθοποιΐα, Contra los cristianos, fr. 15). Mythopoiía: invención de un mito.
Klausner reconoce que las referencias a Jesús que se encuentran en el Talmud son muy pocas; y que esas referencias, además, tienen escaso valor histórico, puesto que forman parte de vituperaciones y polémicas contra el fundador de un partido odiado, más que de informes objetivos de valor histórico (p.18). También reconoce que cuando el cristianismo se transformó en una secta grande y poderosa los «sabios del Talmud» ya estaban muy lejos del tiempo de Jesús (p.19). Esto significa que las muy pocas referencias a Jesús que se encuentran en el Talmud no derivaban de un conocimiento directo de su ficticia historia, sino de las narraciones populares corrientes acerca de él, es decir, de puras habladurías y leyendas, relatos que debieron de estar muy difundidos cuando el cristianismo se transformó en una secta grande, y que cuando llegaron a los oídos de los judíos y paganos pasaron a ser motivos de ridículo, vituperaciones y polémicas (p.19). Klausner afirma que los relatos de los primeros tres evangelios son bastante antiguos, y que las narraciones del Talmud parecen haber sido pensadas deliberadamente para contradecir los hechos (ficciones) que los evangelios recuerdan (p.19). Klausner afirma que hay siete siglos entre la época de Jesús y la de la terminación del Talmud (p.127), y por tanto, las primitivas narraciones talmúdicas sobre Jesús (p.20) no son tan primitivas ni tan antiguas como los evangelios, como Klausner supone falsamente, y no es lícito retrotraer, como él hace, lo que se dice en un libro escrito en el siglo V o VI para saber lo que pensaron los «sabios de Israel» sobre el origen y las enseñanzas de Jesús unos setenta años después de que éste fuera crucificado (p.20), o para ver cuál fue la actitud para con Jesús y sus enseñanzas de la primera generación de tanaím que vivió después de la Destrucción (p.44). Esto es ilusionismo histórico, ya que Klausner reconoce que las informaciones transmitidas por los amoraím, de los siglos tercero a quinto (p.13), no pueden tener ningún valor histórico objetivo, puesto que en la época de los amoraím no existía ningún recuerdo claro sobre la vida y las obras del ficticio Jesús (p.20).
Klausner considera un «grave defecto» hablar de las opiniones de los judíos contemporáneos de Jesús fundándose en las sentencias de los amoraím o en un midrah tardío, lo que equivale a tomar las creencias de los primeros escolásticos como propias de Jesús (p. 115). Y del mismo modo sostiene que fundarse en los dichos de algún amorá babilónico como si correspondieran a las opiniones de los fariseos de la época de Jesús, es tan válido como atribuir a Jesús los puntos de vista de San Agustín (contemporáneo de los redactores del Talmud), puesto que hay siete siglos entre la época de Jesús y la de la terminación del Talmud (p.127). Y a continuación afirma que debemos evitar a cualquier precio el error de describir las condiciones espirituales judías de la época de Jesús con colores tomados de la literatura talmúdica tardía. Sin embargo, también afirma que esto es imposible evitarlo, porque es justamente lo que él hace a menudo a lo largo de su libro, según le conviene, hasta el punto de decir que casi podría parecer que los evangelios fueron compuestos simple y exclusivamente a partir del material contenido en el Talmud y el Midrash (p.388). Esto no pudo suceder de ninguna manera, puesto que hay siete siglos entre la época de Jesús y la de la terminación del Talmud, lo cual demuestra que Klausner omite la verdadera secuencia temporal de los textos, y la mira erróneamente al revés. Pero él insiste en este falso punto de vista, y a continuación declara que Jesús condensó y concentró las enseñanzas éticas de tal modo que hizo que se destacaran más que en la agadá talmúdica y en los midrashim. Las frecuentes correlaciones que establece entre los evangelios y el Talmud son totalmente arbitrarias y abusivas, puesto que estos libros están escritos en lenguas muy distintas y fueron escritos en épocas muy distintas. La facilidad imaginativa que Klausner tenía para saltar en el tiempo se demuestra por las comparaciones de los zelotes con los bolcheviques (p.197,198,203), e incluso, si se tercia, cuando trae a Jesús hasta los bolcheviques (p.376).
Dado que hay siete siglos entre la época de Jesús y la de la terminación del Talmud, es muy dudoso el valor intrínseco de los pasajes talmúdicos sobre Jesús, como él mismo reconoce. Así, del primer pasaje (a) que aduce, que sitúa a Jesús en el tiempo del Rey Janneo, que reinó en Judea del 103 al 76 a. e. c. (¿podía haber un anacronismo más grosero?, dice Klausner), él sostiene la misma opinión de Friedländer de que los pocos pasajes talmúdicos que hablan de Jesús son añadidos tardíos, y dice: En la forma Bavli la historia está tan y tan tardíamente transformada que resulta innecesario malgastar una palabra para evidenciar su naturaleza no histórica. Y después de señalar su anacronismo añade: Me inclino a suponer que no sólo el relato Bavli amoraítico es muy tardío, sino que la conclusión misma de la baraita es también una adición posterior (p.25, 26). Del segundo pasaje (b) que presenta, dice lo siguiente: considero que la afirmación sobre el heraldo es obviamente «tendenciosa»; resulta difícil atribuirle carácter histórico (p.27). Del tercer pasaje (c) dice: No es posible que toda esta gimnasia bíblica pertenezca a la baraita. De todos modos no puede ser histórica (p.28). Del cuarto pasaje (d) comienza diciendo que no es seguro que el siguiente relato talmúdico concierna a Jesús, porque no es mencionado explícitamente en esta narración (p.29,30), y si se refiriera a él, lo haría contempóraneo del R. Akiva. Al igual que en el primer caso, dice Klausner, el pasaje aparece sólo en el Masjet Kalá y en el Kalá Rabati, tratados menores adjuntados en un período muy tardío, que contienen muchos añadidos, sustancialmente nuevos o formalmente corrompidos. Jesús como contemporáneo del R. Akiba no es una idea que provenga de los primeros Tanaím, sino un producto de la imaginación de la generación posterior (p.30). En el quinto pasaje (e) que aduce, él mismo se acoje a la posición de Friedländer, porque niega que Jesús sea designado con el seudónimo de Balaam en todo pasaje realmente antiguo, y no hay ninguna razón atendible para suponer esta seudonimia (p.31,33). Del sexto pasaje (f), Klausner dice: su estilo arameo y la introducción de la fórmula «una baraita dice» probarían su carácter tardío (p.32). También el séptimo pasaje (g) que aduce es un pasaje tanaítico, pero más bien tardío, y no podemos considerar que es primitivo o conserva su forma original (p.34). Se atribuye a Eleazar ha-Kapar, que vivió en el siglo tercero, y murió aproximadamente en el 260. Además, las palabras referentes a Jesús, cuyo nombre no se menciona, pueden pertenecer al amorá R. Abahu, que fue posterior. Aparte de que el pasaje es claramente ficticio, pues se dice que el que habla es Balaam, el cual se refiere a ese hombre que se hizo Dios a sí mismo. Pero si Eleazar ha-Kapar fue comtemporáneo de Orígenes, que vivió en Cesarea Marítima, para esas fechas la hijra de Alejandría ya había escrito su extensísimo comentario al evangelio de Juan, donde los judíos apedrean al ficticio Jesús porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios (Jn 10.33). Y Klausner termina este inseguro y deficiente panorama de los enunciados del Talmud referentes a Jesús con pasajes que no mencionan su nombre, pero él decide que las palabras «ese tal» (p’loni o p’lan) se refieren a Jesús, y sin embargo, los amoraím que discutieron estos pasajes no sabían de quién hablaban los interrogadores, y pensaron que la expresión «ese tal» se refería al rey Salomón (p.35). Finalmente, de los dos últimos pasajes que presenta, del primero reconoce que a primera vista esta exposición sobre el salario de la ramera y la letrina no concuerda con el carácter de las enseñanzas de Jesús tal como aparecen en los evangelios (p.41), y del segundo pasaje, que no menciona el nombre de Jesús, afirma: la forma actual de la narración es sin duda reciente (es decir, tardía), pero el hecho que describe no necesariamente hubo de ser inventado. En cuanto al primer pasaje, atribuido a Eliezer ben Hircano, Klausner afirma que es un relato que lleva el sello de la verdad (p.41), y según él las palabras —que escribe entre paréntesis— «uno de los discípulos de Jesús de Nazaret» y «así Jesús de Nazaret me ha enseñado» que aparecen en este pasaje, son de origen antiguo y fundamentales por su importancia en el relato. Sin embargo, no es seguro que tales palabras sean originales, y no adiciones posteriores, dadas las diferencias que hay en este punto entre las tres distintas versiones del relato. Klausner era consciente de esta dificultad, puesto que insiste en que su carácter primitivo no puede cuestionarse sobre la base de ligeras variantes de los pasajes paralelos. Sin embargo, según Johann Maier, que somete este pasaje a un minucioso análisis sinóptico, la mención de Jesús en este pasaje es extremadamente cuestionable, y es bastante seguro que ninguna palabra de Jesús, ni siquiera la mención de Jesús en este texto es realmente talmúdica.3
Klausner señala que M. Friedländer ha realizado diversos intentos para persuadirnos de que «todo talmudista digno del título sabe que los pocos pasajes talmúdicos que hablan de Jesús son añadidos tardíos» y de que «las fuentes talmúdicas del siglo primero y del primer cuarto del siglo segundo no ofrecen la menor prueba de la existencia de Jesús o del cristianismo».4 Johann Maier, hablando del libro de Klausner, advierte que el valor de los testimonios talmúdicos de Jesús es prácticamente nulo (so gut wie Null).5 Maier, para quien Jesús fue un hombre histórico, ha demostrado que no existe ningún «pasaje de Jesús» rabínico de la época tanaíta, y que las «menciones de Jesús» amoraítas son todas post-talmúdicas antes que talmúdicas.6
Pero Klausner necesitaba crear la ilusión de un anclaje seguro, a base de suposiciones, para fijar la existencia del «verdadero judío» que él se inventa. Por esta razón, afirma que la escasa información que se puede extraer de los enunciados talmúdicos nos permite concluir con certeza que Jesús existió realmente (p.67).
Desde luego, si los primeros enunciados talmúdicos sobre Jesús se limitan a decir que su nombre era Iesua (Ieshu) de Nazaret, que «practicó la hechicería» (es decir, que realizó milagros, como era corriente en aquellos días), que comentó la Escritura de la misma manera que los fariseos, y que fue colgado de un madero (crucificado), en víspera de Pascua (p.44), esto es exactamente lo que narran los evangelios, que fueron escritos varios siglos antes que el Talmud, por lo que no hay ninguna razón para pensar que esos enunciados procedían de una fuente distinta, es decir, de la leyenda y las fantasías que los cristianos habían divulgado desde hacía mucho tiempo sobre el Hijo de Dios, cuya existencia negaban radicalmente los judíos. Sostenerse en estos débiles enunciados para afirmar la existencia histórica de Jesús, sería tan absurdo como sostenerse en todos los autores de la antigüedad que hablan de Orfeo para demostrar la existencia real de éste.7 Y en este caso hay muchísimos más testimonios que las referencias a Jesús que se encuentran en el Talmud, que son muy pocas, y sin embargo, todos esos testimonios eran falsos, puesto que Orfeo era un mito. El problema es que los autores de las epístolas del Nuevo Testamento, que fueron escritas mucho tiempo antes que los libros del Talmud, y cuyos supuestos autores eran contemporáneos del ficticio Jesús, no sabían nada de un Jesús de Nazaret, y aunque era corriente realizar milagros en aquellos días, según dice Klausner, ellos nunca mencionan ninguno de los milagros que Jesús realizaba con frecuencia, ni nunca dicen que Jesús comentó la Escritura o citan alguno de sus comentarios, aunque ellos citan y comentan a menudo la Escritura. Y aunque ellos dicen que predicaban a Cristo crucificado, tampoco saben nada de las circunstancias en las que Jesús fue crucificado, ni que esto ocurrió en víspera de Pascua o en un lugar llamado Gólgota. Por tanto, en los documentos que datan de los primeros días del cristianismo (p.60), no se encuentran ni siquiera los enunciados que a Klausner le parecen confiables en libros escritos varios siglos después. Sin embargo, Klausner no advierte que los autores de la epístolas no conocían los enunciados talmúdicos sobre Jesús que a él le parecen confiables, a pesar de que él mismo reconoce que en ningún escrito de Pablo encontramos hechos históricos confiables sobre la vida y obras de Jesús (p.61). Pero como existen razones de peso para pensar que Jesús era un mito —pues los judíos no iban diciendo por el imperio romano que Hillel, Jehuda haNasí, o cualquier Rabí fariseo (p.41,322), era el Hijo de Dios, o que había resucitado, a pesar de que ellos creían en la ficción de un Dios Padre y en la fantasía de la resurrección—, hay una razón extra, aparte del enorme abismo temporal, para pensar que los pocos pasajes talmúdicos que hablan de Jesús no tienen ningún valor histórico. Y si le adjudicaron el título de Mesías a alguien, rápidamente se lo quitaron, y no se les ocurrió decir que Bar Kochba (el Rabí Akiva vio en él al Mesías real, recuerda Klausner, p.194) era la imagen de Dios o el Hijo de Dios, sino el hijo de la mentira (pseudocristo: Mc 13.21,22). Si somos capaces de considerar por un momento las dimensiones cósmicas de este mito (la luz del cosmos, el Falo solar que creó la vida, Jn 1.3,4; 8.12), que dio lugar a una nueva religión (p.342), todos los intentos por demostrar la existencia histórica de un hombre detrás del mismo quedan reducidos a un puro espejismo.
Klausner pertenecía de lleno al momento de formación del sionismo y del Estado de Israel, y su libro, publicado en 1922, no tenía solo el fin de dar al lector una idea más cierta del Jesús histórico que sea objetiva y científica (p.11), sino que era también un intento de limpiar la memoria de los judíos atribulada por las calumnias deicidas de los impostores que queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre (Hechos, 5.28), convirtiendo a Jesús en un verdadero judío, como todos los sabios de Israel (p.54,57), y quitándole la corona de gloria divina (p.411), que ellos nunca le pusieron, tan distinta de la corona de espinas: Jesús no se hizo a sí mismo ni Dios, ni Hijo de Dios (p.392). Esto ya lo habían hecho antes que él otros historiadores, cuyos libros resume, pero él lo hace en hebreo y para los hebreos. Pero en este caso, es imposible explicar por qué fue divinizado uno que fue un falso maestro, y «un transgresor de Israel», cuando nunca fue deificado ninguno de los sabios de Israel (p.25), como no sea diciendo que a este le tocó el premio gordo de la lotería del mito, y precisamente en un lugar del imperio romano donde no creían en el mito del Hijo de Dios, ajenos a tales divinizaciones, y donde no recibís nuestro testimonio (Jn 3.11). Y de los muchos «Mesías» que aparecieron en ese período (p.242), ¿por qué le tocó la lotería del mito solamente a uno al que los judíos aborrecían (Jn 7.7, 15.24)? Klausner afirma que las masas estaban acostumbradas a ver en todo obrador de prodigios y predicador a un futuro salvador y gobernante, un rey y un Mesías, un salvador político sobrenatural y un salvador espiritual lleno del espíritu divino. Y eso es lo que el pueblo vio primeramente en Jesús: un Mesías Rey, un salvador político y espiritual (p.195). Pero esto es totalmente falso, y no tiene nada que ver con la historia que cuentan los evangelios, porque es evidente que los judíos no veían así a Jesús cuando lo acusaban de decir blasfemias (Mc 2.7, Lc 5.21), o cuando lo apedreaban (Jn 10.31-33, 11.8), o cuando lo condenaron a muerte y el populacho gritaba contra él: !Crucifícalo! (Mc 14.64; 15.13,14), o cuando habían acordado que fuera expulsado de la sinagoga el que admitiera que era el Mesías (Jn 9.22). Y si tenía en contra a la mayoría del pueblo, y los fariseos, que representaban a la mayoría del pueblo, se oponían a él (p.315,195), ¿cómo veían en él al rey mesiánico, si consideraban sus protestas de mesiazgo una desfachatez, y para la mayor parte de la multitud no era el Mesías (p.306,335)? En realidad, los judíos no tenían la costumbre de ver así a nadie en absoluto, puesto que, como Klausner señala, el pueblo judío no reconocía ninguna soberanía humana de carne y sangre. ¿Cómo podía un judío ser siervo de la carne y la sangre? (p.156,168,198). Y si según la afirmación espontánea de Estrabón, resultaba imposible obligar a los judíos a reconocer a Herodes como rey después de que fue coronado en lugar de Antígono; ni la tortura podía mover a los judíos a saludarlo como su rey (p.141), ¿cómo habrían podido saludar como rey a un simple carpintero galileo? El mismo Klausner afirma que a los judíos nunca se les habría ocurrido que un crucificado podía ser el Mesías, que la idea de un Mesías ajusticiado era, en la época de Jesús, imposible de comprender para los judíos, y que ningún discípulo judío podía aceptar a un «Mesías crucificado», puesto que era una idea repelente para los judíos (p.248,297,298,357). Y si esto era así, ¿cómo pudo su horrorosa muerte transformarse en una prueba convincente de su mesiazgo (p.401,298)? Esto demuestra que Klausner estaba inventándose un judío «nacionalista» (p.412,279) que nunca existió, como hacen todos los historicistas, cada uno a su manera.
Cuando Klausner pasa a estudiar las fuentes cristianas de la historia de Jesús, las epístolas de Pablo, dice, son muy antiguas y más próximas a la época de Jesús que ninguna otra literatura al respecto, cristiana o no cristiana (p.60). Y sin embargo, él mismo reconoce que en ningún escrito de Pablo encontramos hechos históricos confiables sobre la vida y obras de Jesús, y que el más antiguo testimonio histórico, es el menos valioso para nuestro conocimiento de la vida de Jesús (p.61). Y a pesar de esto, Klausner afirma que Pablo es un buen testigo de la existencia de Jesús, y no se plantea que si Jesús hubiera existido realmente, de ningún modo puede explicarse que diera poca importancia a la vida terrena de Jesús, ni nunca habría podido exaltar al Jesús que ascendió de la muerte por sobre el que vivió una vida humana (p.61), puesto que jamás ningún hombre ascendió de la muerte. Y cuando Klausner afirma que desde la época de Pablo en adelante, Jesús fue cada vez más divinizado (p.63), tampoco advierte que si Jesús hubiera existido realmente nunca habría sido divinizado, puesto que jamás un judío habría divinizado a otro hombre, y mucho menos a uno que era considerado «un transgresor de Israel», ni su centro de interés habría sido el Hijo de Dios, puesto que los judíos no creían en este mito. Esto demuestra que Klausner, como todos los historicistas, mira el mito desde una óptica distorsionada y falsa. Escamotear el mito no es propio de un historiador. Así, puede escribir con toda naturalidad que en el tiempo de cincuenta años o menos era absolutamente imposible que una imagen puramente fabricada de Jesús se aferrara con tanta firmeza a la imaginación popular (p.67), y no era capaz de ver que lo absolutamente imposible, y en un medio judío todavía más imposible, era que en ese tiempo se fabricara de un simple judío galileo, cuya muerte no significaba más que matar una mosca (p.347), una imagen puramente mítica: el Hijo de Dios y la imagen de Dios (2Co 4.4, Col 1.15), a pesar de que los judíos también creían en la fantasía de que el hombre fue creado a imagen de Dios (p.216,390). El mismo Klausner señala que decenas de miles de judíos trataron de impedir que fuera instalada en el Templo la imagen, no ya de un simple carpintero de Galilea (p.247,274), sino la del mismo Emperador. Y esto lo presenta como un ejemplo de cuáles eran los sentimientos religiosos que movían al pueblo de Judea y de Galilea solo unos pocos años después de la muerte de Jesús (p.215). Pero si Klausner era capaz de ver «rasgos históricos» en una historia fantástica (p.246), no veía las implicaciones de este hecho histórico: nunca pudo existir un grupo de judíos que le pusieran una corona de gloria divina a un simple carpintero de Galilea (p.247,274,411), y mucho menos a un impostor (Mt 27.63), cuando ellos exponían sus vidas para destruir el águila de oro que Herodes había ubicado en el portal del Templo (p.145), según el relato de Josefo. Esto demuestra que Klausner confundía la imposibilidad histórica con la fantasía, y el mito con la realidad, algo normal en quien pensaba que la historia está gobernada por una razón superior (p.406). Y por tanto, las pruebas pseudocientíficas no son las presentadas por Bruno Bauer, Kalthoff y Drews (p.67), sino las que él y todos los historicistas presentaban, sin saber cómo lidiar con el mito. Negar la existencia real de Jesús no es negar la realidad histórica, como supone Klausner, puesto que el judío que él se inventa, como el que se inventan todos los historicistas, no es el de los evangelios, que es, de forma muy evidente, el Hijo de Dios, es decir, un mito. Negar la realidad histórica es no reconocer la omnipresencia del mito. Incluso admitiendo que el mito era una parte esencial del mundo antiguo, no es razonable pensar que en solo cincuenta años o menos el mito pudo aplastar de modo fulminante la memoria de la vida de un hombre, y para más señas judío, puesto que de ninguno de los muchos rabinos o sabios de Israel, como los llama Klausner, se dijo nunca que era el Hijo de Dios cincuenta años después de su muerte. Ninguno de ellos fue colocado a la diestra de Dios en el curso de los siglos. En cambio, a los historicistas no les sorprende la increíble rapidez con que los autores de los libros del Nuevo Testamento le colocaron a un condenado la tres veces resplandeciente corona de Hijo de Dios, de Mesías y de Rey de Israel, sin ser nada de esto. Aunque Klausner dice que Jesús fue cada vez más divinizado, la divinización de un hombre no era posible ni factible en Judea, y no es histórico afirmar que un judío fue divinizado, puesto que los judíos no tenían la costumbre de divinizar a nadie y no creían en el mito del Hijo de Dios. Aunque carecían de facultad crítica y sentido histórico (p.226), los judíos estaban muy lejos de considerar que un hombre podía ser Dios o Hijo de Dios, como lo demuestra el evangelio de Juan, según el cual los judíos procuraban matar a Jesús porque decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios (Jn 5.18). Nunca pudo existir un judío que se viera a sí mismo como el Hijo de Dios, ni nunca pudo existir un grupo de judíos que pensaran que un paisano suyo era el Hijo de Dios, y mucho menos un condenado. Klausner era consciente de esta aporía, puesto que afirma que es absolutamente inconcebible que un judío creyera tal cosa (p. 377); y del mismo modo, señala que las palabras «Hijo de Dios» (en Mt 26.63; Lc 22.70) son inconcebibles en la boca de un sumo sacerdote judío (p.342). Según Klausner, Jesús mismo, siendo, como lo era, un judío, no se consideró Dios, pero por sus sentencias y obras dio ocasión a que otros lo vieran así después de un lapso breve (p.405). Pero si precisamente por ser un judío Jesús no se consideró Dios, ¿cómo pudo haber otros judíos que lo vieran así después de un lapso breve? Y si Jesús, siendo un verdadero judío, no se hizo a sí mismo ni Dios, ni Hijo de Dios, ¿cómo pudo haber otros judíos que le atribuyeran una concepción que era extraña a su mente (p.392), si esta concepción también era extraña e incomprensible (p.413) para ellos? Por tanto, si Jesús era, como dice Klausner, el más judío de los judíos (p.108,374), un verdadero judío (p.45,92,108, 227,316, 386,392), un auténtico judío (p.278), entonces el Jesús que describen los evangelios nunca existió, ni pudo existir. Por esto Klausner se ve obligado a inventarse un judío cuyo judaísmo anuló al judaísmo, y cuya doctrina originó no-judaísmo, y pasó a ser no-judaísmo (p.376,390,393). De hecho, Klausner termina su libro con esta paradoja inexplicable: A pesar del hecho de que él mismo fue indudablemente un judío «nacionalista» por instinto, había algo en él que suscitó «no-judaísmo». Klausner admite que ser Dios o el hijo de Dios, son para el judío no sólo (ideas) impías y blasfemas, sino incomprensibles (p.412,413). Pero un énfasis excesivo en el mito del Hijo de Dios no puede explicar, como Klausner supone de forma simplista (p.378,392,405), la mutación del judaísmo de «un verdadero judío» en no-judaísmo. Esta mutación nunca pudo ocurrir, y de hecho nunca ocurrió, fuera de la historia ficticia de Jesús, ni siquiera en el caso de Shabetai Zevi, con el que él mismo lo compara (p.105, 245). El judaísmo por sí solo no permite explicar cómo surgió del mismo un «no-judaísmo», puesto que el mito del Hijo de Dios y la fantasía de la resurrección como un hecho real le eran totalmente extraños. Conviene decir que Klausner no era un historiador objetivo, puesto que admite explicítamente la fantasía de que la historia humana es gobernada por una razón superior (p.406). Otra tontería suya no menor y falsa es decir que las naciones del Imperio Romano estaban en decadencia por falta de Dios (p.390).
El verdadero judío que Klausner se inventa está compuesto con los retazos de los historiadores que él mismo resume y selecciona, según el proceso de selección de los resultados de la crítica de los evangelios que él mismo señala (p.121). Klausner hace un resumen de los principales libros sobre Jesús, desde Reimarus hasta Eduard Meyer, y pone de manifiesto que todos los historiadores usaban un negacionismo textual que nada tiene que ver con la historiografía: que Jesús nunca se opuso a la Ley mosaica, que nunca soñó nada de esto —su propia resurrección corporal y su segunda venida—, o que nunca soñó con revivir el reinado de la casa de David, ni anticipó su muerte inoportuna ni su resurrección, o que Jesús nunca envió delante de él a ningún apóstol, o que Jesús nunca propuso abolir las leyes ceremoniales (p.74,85,91,99,105). ¿Y cómo averiguaron estas cosas los historiadores, si antes de los libros del Nuevo Testamento no existe absolutamente nada para comprobarlo? ¿Y en qué se basaban para hacer tales negaciones, si no se pueden presentar como genuinos documentos falsificados y llenos de mentiras? Unos documentos, como ellos mismos reconocen, cuyo principal objetivo no era histórico ni biográfico, sino religioso (p.120,325)? Pero dado que todas estas negaciones parciales no tienen ningún fundamento, no consigen presentar un Jesús histórico que no sea hipotético o imaginario. Klausner sigue de cerca los pasos del negacionismo de estos historiadores cuando dice que Jesús no se hizo a sí mismo ni Dios, ni Hijo de Dios (p.392), o que no se consideró Dios (405), o que Jesús no les había dicho (a sus discípulos) anteriormente que habría de resucitar (358). Otra forma de negacionismo es el que Klausner define cuando dice: De Jonge no es afectado por ninguna prueba científica: todo lo que contradice sus opiniones es una falsificación de los primeros cristianos (p.118). Del mismo modo, todas las palabras de los evangelios que contradicen el verdadero judío que Klausner se inventa son adiciones posteriores, o imaginarias, o agregados legendarios (p.269,272, 289,298, 310,329, 336,337, 342,380). Klausner no veía en todas estas adiciones la «prueba positiva» del mito, y que Jesús no existió y fue inventado por los evangelistas (p.73), sino el elemento no histórico que elaboraron los evangelistas (p.346). Según Klausner, no hay base alguna para sospechar que los evangelistas inventaron los hechos deliberadamente (p.233), ni siquiera cuando él mismo reconoce que algunos relatos no son históricos. Así, por ejemplo, reconoce que el relato de la mujer pecadora se trata de una parábola posteriormente convertida en hecho real (p.310); y del episodio de la maldición de la higuera, dice que los discípulos de Jesús, que tenían una imaginación intensa —a pesar de ser unos simples galileos (p.298,408)—, transformaban una descripción poética en un hecho real que excitaba su fantasía (p.262). Por tanto, no se trataba de una «una trasposición poética de la realidad», sino de todo lo contrario: una ficción convertida en un hecho real. ¿Y esto no era inventarse los hechos? Pero Klausner no era capaz de ver en una historia fantástica, como él llama al relato de las tentaciones, la prueba del mito, sino que puede deducir ¡rasgos históricos! (p.246). Y del mismo modo, aunque el relato de Mateo y Lucas sobre los discípulos de Juan carece base histórica, puede aceptarse como un hecho histórico (p.243) lo que en él se dice; y aunque las palabras celestiales dichas en el momento del bautismo son legendarias, un importante hecho histórico las realza (p.244). Y en el caso de los cerdos gadarenos, aunque admite la posibilidad de que el episodio no sea histórico, y que esta historia puede ser sólo una leyenda posterior o un añadido tardío (p.292), que está por cierto mal ubicada en Gadara (p.289), el se permite decir que en esa época Jesús puede haber visitado Gadara. Con la misma certeza, Klausner afirma que sostener que Jesús previó su muerte y resurrección al tercer día es ir más allá de los límites de lo probable (p.297), pero él no explica por qué los evangelistas fueron mucho más allá de los límites de lo probable. Y más difícil de explicar es que los autores de las epístolas, que habían hecho de la resurrección un condición sine qua non de la nueva fe, no sepan nada de lo que el ficticio Jesús dijo al respecto, máxime si, según Klausner, las enseñanzas de Jesús se transformaron en la base de una nueva fe (p.411). Pero si esta fe no se basaba en sabiduría de hombres (1Co 2.5), ¿cómo ocurrió esa transformación, si Jesús había sido un hombre real?
Evidentemente, la suma de todos los «Jesús nunca» hizo esto o aquello, o «Jesús no» dijo esto o lo otro, está a un solo paso del reconocimiento de que el Jesús que describen los evangelios nunca existió. Y esta es la razón por la que Klausner concluye su resumen diciendo lo siguente: Si volvemos a considerar lo que se ha dicho al respecto durante los primeros veinte años de este siglo, llegamos a la conclusión de que casi todos los eruditos cristianos (incluso los mejores) que estudiaron profundamente la materia, se han esforzado por descubrir en el Jesús histórico algo que no sea judaísmo; pero en su historia real no han encontrado nada de esto, puesto que esa historia se reduce casi a cero (this history is reduced almost to zero). No es entonces sorprendente que a principios de siglo haya reaparecido la opinión de los siglos XVIII y XIX, en el sentido de que Jesús nunca existió (p.100).8
Y ahora la estrella de las negaciones: Klausner cita con complacencia la frase de Wellhausen Jesús no fue un cristiano, sino un judío (Jesus war kein Christ, sondern Jude. p.90,91,269,364), lo cual es a simple vista el colmo de la contradicción. Klausner comparte plenamente esta infundada y extravagante opinión de Wellhausen, puesto que él habla de dos mil años de cristianismo no judío (p.390). De esta conclusión notable y sagaz, enfática afirmación, y opinión osada, como la llama Klausner, sería lícito deducir que la existencia de Jesús no era necesaria en absoluto para el nacimiento del cristianismo, sino que lo habría impedido, puesto que los judíos no creían en el mito del Hijo de Dios. Extraño sería que un judío que no era cristiano hubiera sido el fundador del cristianismo, que contradiría la idea total del judaísmo (p.141), y que era la negación de todo lo que había vitalizado al judaísmo, y pasó a ser no-judaísmo. Pero Klausner lo reconoce, sin ver ahí la prueba del mito: De allí el extraño cuadro: el judaísmo produjo de sí al cristianismo (p.376). En este caso habría que admitir la extraña y nada probable circunstancia de que los cristianos, para inventarse una religión tan irreconciliable con el espíritu del judaísmo (p.10), eligieron a un judío que fue contado con los criminales (Mc 15.28, Lc 22.37), y al que los propios judíos rechazaron completamente (p.9,103,390). Klausner dice que este es el problema más importante que tratará de resolver en su libro: explicar esta «gran contradicción» de que hablaba Voltaire: «He aquí nuevamente una gran contradicción. Aunque él era judío, sus seguidores no lo fueron» (p.9,10). Klausner no era capaz de ver que solo esta gran contradicción destruye la posibilidad de que Jesús hubiera existido. No es históricamente defendible que un grupo de judíos nativos pusiera a la diestra de Dios a otro judío, a ninguno en absoluto, pero mucho menos a uno que consideraban un impostor (Mt 27.63), y que había sido crucificado. La ficticia historia de Jesús está situada allí donde nunca pudo ocurrir. La oposición total entre el judaísmo y la nueva religión, desde sus comienzos (simiente de antinacionalismo judío, p.240, 10), está registrada en muchos pasajes de los libros del Nuevo Testamento. Por ejemplo, después de un largo discurso completamente judío que termina colocando a Jesús a la diestra de Dios (Hechos, 7.55,56), Esteban recibió como premio la muerte por lapidación. Y el mismo Klausner habla de la oposición que los evangelios manifiestan hacia los fariseos (p.214), y de todos los esfuerzos de los autores de los evangelios por destacar la gran oposición que existió según ellos entre Jesús y el judaísmo farisaico (p.121). Esta «gran oposición», que Klausner rebaja a una simple cuestión de énfasis excesivo (p.258,378,392,405), demuestra que el cristianismo no pudo surgir en Palestina. ¿Cómo serían judíos los primeros cristianos si los mismos judíos prohibían que se hablara en el nombre de Jesús (Hechos, 4.18, 5.40)? Según Klausner, la persona de Jesús, su doctrina, su obra y su vida son completamente explicables por el judaísmo hebreo palestino exclusivamente (p.127), pero él sabe que el triunfo y desarrollo del movimiento cristiano no es explicable por el judaísmo hebreo palestino, por lo que, intuyendo cuál era el verdadero origen del cristianismo (el judaísmo helenista), afirma que para comprender el cristianismo y el triunfo y desarrollo del movimiento cristiano durante sus dos primeros siglos de existencia, el conocimiento del judaísmo helenista es muy importante, puesto que él solo explica el origen de la Trinidad y del «Verbo» como «Hijo de Dios», y que la sorprendente expansión de la nueva fe nunca habría sido posible de no mediar la adhesión de una gran cantidad de judíos helenizados, muy alejados de su original modo de vida hebreo, y que no conocían la lengua hebrea ni su literatura primigenia (p.126,127). Klausner estuvo a un solo paso de descubrir el verdadero origen del cristianismo, pero se lo impedía la ficción del judío «nacionalista» que él se inventa (p.121,279,412). Este origen es manifiesto cuando se repara en algo tan evidente, y tan alejado del judaísmo nacional (p.369,374), como que los evangelios están escritos en griego (lengua oficial del cristianismo hasta mucho después de que se redactara el Talmud), y en que los judíos nativos no eran en absoluto amantes de las letras griegas.9
Klausner no consigue el objetivo principal de su libro: exponer y explicar la «gran contradicción» de que hablaba Voltaire (p.10). De hecho, es imposible explicar que existió un judío —verdaderamente judío en todo (p.402), y que siguió siendo hasta el fin un verdadero judío en todos los aspectos (p.45,316)— cuyo judaísmo anuló al judaísmo, y pasó a ser no-judaísmo (p.376,390). Simplemente, esto es absurdo. Porque de los muchísimos rabinos que existieron durante los siglos en que se redactó el Talmud, y después hasta Maimónides, de ninguno se dice que su judaísmo, por un error o por una cuestión de «excesivo énfasis», anuló al judaísmo, y dio origen a una religión nueva. Como ninguno de los muchos filósofos —Klausner también incurre en el tópico de comparar el ficticio Jesús con Sócrates (p.257,348)— que existieron en los mil años que duró la filosofía griega llevó el pensamiento griego (infinitamente más excelente que el judío) a la negación del mismo, a un no-helenismo. Y si se prefiere el ejemplo del hinduismo, ninguna de sus muchas ramas o escuelas se convirtió nunca en un no-hinduismo. Y si el judaísmo, por una extraña alquimia, o por una mutación «extraña a su mente», originó no-judaísmo, también era de esperar que el cristianismo, con sus muchas sectas y distintas iglesias, hubiera originado alguna vez, por la misma alquimia fantástica, un no-cristianismo, e incluso un nuevo judaísmo, puesto que los judíos serán injertados en su propio olivo (Ro 11.23,24). Si todos los días surgían falsos mesías (p.402), que aparecían uno a continuación del otro (p.238), tenía que haber un extenso repertorio donde elegir, pero ¿cómo sabemos que los evangelistas no se inventaron al que fue entregado a Pilato como falso mesías (p.353), sino que eligieron al menos apropiado para serlo, puesto que a los judíos nunca se les habría ocurrido que un crucificado podía ser el Mesías, y la idea de un Mesías ajusticiado era imposible de comprender para los judíos (p.248,297)?
Y sin embargo, Klausner sostiene que el doble error (two-fold misapprehension) de Jesús —la creencia en la proximidad del reino de los cielos y en su propio mesiazgo—, perpetuó su memoria y dio origen al cristianismo, a pesar de que los judíos en conjunto no podían adherirse a una creencia de base tan endeble, puesto que el judaísmo no asocia al Mesías con la divinidad, y en ese tiempo sus líderes estaban muy lejos de fantasías peligrosas (p.405,406). Afirmar que la religión cristiana está basada en un «doble error» equivale a decir que el cristianismo se fundó en la impostura, cosa que él mismo niega rotundamente, hablando de la resurrección: Esto es imposible: la impostura deliberada no es la materia con que se creó la religión de millones de seres humanos (p.357). Y sin embargo, es preciso admitir que la resurrección es una idea meramente fantástica (p.315. One must admit in answer that the resurrection of the dead is mere imagination. p.318). Klausner no ignoraba que la fantasía de la resurrección era la piedra basal del cristianismo: el cristianismo nunca habría sido posible sin la leyenda de la resurrección (p.356,411). Pero Klausner reduce la resurrección a una visión espiritual y no material, contra lo que dice explícitamente el evangelio de Lucas, que él mismo cita: un espíritu no tiene carnes y huesos, como veis que yo tengo (Lc 24.39), y es seguro que el autor de Lucas no se refería a carnes espirituales y huesos inmateriales. Según Klausner, esa visión se transformó en la base del cristianismo: fue tratada como prueba veraz de la resurrección de Jesús, de su mesiazgo y de la proximidad del reino de los cielos (p.359). Ahora bien, Klausner no explica cómo una visión inmaterial pudo ser tratada como prueba veraz de un doble error. Klausner incurre en un espantoso absurdo. Y si la fantasía de la resurrección fue una visión espiritual y no material, ¿cómo sería más fácil explicarla suponiendo que Jesús había existido realmente, que admitiendo que Jesús no existió y fue inventado por los evangelistas (p.73)? ¿Acaso si alguien dice, como en el Apocalipsis, que ha visto a siete ángeles, eso demuestra que los ángeles existían realmente? Según Klausner, las visiones eran contagiosas, y tenemos que concluir que también las visiones de los discípulos de Jesús estaban basadas en este doble error y en fantasías mesiánicas (p.147), puesto que Jesús era un visionario (p.230,311, 336,409), y la visión de Jesús, la visión sobrenatural de un Mesías de pronta llegada, les produjo visiones también a ellos (p.299). ¿Pero esto no es suponer mas allá de los límites de lo probable, y más allá de los límites del saber objetivo?
Como sabe todo el que haya estudiado los mitos fundamentales del cristianismo, Klausner sabía que el bautismo era el símbolo de un nuevo nacimiento. Los bautizados eran como «niños recién nacidos»; el bautismo equivalía a un nuevo nacimiento (p.240). Y aunque él reconoce que estas palabras son legendarias, también sabía que el texto más preciso de Lucas, apoyado por muchos de los primeros Padres, de la ficticia voz de los cielos en el momento del bautismo era el del Salmo 2.7: Yo te engendré hoy (p.244), que es el mismo que se utiliza en Hechos (13.33) para justificar la resurrección, aunque esto no lo advierte Klausner. Esta era la verdadera razón de que los evangelios de Marcos y Juan carezcan de infancia de Jesús, puesto que nunca la tuvo, y no la que arguye Klausner, que a los judíos, de la vida de un gran hombre, sólo les interesaban los años posteriores a su aparición en el escenario histórico; consideraban que antes era un individuo igual a los demás y los detalles de su vida no les concernían. A lo sumo, la Biblia se detiene (por ejemplo, en el caso de Moisés) en el nacimiento del héroe y en sus primeros días. Klausner advierte que puede aducirse que Moisés es una figura legendaria (p.231), pero no advierte que el autor de Mateo presenta a Jesús como un nuevo Moisés. Y sin embargo, esto es exactamente lo que ocurre con Jesús, porque si los detalles de su vida no les concernían, y sólo se interesaban en los años de la vida de Jesús durante los cuales constituyó un factor activo de la historia (p.232), ¿por qué los autores de los evangelios de Mateo y de Lucas se inventaron dos historias tan distintas del nacimiento del héroe? Así que Jesús nació solo porque suponemos que tuvo un nacimiento, y todos los historicistas olvidan que había muchos (πολλοὶ) que lo negaban: no admiten que Jesucristo ha venido en carne (2Jn 7). Y esta negación no solo está recogida explícitamente en el Nuevo Testamento, sino también en otros documentos más antiguos que el Talmud (los tratados antiheréticos): Jesús ni nació ni se encarnó (neque autem natum, neque incarnatum).10 Y si no cabe pensar que los gnósticos eran unos imbéciles, ¿cómo se explica que antes de que se redactara ningún libro del Talmud hubiera quienes pensaban que el verdadero judío de Klausner no había nacido? Pero si Jesús existió realmente, habrá que admitir también que es una tontería inconcebible para los mortales que alguien dijera que Jesús no nació de esperma de hombre (οὐκ ἐξ ἀνθρώπου σπέρματος), y que decir esto equivale a suponer que la fe de millones de hombres se fundó en la impostura, lo cual es imposible, según dice Klausner (p.358). Y sin embargo, esto era lo que decían todos los cristianos antes de que se escribiera ningún libro del Talmud, puesto que como Hijo de Dios no podía tener un padre humano (p.226). San Justino insistía en la ficción de que Jesús no nació de esperma de hombre (οὐκ ἐστι γένους ἀνθρώπου σπέρμα).11 Por tanto, si Jesús no nació de esperma humano, no nació nunca, y la suposición de que Jesús existió realmente no está apoyada por los textos. San Justino lo decía afirmando que Cristo no es un hombre que proviene de los hombres (οὐκ ἔστιν ὁ Χριστὸς ἄνθρωπος ἐξ ἀνθρώπων). Esto demuestra que Jesús no era para los evangelistas un hombre real, de lo contrario ellos no se habrían inventando una historia que contradice la realidad de forma tan manifiesta. El mismo Klausner afirma que las narraciones de Mateo y Lucas acerca del nacimiento sobrenatural de Jesús tienen la misma base que las historias que consideran a Jesús hijo ilegítimo, y no hay ninguna base histórica para la tradición del nacimiento ilegítimo de Jesús (p.35,226).
Como ya se ha dicho, los cristianos pensaban que nacemos en el bautismo, y el evangelio de Juan —que, como el de Marcos, no sabe nada de la infancia del Hijo de Dios— lo dice explícitamente, cuando pregunta si puede nacer un hombre, no ya de treinta años, sino siendo viejo (Jn 3.4). Y pensaban que la muerte está al principio de la vida, y no al final (si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, Jn 12.24), razón por la que se dice que el ficticio Jesús resucitó, y que los muertos entierran a sus muertos (Mt 8.22), o que estamos muertos (Ro 8.10, Ef 2.1,5). Si esta fantasía se traslada a la realidad, necesariamente se presenta diciendo que la verdadera vida está después de la muerte. ¿Y todo esto no apesta a mito? La historia de los evangelios no sucedió ni pudo suceder realmente, como lo demuestran la resurrección y la omnipresencia del mito, y nada nos autoriza a pensar que su protagonista existió realmente, porque aunque es presentado como un hombre en la historia, también es presentado como un hombre que resucita realmente. Y aunque la creencia en la resurrección estaba ampliamente difundida en la Judea de la época (p.86,193), no pasaba de ser una fantasía. Vista como un hecho real, la resurrección era extraña al judaísmo. Sin embargo, había una clase de hombres que sí podían resucitar: los que todavía no habían nacido, ya que hombre es también el que es futuro, así como todo el fruto está ya en el semen,12 que es Cristo (et semini tuo, qui est Christus, Gál 3.16).
Todas las teorías de los historicistas sobre el ficticio Jesús son hipótesis ad hoc extraídas de los evangelios, y luego aplican un proceso de selección, como dice Klausner, sobre qué aceptar y qué rechazar de los Evangelios (p.121). Klausner utiliza esta técnica pseudocientífica para dar una fisonomía al verdadero judío que se inventa. Así por ejemplo, cuando dice que Pablo encontró en Jesús una base para dejar a un lado las leyes ceremoniales y abrirse paso a través de las barreras del judaísmo nacional, señala que Jesús comía y bebía con publicanos y pecadores, y que justificó a sus discípulos cuando cortaron espigas durante el día de reposo (p.369). Sin embargo, el autor de las epístolas, fuera quien fuese, no sabía que Jesús comía y bebía con publicanos y pecadores, aunque él dice que el reino de Dios no es comida y bebida, que bueno es no comer carne, ni beber vino (Ro 14.17,21), y que nadie os juzge en comida o en bebida (Col 2.16). Y en ninguna parte de las epístolas se dice que los discípulos de Jesús habían cortado espigas en día de reposo, ni sus autores dan muestra de conocer la respuesta de Jesús, aunque ellos citan varias veces lo que dijo David (Ro 4.6, 11.9; Heb 4.7). Esto difícilmente se puede explicar dando por supuesto que Jesús existió, y que Pablo encontró en Jesús un apoyo a su actitud negativa con respecto a la leyes ceremoniales (p.371).
Y otras veces, utilizando la misma técnica, Klausner no hace más que divagar sobre lo que dicen los evangelios. Como cuando dice, por ejemplo, que el recién bautizado Jesús era el Mesías mismo, que enseñaba mediante parábolas, o que relizaba milagros y curaba a los enfermos (p.245,248,250,259). Desde luego, para saber esto no necesitamos leer el libro de Klausner, porque nunca dice cómo lo ha comprobado, cuando es muy fácil comprobar que ese Jesús no era real, puesto que los autores de las epístolas, a pesar de hablar del bautismo, no saben nada del bautismo de Jesús; y aunque afirman que predicaban el evangelio de Cristo, nunca jamás dicen que Jesús enseñaba mediante parábolas, a pesar de que hablan a menudo de la enseñanza que ellos mismos realizaban. ¿Pero se detuvo Klausner a comprobar si alguna vez se habla de las parábolas de Jesús en las epístolas, que son, como él mismo señala, las fuentes más próximas a la época de Jesús (p.60)? Ni una sola de la parábolas de Jesús se menciona en las epístolas, aunque el autor de Hebreos habla en dos ocasiones en parábola (ἐν παραβολῇ, Heb 9.9, 11.19). Tampoco los autores de las epístolas saben nada de los milagros que el ficticio Jesús hizo, o que curó a muchos enfermos, auque ellos también hablan de los milagros (δυνάμεις), y de los enfermos (ἀσθενεῖς). Tampoco saben nada de ninguno de los diez notables proverbios del Nazareno que Klausner cita, a pesar de que resulta imposible olvidarlos (p.410). Sin embargo, Klausner, saltándose la norma, acude rápido a las epístolas para explicar que la resurrección fue una visión espiritual y no material (p.359), pero no advierte que los autores de las epístolas, que identifican a la Iglesia con una mujer (Ef 5.23-33), y que mencionan a muchas mujeres, no sabían nada de María Magdalena —testigo principal de la resurrección que, según Klausner, era una mujer que sufría de histeria (p.358)—, ni sabían que Jesús curó a mujeres histéricas (p.106,264,270), y tampoco saben nada del discurso que Jesús dirigió a una gran multitud de mujeres que lloraban (Lc 23.27) cuando iban a crucificarlo. Klausner advierte que este discurso, en un hombre en su situación, es inconcebible (p.352), pero no veía en esta anomalía general de las epístolas la prueba de que toda la historia de Jesús era ficticia.
Por tanto, si Jesús existió realmente, tenemos que concluir, según Klausner, que la nueva religión (p.342) se basaba en el doble error de un visionario galileo (p.336), en fantasías mesiánicas (p.147), y en visiones imaginarias de simples galileos (de amé ha-arets, p.205,215,262,270,282,408) y de mujeres histéricas. Pero desde un punto de vista histórico, es muy poco probable que una religión universalmente aceptada estuviera basada en el doble error de un simple judío galileo que fue crucificado, y en una «visión celestial» e inmaterial que tuvieron unos simples judíos galileos. Minucio Felix, que hablaba en nombre de todos los cristianos, lo decía de esta forma: En cuanto a los que atribuís nuestra religión a un hombre criminal y su cruz, lejos del límite de la verdad erráis los que creéis que Dios ha merecido ser un criminal o que ha podido ser uno de la tierra, y ciertamente es un miserable el que apoya toda su esperanza en un hombre mortal (Octavio, 29, → Jer 17.5).13 En el Octavio de Minucio Félix nunca se nombra a Jesús ni a Cristo, a pesar de mencionar una larga nómina de filósofos, escritores y dioses. Pero si Jesús hubiera sido un hombre real, es evidente que Minucio nunca habría podido decir que estaban muy lejos de la verdad los que atribuían su religión a un hombre criminal y su cruz (hominem noxium et crucem eius), o que es un miserable el que apoya toda su esperanza en un hombre mortal (homine mortali). Por tanto, para Minucio Félix, contemporáneo de los redactores de la Mishná, Jesús no había existido realmente.
En general, puede decirse que la labor de Klausner a lo largo de su libro consiste en colar el mosquito y tragarse el camello, lejos de respetar los límites del saber objetivo (p.10,363). De esta manera pseudocientífica y con una gran dosis de fantasía novelesca y nacionalista escribió Klausner su libro sobre el Jesús judío (p.346) que se inventa, un verdadero judío que describe como un soñador entregado a fantaseos, y cuyo sueño había quedado reducido a la nada (p.230,244,354).
Si Jesús existió realmente, y siguió siendo hasta el fin un verdadero judío (p.308,368), el mito del Hijo de Dios nunca habría sido inventado, puesto que para los judíos un hombre no podía ser Dios ni el hijo de Dios (p.108,413). Pero si el mito del Hijo de Dios fue efectivamente inventado, y si alguien dijo alguna vez que Jesús es el Hijo de Dios (1Jn 5.5; Mc 3.11; Mt 14.33; Jn 1.34,49; 6.69), entonces Jesús nunca existió ni pudo existir.
En efecto, si los judíos no podían ver en él nada divino (p.108), el mito del Hijo de Dios queda reducido a la nada, y no podemos explicar cómo pudo surgir de la nada una religión universalmente aceptada (p. 105,110). Klausner no se cansa de repetir que ex nihilo nihil fit (p.10,240,248,369). Si Jesús hubiera sido un hombre histórico, siendo un verdadero judío, nunca habría sido presentado como un mito no judío, puesto que para los judíos un hombre no podía ser Dios ni el hijo de Dios. Para un judío este mito era al mismo tiempo extraño a su mente y muy poco alejado de la idolatría (p.392).
Pero lo extraordinario es que los cristianos afirmaban explícitamente que los hijos de la carne (τὰ τέκνα τῆς σαρκός) no son hijos de Dios (τέκνα τοῦ θεοῦ), sino los hijos de la promesa son contados en esperma (εἰς σπέρμα, Ro 9.8), que es Cristo (Gál 3.16). Por tanto, si Jesús era el Hijo de Dios, no podía ser un hijo de la carne, luego este hombre no pudo existir. Y esto era justamente lo que decían los gnósticos.14 Más importante es constatar que incluso para los cristianos un hombre no podía ser Dios, porque cuando los habitantes de Listra decían: Dioses que se han hecho iguales (ὁμοιωθέντες) a hombres han descendido a nosotros, ellos replicaban con firmeza apelando a la igualdad natural de todos los hombres: también nosotros somos hombres de igual naturaleza (ὁμοιοπαθεῖς) que vosotros (Hechos, 14.11,15), a pesar de que ellos se consideraban a sí mismos hijos de Dios (Ro 8.14,16; Gál 3.26). Por tanto, si Jesús hubiera existido sería un hombre de la misma naturaleza que todos (es decir, engendrado según la carne, Gál 4.29), y no el Hijo de Dios, puesto que los hijos de la carne no son hijos de Dios.
Además, si Jesús fue un hombre real, y un verdadero judío, necesariamente pertenecía a los que son de la Ley (οἱ ἐκ νόμου), y si los que son de la Ley son los herederos, vana es la fe, y la promesa es anulada (Ro 4.14). De donde resulta la absurda conclusión de que el autor de la fe de Jesús (Heb 12.2; Ro 3.26) dejaba vacía esta fe, y anulaba la promesa de Dios: así será tu esperma (Ro 4.18,20), que era la promesa del pneuma (Gál 3.14-29).15 Todavía más absurdo sería, si Jesús había sido un hombre real, que alguien pensara que la fe en Cristo (Col 2.5) no se basaba en sabiduría de hombres (1Co 2.5), o que la circuncisión de Cristo era una circuncisión no hecha a mano (Col 2.11).
En las páginas de este blog creo que he explicado suficientemente en qué consistía el mito del Hijo de Dios (no esa basura pestilente que enseña la teología, que es mitología). El Hijo de Dios era el Semen del Falo cósmico, en el cual estaba la vida, y era la luz de la vida (Jn 1.4; 8.12). Según Klausner, es absolutamente imposible admitir que Jesús dijo a sus discípulos que debían comer de su cuerpo y beber de su sangre (p.326). De este modo, Klausner elimina de un plumazo la eucaristía, sin explicar por qué los judíos la entendían exactamente así (Jn 6.50). En efecto, entendida como antropofagia (como si Jesús hubiera sido un hombre histórico), la eucaristía no tenía ningún sentido. Pero el autor de Juan no la entendía así, puesto que dice que la carne no sirve para nada (Jn 6.63), y por tanto, para el autor de este evangelio, Jesús no era un hombre histórico, y él mismo da la clave para entender la eucaristía en sentido real: el pneuma es lo que hace la vida (τὸ ζῳοποιοῦν, Jn 6.63). En efecto, el logos de la vida (τοῦ λόγου τῆς ζωῆς) es duro, porque ¿quién puede oírlo? (Jn 6.60). Pero también podemos verlo con nuestros ojos y tocarlo con nuestras manos (1Jn 1.1). En efecto, su Logos (λόγον αὐτοῦ, Jn 5.38) era su Esperma (σπέρμα αὐτοῦ, 1Jn 3.9), que es el mismo Esperma o Hijo del Hombre, pues el pneuma de Dios habita en vosotros (1Co 3.16). El Semen de Dios era el mismo que el del hombre. Por tanto, la eucaristía era realmente espermatofagia, y solo tenía sentido real como tal, puesto que comiendo el Semen era posible comer realmente al Hijo de Dios, pues el buen semen son los hijos (bonum vero semen hi sunt filii, Mt 13.38). El principio vital del Semen era el pneuma o espíritu. El Semen no contenía espermatozoides, sino el pneuma o el Logos de la vida. Y el que comía el Semen comía realmente el pan de la vida (ὁ ἄρτος τῆς ζωῆς), y el pneuma de la vida (τοῦ πνεύματος τῆς ζωῆς, Ro 8.2). Esto ya lo he explicado ampliamente en otras partes de este blog,16 pero lo repito aquí por exigencias del tema.
El cristianismo se formó a partir de este mito gnóstico en Alejandría, en el siglo II. El mismo Klausner señala que el objeto del cuarto evangelio es interpretar a Jesús como el Logos, en el sentido extremo de Filón (p.119). Filón y sus camaradas los terapetuas habían puesto las bases un siglo antes, y antes que ellos, los traductores de la Septuaginta, lo que llevó a interpretar los mitos judíos con las categorías de la filosofía griega (los judíos nativos odiaban la Septuaginta, porque para ellos era una profanación). Por esta razón el autor de Mateo se inventó la residencia en Egipto, para que se cumpliera lo que dijo el profeta: De Egipto llamé a mi Hijo (Mt 2.15; Os 11.1).17 Extraña y estúpida visión del futuro, que un ángel onírico lo mandara a Egipto para evitar que mataran al niño (Mt 2.13), y luego lo enviara de nuevo a tierra de Israel (Mt 2.20) para matar al hombre. Pero no importa, porque, según el Apocalipsis, también fue crucificado en Sodoma y en Egipto (Ap 11.8), una crucifixión tan real y tan ficticia como crucificar la carne o crucificar el mundo (Gál 5.24; 6.14). Y si según Klauner, Jesús no preveía su muerte inminente (p.328), cuando estaba en Getsemaní el ángel (Lc 22.43) podía haberle avisado que iban a matarlo, como avisó a José para la huida y para el regreso. Pero el mito se revela tanto en los detalles pequeños como en los más absurdos.
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Notas
Los números de las páginas corresponden a la primera edición en España, 1989, Ediciones Paidós.
Todas las frases en color azul son del libro de Klausner, aunque no siempre están en el mismo orden textual.
Todas las frases en color azul son del libro de Klausner, aunque no siempre están en el mismo orden textual.
1. Aunque la hijra de Alejandría, contemporánea de los redactores de la Misnhá, no pensaba lo mismo, en consonancia con su gnosticismo camuflado, pues la figura del cuerpo no contiene la imagen de Dios (non enim corporis figmentum Dei imaginem continet, Homilías sobre el Génesis, 1.13), lo que equivalía a decir que la imagen de Dios, es decir, Jesucristo, nunca tuvo un cuerpo.
2. Véase Palimpsesto Sinaítico / Syriac Sinaiticus, y Christ’s agony.3. Die erste Erwähnung Jesu im Babli erweist sich nicht bloß anhand der Synopse als äußerst fragwürdiger Textbestand.
Es ist mit ziemlicher Sicherheit kein Jesuswort, ja nicht einmal die Erwähnung Jesu in diesem Text ist wirklich talmudisch.
Johann Maier, Jesus von Nazareth in der talmudischen Überlieferung, p.165,174.
4. Wußte ich überdies, daß die talmudischen Quellen des ersten und des ersten und des ersten Viertels des zweiten Jahrhunderts auch nicht die leiseste Kenntnis von der Existenz Jesu und des Christentums verraten.
Moriz Friedländer, Die religiösen Bewegungen innerhalb des Judentums im Zeitalter Jesu, p. 215.
5. Der Quellenwert der talmudischen Jesuszeugnisse sei daher für die Kenntnis des historischen Jesus bis auf gewisse Reminiszenzen (Zauberer, Volksverführer, 5 Jünger, Hinrichtung zum Passah-Vorabend) so gut wie Null, sie illustrierten jedoch gewisse Seiten der umweltreaktion auf christliche Behauptungen.
Maier, op. cit., p.37.
El valor de las fuentes de los testimonios talmúdicos de Jesús es, por tanto, prácticamente nulo para el conocimiento del Jesús histórico, excepto ciertas reminiscencias (mago, demagogo, 5 discípulos, ejecución en víspera de Pascua), que sin embargo ilustran ciertas partes de la reacción ambiental a las afirmaciones cristianas.
6. Kontextanalyse, überlieferungs-, stoff-, motiv- und formgeschichtliche Beobachtungen sprechen sogar dafür, daß es keine einzige rabbinische „Jesus-Stelle“ aus tannaitischer Zeit (bis ca. 220 n. Chr.) gibt.
Die Tatsache, daß es keine tannaitische „Jesus-Stelle“ gibt und auch von den amoräischen Jesus-Erwähnungen eher alle nachtalmudisch als talmudisch sind, ...
Maier, op. cit., p.268,273
7. Véase Jesús nunca existió 3, nota 2.
8. And when we look afresh into all that has been said of these three, during the first twenty years of this century, we come to the conclusion that nearly all the many Christian scholars, and even the best of them, who have studied the subject deeply, have tried their hardest to find in the historic Jesus something which is not Judaism; but in his actual history they have found nothing of this whatever, since this history is reduced almost to zero. It is therefore no wonder that at the beginning of this century there has been a revival of the eighteenth and nineteenth century view that Jesus never existed. Jesus of Nazareth, p. 105.
9. Οὐ πάνυ μὲν οὖν Ἰουδαῖοι τὰ Ἑλλήνων φιλολογοῦσιν. Orígenes, Contra Celso, 2.33.
10. Igitur qui dicunt eum putative manifestatum, neque in carne natum, neque vere hominem factum.
neque autem natum, neque incarnatum dicunt illum, alii vero neque figuram eum assumsisse hominis.
San Ireneo, Adversus haereses, 3.18.7; 3.11.3.
Así pues, los que dicen que él se manifestó aparentemente, y que no nació en carne, ni se hizo hombre verdaderamente.
dicen que él no nació ni se encarnó, otros que ni siquiera asumió la figura de hombre.
11.Ver No de esperma de hombre.
12. homo est et qui est futurus, etiam fructus omnis iam in semine est. Tertuliano, Apologético, 9.8.
τὴν δὲ ἀνάστασιν ἤδη γεγενῆσθαι διὰ τῶν γεννωμένων τέκνων ὑπὸ ἑκάστου τῶν γεννώντων. San Epifanio, Panarion, 40.8.
y la resurrección ya ha sucedido en los hijos que son engendrados por cada uno de los padres.
13. Nam quod religioni nostrae hominem noxium et crucem eius adscribitis, longe de vicinia veritatis erratis, qui putatis deum credi aut meruisse noxium aut potuisse terrenum. Ne ille miserabilis, cuius in homine mortali spes omnis innititur.
14. Christum autem non in substantia carnis fuisse.
Cristo no ha existido en la sustancia de la carne.
Pseudo-Tertuliano, Libellus adversus omnes haereses, 2.4.
ουδ’ ὅτι εἰς σάρκα ἦλθεν ὁ κύριος ουδ’ ὅτι ἐκ Μαρίας ἐγεννήθη
que el Señor no vino en carne y que no nació de María.
Papyrus Bodmer X, 14.
15. Nótese la igualdad esperma = pneuma, ya que los hijos de la promesa son contados en esperma, y la promesa del pneuma era la promesa del esperma: hasta que viniera el esperma (σπέρμα) a quien se le había prometido (Gál 3.14,19).
16. Véase especialmente Esperma: pneuma y logos.
17. Había una razón más enigmática, que era el significado simbólico que los gnósticos atribuían a «Egipto», identificado con el cuerpo (o con el mundo físico), que a su vez se identificaba con la tumba o prisión del alma: el cuerpo está muerto (τὸ μὲν σῶμα νεκρὸν, corpus quidem mortuum est (Ro 8.10).
En esta página, un falo del Museo de arte erótico (Музей эротического искусства), en Moscú.
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