10 octubre 2010

El útero de la tierra

























ἦ ὤδινεν γῆ ἐν μιᾷ ἡμέρᾳ;
numquid parturiet terra in die una?
¿acaso parirá la tierra en un solo día?
Isaías, 66.8

ὐδὲ τὰ ἐπιμήνια οὐδ᾽ ἡ γῆ, ἀλλὰ τὰ σπέρματα καὶ ἡ γονή.
y ni los menstruos ni la tierra (se fecundan a sí mismos), sino los espermas y el semen.
Aristóteles, Metafísica, 12.1071b


crescebant uteri terram radicibus apti
crecían úteros unidos por raíces a la tierra

Lucrecio, De rerum natura, 5.808.

de limo terrae quasi ex utero matris
del limo de la tierra, como del útero de una madre
Tertuliano, Adversus iudaeos, 2.5

Ita genitale arvum vas in hoc opus creatum seminaret, ut nunc terram manus
Así, el instrumento creado para esta obra habría sembrado el campo genital, como ahora la mano (siembra) la tierra

San Agustín, Civitas Dei, 14.23




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La comparación o identificación de la mujer con la tierra, comparando la gestación y el parto con el desarrollo de las plantas y la producción de los frutos, no solo formaba parte del mito (que critica el autor de De aeternitate mundi, que no es Filón), sino también de la estructura del pensamiento y de la realidad, como era vista por el hombre de la antigüedad. Por esta razón, a pesar de la férrea crítica a la somete el mito del útero de la tierra, el autor sigue pensando que el útero femenino es como un campo de cultivo o tierra de labor (ὡς εἰς ἄρουραν, § 69). Esta comparación se basaba en la identificación del semen del hombre, donde residía el principio o espíritu de la vida  (πνεῦμα ζωῆς, Ap 11.11, Ro 8.2; 1Co 15.45; 2Co 3.6) —el alma—, con la semilla vegetal. El semen no contenía espermatozoides, sino espíritu. El útero femenino era la tierra donde crecía esta simiente de origen divino que se identificaba con la luz solar que hace crecer las plantas, con el agua de la lluvia que fecunda la tierra (el Semen es propiamente el agua de la vida, ὕδωρ ζωῆς, aquam vitæ, Ap 21,6; 22.1,17, Jn 4.10. Por esto el espíritu se podía beber realmente, 1Co 10.4; 12.13), y con el Logos o Razón, puesto que el Semen era y contenía la forma del Hijo y la forma de todas las cosas, porque todas las cosas fueron hechas por él (Jn 1.3). Esta idea, que procede del neolítico, cuando el hombre comenzó a cultivar la tierra, está en la base del cristianismo: y a tu esperma, que es Cristo  (καὶ τῷ σπέρματί σου, ὅς ἐστιν χριστός, et semini tuo, qui est  Christus, Gál 3.16). Cristo era el esperma o simiente que muere y resucita. El Semen es el Verbo de Dios (semen est verbum Dei, Lc 8.11). Por tanto, Cristo era el semen personificado: el que siembra el buen esperma (ὁ σπείρων τὸ καλὸν σπέρμα, qui seminat bonum semen, Mt 13.37), así como el autor de De aeternitate mundi interpreta a Pandora como una personificación o alegoría de la tierra (§ 63). Por esto la parábola del sembrador está en el centro de los evangelios. Si el evangelio de Juan no la contiene es porque su autor afirma explícitamente que el Falo o Padre es el agricultor (ὁ γεωργός, agricola, Jn 15.1), y que Dios es espíritu (Jn 4.24; 2Co 3.17), y que el semen o espíritu es el que da vida (Jn 6.63), y que el espíritu o principio de la vida, el esperma de Dios (σπέρμα αὐτοῦ, semen ipsius, 1Jn 3.9) o Logos o Verbo de la vida (τοῦ λόγου τῆς ζωῆς, verbo vitæ, 1Jn 1.1) se podía ver y tocar, y que el Semen es la resurrección y la vida (Jn 11.25), pues el esperma muere y resucita (σπερμάτων, seminum, Jn 12.24; 1Co 15.36s), y que la siembra del Falo cósmico o Padre o Dios se estaba realizando desde el principio del mundo: en el principio era el Logos, es decir, en el principio era el Semen o Hijo, que está en el seno del Padre (Jn 1.1, 18). Detrás de los evangelios únicamente estaba el mito del Semen o Hijo de Dios, y no un hombre real, que nunca existió ni pudo existir, por muy deformado que lo imaginemos.


























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