24 septiembre 2010

El Falo cósmico solar creador de la vida














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Suspice caelum et numera stellas, si potes. Et dixit ei: Sic erit semen tuum.
Levanta la vista al cielo y cuenta las estrellas, si puedes. Y le dijo: Así será tu semen.
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Ἀνάβλεψον δὴ εἰς τὸν οὐρανὸν καὶ ἀρίθμησον τοὺς ἀστέρας, εἰ δυνήσῃ ἐξαριθμῆσαι αὐτούς. καὶ εἶπεν Οὕτως ἔσται τὸ σπέρμα σου.

Levanta la vista hacia el cielo y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Y dijo: Así será tu esperma.
Génesis 15.5.
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benedicam tibi et multiplicabo semen tuum sicut stellas caeli. 
te bendeciré y multiplicaré tu semen como las estrellas del cielo.
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ἦ μὴν εὐλογῶν εὐλογήσω σε καὶ πληθύνων πληθυνῶ τὸ σπέρμα σου ὡς τοὺς ἀστέρας τοῦ οὐρανοῦ.de cierto, bendiciendo te bendeciré y multiplicando multiplicaré tu esperma como las estrellas del cielo.
Génesis 22.17; Hebreos 6.14.
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σπέρμα ἔντιμον ποῖον, σπέρμα ἀνθρώπου.
σπέρμα ἔντιμον ποῖον, οἱ φοβούμενοι τὸν Κύριον.
σπέρμα ἄτιμον ποῖον, σπέρμα ἀνθρώπου.
σπέρμα ἄτιμον ποῖον, οἱ παραβαίνοντες ἐντολάς.
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¿Qué esperma precioso? esperma de hombre.
¿Qué esperma precioso? los que temen al Señor.
¿Qué esperma despreciado? esperma de hombre.
¿Qué esperma despreciado? los que transgreden los mandamientos.

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semen hominum honoratum hoc, quod timet Deum:
semen autem hoc exhonorabitur, quod praeterit mandata Domini.

semen de hombre honrado, el que teme a Dios:
semen en cambio será deshonrado, el que traspasa los mandamientos del Señor.
 

Sabiduría de Jesús ben Sirac o Eclesiástico 10.19 (23)

.Ὁ σπείρων τὸ καλὸν σπέρμα ἐστὶν ὁ υἱὸς τοῦ ἀνθρώπου.
 El que siembra el buen esperma es el Hijo del hombre.
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Qui seminat bonum semen est Filius hominis.
El que siembra el buen semen es el Hijo del hombre.
 

Mateo 13.37

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No es la madre del que es llamado hijo la engendradora, pues sólo es la nodriza del germen sembrado en ella: engendra aquél que la fecunda; ella, como una extraña, para un extraño guarda el retoño, si un dios no lo malogra.
Esquilo, Las Euménides 660
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Hemos procreado hijos, pero él solo los ve de tarde en tarde, como el labrador que posee un campo lejano lo ve una vez cuando lo siembra y otra cuando cosecha.
Sófocles, Las traquinias 31
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Mi padre me engendró y tu hija me parió, campo que recibió el esperma de otro. Sin padre jamás habría un hijo. Consideré, por tanto, que al autor de mi nacimiento debía más que a la que me dio alimento.
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No siembres campo de hijos.

Eurípides, Orestes 555, Las fenicias 18
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Porque al modo que el labrador echando en la tierra el esperma la cosecha espera sin sembrar encima, así para nosotros la medida de deseo es la procreación de los hijos.
Atenágoras, Legación 33
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Queda por examinar cuál es el momento idóneo de las relaciones íntimas, pero sólo para los que han contraído matrimonio; su objeto para los matrimonios es la procreación, y su finalidad, tener hermosos hijos, de la misma manera que el motivo del labrador al echar los espermas es la provisión de su propio alimento, y la finalidad del cultivo es la recolección de frutos... No es justo abandonarse a los placeres amorosos, ni estar ávido por los deseos sensuales, ni dejarse afectar demasiado por los impulsos irracionales, ni desear la polución. Sólo le está permitido al hombre casado sembrar entonces, como a un labrador, cuando sea el momento oportuno de recibir el semen (spóron).
Clemente de Alejandría, El Pedagogo 2.83.1; 102.1
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He aquí vienen días, dice Jehová, en que sembraré la casa de Israel y la casa de Judá de semen de hombre y de semen de animal. 
Jeremías 31.27
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Porque heme aquí a vosotros, y a vosotros me volveré, y seréis labrados y sembrados. Y haré multiplicar sobre vosotros hombres.
Ezequiel 36.9,10

¿Parirá la tierra en un día? ¿Nacerá una nación de una vez? Pues en cuanto Sión estuvo de parto, parió sus hijos.
Isaías 66.8
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Porque Tú mis entrañas has formado,
me has tejido en el útero de mi madre.
Mis huesos no te eran ocultos
cuando fui modelado en secreto,
tejido en la profundidad de la tierra.
Mi embrión vieron tus ojos.
 

Salmo 139.13,15,16
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y así tampoco habrían ofendido a Dios como Padre que de la arcilla de la tierra, como del útero de una madre, los había formado.
Tertuliano, Adversus iudaeos 2.5
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lo plasmado del limo de la tierra: esto es lo que es creado en un vientre.
Dios siembra con gozo sus espermas en lo «hegemónico» de nosotros.

Orígenes, Homilías sobre Jeremías, 1.10,14
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Llamamos macho a un ser que engrendra en otro, y hembra al que engendra en sí mismo; por lo que también en lo que respecta al universo, se nombra a la naturaleza de la tierra como algo femenino y la llaman madre, y al cielo, al Sol o a cualquier otro cuerpo semejante los designan como progenitores y padres.
Aristóteles, Sobre la generación de los animales 716a
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chupó el falo, que había eyaculado primero el éter.Viendo que los hombres piensan que la génesis proviene del falo, usó [Orfeo] este [verso], pues sin falo no hay generación, comparando el falo al Sol, porque sin el Sol los seres no habrían nacido... Ha quedado claro que [Orfeo] dijo que el Sol es un falo. 
Papiro Derveni C 13, C 16
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por medio de símbolos ha llamado Sol al Padre del universo.
Filón de Alejandría, Sobre los sueños, 90
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el Sol es símbolo de Dios.., y como el Sol permanece siempre lleno y no disminuye, así Dios permanece siempre perfecto, lleno de todo poder, y de inteligencia, y de sabiduría, y de inmortalidad, y de todos los bienes. 
Teófilo de Antioquía, A Autólico 2.15

El padre es el autor de la procreación y cría de los hijos, y recibe el deseo del Bien a través del Sol, porque el Bien es el creador.
Hermes Trismegisto, X 3

.la luz que es perfecta y llena del semen del Padre. 
Evangelio de la verdad, 43

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¿Cuál era el Dios que adoraban los cristianos? El mismo que han adorado todos los hombres (y muy especialmente las mujeres) desde el neolítico: el miembro de la fecundación, identificado con el Sol como creador y fuente de vida eterna. El Falo, agente de la fertilidad por excelencia, era el Dios que presidía los ciclos agrarios y protegía el ganado. La mentalidad de los primitivos agricultores estableció una analogía entre la siembra y la procreación, el fruto y el nacimiento: bendito el fruto de tu vientre (Lc 1.42).
Los hombres de la antigüedad, y los griegos en concreto, entendían todas las cosas, es decir, el universo entero, solo en términos de generación y corrupción: vida y muerte (Eclo 15.17; Dt 30.15, Jer 21.8). La pregunta inicial de la filosofía (y proto-ciencia) fue sobre el nacimiento o génesis de las cosas, y cuáles eran los espermas de todas las cosas, σπέρματα πάντων (DK 11 A13; 59 B4) o semina rerum (Lucrecio, De rerum natura I 59). Según Aristóteles, los primeros filósofos explicaban la creación del universo de la misma manera que la génesis de los animales y de las plantas (Sobre las partes de los animales 640b).
El Falo es el que hace germinar y crecer la semilla en el Útero: Dominus faciens et formans te ab utero, el Señor que te hizo y te formó desde el útero (Is 44.2), y por ello está íntimamente relacionado, en el pensamiento de las sociedades neolíticas, con la germinación de las plantas y el crecimiento de la vegetación y con la abundancia de las cosechas y la subsistencia del grupo. Y como este crecimiento depende por completo del Sol, algo que puede observarse a simple vista, sin necesidad de conocer el proceso químico de la fotosíntesis, la energía solar se identificaba directamente con la potencia, con el esperma del Falo en el pensamiento de las sociedades agrarias. Los hombres de la antigüedad no distinguían la simiente animal de la vegetal, y por ello pensaban que el feto se desarrollaba en el útero igual que una planta (SVF 756; 757; 759). Por esta razón, en el Berlin Papyrus 3038 se utiliza la germinación de las semillas como un test de embarazo.
La generación primera de los hombres fue del Sol (D. Laercio, Vidas, op., 9.22), y los primeros hombres nacieron solo por intervención del fuego divino (SVF I 124). Todavía en pleno siglo XVII, Harvey escribía en De generatione animalium que el Sol es el instrumento inmediato y universal del Sumo Creador en la generación. El Sumo Creador en la generación, obvio es decirlo, era el Falo: Padre universal de la vida. El Falo se identificaba (y se identifica) con el hombre en su totalidad, y el semen con el Falo, ya que lo que es propio de una cosa se identifica con ella, y el «calor vital» del hombre se identificaba con el calor vital del Sol.
Aristóteles exponía esta antiquísima idea así: En el esperma de todos los seres está presente lo que hace fecundos a los espermas, lo que se llama calor. Pero éste no es fuego ni una potencia similar, sino el pneuma encerrado en el esperma y en lo espumoso, y la naturaleza del pneuma (esta es la palabra que en el Nuevo Testamento se traduce siempre como espíritu: τὸ Πνεῦμά ἐστιν τὸ ζῳοποιοῦν, el Espíritu es el que da la vida, Jn 6.63), que es análoga al elemento de los astros. Por eso, el fuego no engendra ningún ser vivo ni parece que se forme nada en las materias afectadas por el fuego, ni en las húmedas ni en las secas. Sin embargo, el calor del Sol y el de los animales, no sólo el que actúa a través del esperma, sino también si se produce algún otro residuo natural, poseen por igual un principio generador de la vida. Es evidente, entonces, por lo dicho que el calor que hay en los animales ni es fuego ni obtiene su principio del fuego (Sobre la generación de los animales, 737a).
Demócrito dice que el alma es una especie de fuego y de calor. En efecto, de las infinitas formas o átomos que existen, llama a las esféricas fuego y alma..., y dice que los elementos de este Esperma total (πανσπερμίαν, panespermia) son los de toda la naturaleza (Aristóteles, Del alma, 1.404a). De aquí derivaba el panteísmo: la idea de que todo el cosmos estaba lleno de esperma divino, identificado con la luz y el pneuma cósmico: el pneuma del Señor llena el mundo (Sab 1.7), πνεῦμα τὸ διὰ παντὸς τοῦ κόσμου διῆκον ψυχῆς τρόπον, el pneuma difundido por todo el mundo a modo de alma (DK 31 B136), τὸ ὑγρὸν σπέρμα τῆς διακοσμὴσεως, el esperma líquido de la formación cósmica (lit., del ordenamiento, DK 22 B31). τὸ δὲ σπέρμα τοῦ κóσμου πάντα εἶχεν ἐν ἑαυτῷ, el esperma del mundo contiene en sí mismo todas las cosas (San Hipólito, Refutación 7.21). Todas las cosas por él fueron hechas. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1.3,4).
El Espíritu santo, el Esperma de Dios o Luz líquida, es identificado explícitamente con el fuego en el Nuevo Testamento (Mt 3.11, Lc 3.16, Hechos, 2.3; 2Ti 1.6). Esta idea se remontaba a los presocráticos y la desarrollaron los estoicos, que distinguían dos tipos de fuego: el fuego común que empleamos en la vida corriente y el fuego vivificante o artífice (artesano o demiurgo), del que está hecha la sustancia de los astros (SVF I 120; 504). Aristóteles comparaba el esperma con el carpintero que está junto a la madera y el alfarero junto al barro (véase el dios egipcio *Khnum*, el semen personificado, y Jeremías 18.2-6; Romanos 9.21; 2Clemente 8.2; Corán 55.14), porque el esperma es como un instrumento que tiene movimiento en acto, igual que en los productos de un arte son movidos los instrumentos (Sobre la gen., 730b). Según Galeno, el semen es un artífice semejante a Fidias, pues del mismo modo que Fidias tenía la facultad del arte antes de tocar la materia, así también el semen poseía las facultades por sí mismo (Sobre las facultades naturales, 2.3).
El Espíritu, que ha hecho de María una obra de arte incomparable (Comité Jubileo 2000, El Espíritu del Señor, pág. 102). Dios era para los cristianos el supremo artífice y arquitecto (Heb 11.10), idea que ya había sido formulada por Platón (Timeo 28 s).
Esta doble manera de ver el fuego, un fuego destructor y otro creador, pasó íntegra al cristianismo, solo que los cristianos los unían: Nuestro Dios es fuego devorador (Heb 12.29). El problema estaba en que el fuego que nunca se apaga (Mt 3.12, Lc 3.17, Mc 9.43,45) era ¡¡el infierno!!, es decir, Dios era el Diablo. Como dios del fuego o juez eterno, el Dios cristiano era el mismísimo infierno de fuego (2Te 1.8; Heb 10.31>12.29; Ap 20.9; Mt 3.12; 5.21; 13.40,42; Lc 3.9,16,17; 17.29; 1Co 3.13,15; Stg 3.6; 2Pe 3.7; Jud 7,23; Sal 21.10). En el apócrifo 1 Enoch la morada de Dios es descrita como una casa de fuego y su trono era como el Sol brillante, del cual salían ríos de fuego ardiente (1 Enoch 14, Dan 7.9-10).
¿Es necesario insistir todavía en que, en los albores del siglo XIX, Lamarck, fundador del transformismo, atribuía la propiedad fecundadora de la simiente del macho a una especie de fuego etéreo? (A. Giordan y otros, Conceptos de Biología 2, nota 42 al cap. 2)
El semen era, según Aristóteles y los estoicos, de la misma sustancia que los astros (el éter ígneo), y esta era la luz, chispa o fuego divino que encierra todo hombre dentro de sí, su tesoro: pero llevamos este tesoro en vasos de barro (2Co 4.7). La mujer no producía esta sustancia divina, sino que ella era la materia sobre la que actúa el esperma como un artista: pues para los seres que se generan, el principio del movimiento, que es macho, es mejor y más divino, mientras que la hembra es la materia. Siempre la hembra proporciona la materia y el macho lo que da la forma (Aristóteles, Sobre la generación.. 732a, 738b). Aunque muchos pensaban que también existía el «semen femenino» (la sangre menstrual o una réplica ficticia del semen viril), el hombre de la antigüedad no sabía absolutamente nada de óvulos ni de espermatozoides, y sus ideas sobre la fecundación no iban más allá de primitivos esquemas y vulgares fantasías. El hombre no pudo explicar científicamente la fecundación hasta el siglo XIX, y solo después de ser formulada y establecida la teoría celular.
Los egipcios, en general, consideran que el padre es el único autor de la generación, y que la madre proporciona alimento y sitio al feto (Diodoro, Biblioteca 1.80). El padre es el autor de la procreación y cría de los hijos (Hermes 10.3). Con Aristóteles a la cabeza, todos pensaban que el esperma masculino era el motor principal o principio de la generación, de aquí que el Falo cósmico fuera el sumo Creador, el Fidias del universo, el supremo Arquitecto. Era el semen del macho el que proporcionaba la forma vital a la materia femenina, y por ello era identificado con el alma: el semen de los animales es ese fuego que constituye el alma y la mente, animalium semen ignis is qui anima ac mens (SVF I 126 ), y esta alma o semen ígneo (σπέρμα πυρὸς, Odisea V 490, Suda E 1057) que contenía la vida era una centella de la sustancia esencial de las estrellas, scintillam stellaris essentiae (DK 22 A15). El esperma del hombre, por tanto, era un pedazo y fragmento del alma (ψυχῆς μέρος καὶ ἀπόσπασμα), que tenía !!las mismas proporciones o razones del universo¡¡ τοὺς λόγους τῷ ὅλῳ τοὺς αὐτοὺς (SVF I 128, λόγους=el Logos o esperma divino: Jn 1.1).
Cuando el hombre neolítico comenzó a cultivar la tierra, de la simple observación de que la vida se genera a partir del Sol infirió la secuencia animista Falo=Sol·Tierra=Útero. Casi todas las leyendas y mitos del culto al Falo están relacionados con la agricultura, ya que los hombres antiguos veían a la Tierra como un gran *Útero*, quizás porque las plantas nacen de la Tierra (el feto se desarrollaba en el útero como una planta) y muchos animales paren y crían en madrigueras, y también porque durante miles de años el hombre vivió en cuevas, y asimilaba cualquier agujero, raja u hoyo de la tierra, por extensión natural, a un útero o vagina, y por la práctica ancestral de los enterramientos (el cuerpo era asimilado a una tumba (DK 44 B14; Hermes 7.2) y a una simiente (1Co 15.38). Los cristianos se veían a sí mismos como muertos vivientes (Ro 6.2;11; 8.10;36, Ef 2.5; Col 2.13; 3.3), es decir, re/engendrados, 1Pe 1.3,23; 1Jn 5.1, παλιγγενεσίας, re/nacimiento, Mt 19.28, Ti 3.5) .
Crescebant uteri terram radicibus apti, crecían úteros enraizados en la tierra (Lucrecio, De rerum natura, 5.808). Merecido es el nombre de madre que la tierra ha obtenido, pues ella creó la raza misma de los hombres (Idem 822). Empédocles afirma que cuando la raza de los hombres surgió de la tierra, el día tenía una duración equivalente a diez meses actuales, debido a la lentitud del movimiento del Sol. Mas, cuando pasó el tiempo, el día duraba siete meses de hoy. Por esta razón las criaturas de diez y siete meses de gestación se desarrollan en un solo día -aquel en que la criatura nace- puesto que la naturaleza del cosmos se ha ocupado de que sea así (DK 31 A75, nótese la relación Tierra-Sol y el vínculo explícito con el tiempo de gestación y el parto, τίκτεται τὸ βρέφος).
Y viceversa, el Útero era visto como una parcela de tierra, un pequeño jardín o huerto (Cantares 4.12; 5.1; 6.2), como un taller de la naturaleza (γαστὴρ ἐργαστήριον φύσεως, Crisipo, Fragmentos, Gredos, p.101; Filón, Legatio, 56) donde labora el semen artesano o demiurgo y donde el Falo agrícola planta la simiente que crece como un árbol (Mt 13.32; Mc 4.32; Lc 13.19), o si se prefiere, como las legumbres: los atenienses afirman de Erictonio haber brotado de la tierra y que los primeros hombres nacieron del Ática como las legumbres (Luciano, El embustero, 3).
Vuestras mujeres son vuestro campo. Id a vuestro campo cuando queráis (Corán 2.223).
Esto es Dios, la potencia total de engendrar todas las cosas, pues todo lo que nace ha nacido por Dios, es decir, por el Bien y la Potencia de engendrar todas las cosas. Si quieres saber ya cómo Él engendra ya cómo nace lo nacido, tú puedes. Mira la imagen más hermosa y más parecida. Mira el labrador tirando el esperma a la tierra (γεωργὸν σπέρμα καταβάλλοντα είς τὴν γῆν), aquí de trigo, aquí de cebada, aquí algún otro de los espermas. Míralo plantando la vid (Jn 15.1), el manzano y otros árboles. De este modo Dios siembra en el cielo la inmortalidad, en la tierra el cambio, en el todo la vida y el movimiento (Hermes 14.9-10).
Y a la manera como el labrador, según las diferentes estaciones del año, ejecuta labores agrícolas distintas sobre la tierra y sus productos, así Dios ordena todos los siglos como una especie de estaciones, digámoslo así, haciendo en cada una de ellas lo que pide la raza noble para todo el universo (Orígenes, Contra Celso 4.69, nótese la alusión implícita al Sol, y que este modo de pensar implicaba un concepto cíclico del tiempo y no lineal).
En latín, las palabras semino (sembrar), sementis (siembra) y seminator (sembrador) derivan de semen. El Falo era, por tanto, el agrícola (labrador) y seminator por excelencia: qui autem administrat semen seminanti, el que suministra el semen al que siembra (2Co 9.10, Is 55.10). Exit qui seminat, seminare semen suum, salió el sembrador a sembrar su semen (Lc 8.5). La parábola del Sembrador está en el centro mismo de los evangelios (Mt 13, Mc 4, Lc 8). Jesucristo se define a sí mismo, en un alarde de sabiduría mohosa, como el que siembra el buen esperma, σπέρμα (Mt 13.37). Además de la parábola del Sembrador y sus satélites de la cizaña y grano de mostaza, todo el Nuevo Testamento está literalmente plagado de referencias al mundo de la agricultura y a la potencia creadora de Dios, el Falo cósmico, la fuente original de la vida. Ya que el hombre estaba hecho a imagen y semejanza de Dios, éste creaba del mismo modo que el hombre procreaba. A continuación presento unos cuantos ejemplos bien explícitos que demuestran las raíces neolíticas de esta religión:
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Su bieldo está en su mano, y limpiará su era y recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará (Mt 3.12; Lc 3.17).
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Porque la tierra que bebe la lluvia que muchas veces cae sobre ella, y produce hierba provechosa a aquellos por los cuales es labrada, recibe bendición de Dios. Pero la que produce espinos y abrojos es reprobada, está próxima a ser maldecida, y su fin es ser quemada. (Heb 6.7-8, nótese que la epístola gnóstica a los Hebreos no es un tratado de agronomía, y, por tanto, aquí tierra y lluvia tienen un sentido figurado: útero y semen. Sabemos que toda carne es como hierba (1Pe 1.24, Is 40.6), y lo que decía lamentando su esterilidad la madre ficticia de la ficticia Madre: !Ay de mí¡ ¿A qué me parezco yo? No soy semejante a estas aguas, porque estas aguas son fecundas delante de ti, Señor. !Ay de mí¡ ¿A qué me parezco yo? No soy semejante a esta tierra, porque la tierra misma produce frutos según el tiempo, y te bendice, Señor. Protoevangelio de Santiago 3.3)
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Porque con esperanza debe arar el que ara, y el que trilla con esperanza de recibir el fruto. Si nosotros sembramos en vosotros lo espiritual, ¿es gran cosa si segáramos de vosotros lo carnal? (1Co 9.10-11). Nótese que aquí se identifican implícitamente semen y espíritu: el espíritu que está sembrado en ellos (NH Tratado tripartito 72). Adviértase también que si estas palabras tenían algún sentido implicaban una negación de la encarnación y el autor de las mismas ignoraba que el Espíritu de Dios se hizo carne (Jn 1.13, Mt 1.20, Lc 1.35). Ni siquiera el Falocristo creía en su maravillosa encarnación porque, según nos dice, Dios es Espíritu y la carne no sirve para nada (Jn 4.24; 6.63; 2Co 3.17, Gál 5.17).
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Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía (Stg 5.7).

Incluso el fin del mundo era visto a través del prisma agrario, ya que la siega es el fin de la cosecha:
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Dejad creced juntamente lo uno y lo otro hasta la siega; y al tiempo de la siega yo diré a los segadores: Coged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla, pero recoged el trigo en mi granero. La siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles (Mt 13.30,39).
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¿No decís vosotros: Aún hay cuatro meses hasta que llegue la siega? He aquí yo os digo: Alzad vuestros ojos, y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega. (los cristianos primitivos estaban convencidos de que el fin del mundo era inminente: la hora de segar ha llegado, Ap 14.15, Mc 4.29) Y el que siega, recibe salario y recoge fruto para vida eterna; para que el Sembrador goce juntamente con el que siega. Porque en esto el dicho es verdadero: uno es el Sembrador y otro el que siega (Jn 4.35-37).
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Y también la resurrección, núcleo y vértice del cristianismo, era interpretada a partir del modelo vegetal como una siembra espiritual:
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Lo que siembras no es el cuerpo que ha de nacer, sino el grano desnudo, ya sea de trigo o de otro grano. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual (1Co 15.37,44; Jn 12.24).
También aquí se identifican implícitamente semen y espíritu (y explícitamente el semen animal con la semilla vegetal). Nótese que el autor de estas palabras desconocía la resurrección de la carne: no es el cuerpo animal el que resucita, sino el espiritual. La resurrección ya se ha realizado (2Ti 2.18). De hecho, los cristianos ya habían muerto (para este mundo) y ya habían resucitado o renacido en el bautismo (Ef 2.5,6, Co 2.12,13; 3.1, Ro 6.3-11). Quien escribió estas palabras se contradecía a sí mismo de modo palmario, pues primero nos dice que no se siembra el cuerpo que ha de nacer, y luego que se siembra el cuerpo animal, que es como decir que no se siembra lo que se siembra. Se confundía el semen o espíritu que se siembra con el cadáver que se entierra, y así se confundía el nacimiento con la muerte (Jn 16.16-22). Se sembraba en la tierra, es decir, en el útero femenino, el espíritu o semen, y lo que nacía era el cuerpo animal. Esta contradicción era consecuencia de la disociación y contraposición de los gnósticos entre la carne y el espíritu (Ro 8.5,6, Gál 5.17; Jn 3.6). Lo que en ella es engendrado (natum est) del Espíritu santo es (Mt 1.20). Pero el espíritu o semen solo podía engrendrar la carne, no el espíritu: como de un esperma o semilla de trigo no puede nacer otra semilla si no se convierte antes en planta, es decir, en carne (toda carne es como hierba, 1Pe 1.24). Primero la hierba, luego la espiga (Mc 4.28). Si la semilla no cae en la tierra, es decir, en el útero femenino, no puede dar fruto (Jn 12.24; M 4.8,26). Lo que comenzaba por el espíritu o semen tenía que realizarse necesariamente por la carne (Gál 3.3), pero ellos afirmaban justamente lo contrario: lo que ha nacido (natum est) del espíritu, espíritu es (Jn 3.8), lo que equivalía a eliminar el estadio intermedio de la carne y a suprimir el mundo. La carne no sirve para nada (Jn 6.63), y solo era para ellos hierba que se seca o paja (1Pe 1.24, Mt 3.12). Lo que tú siembras no se vivifica si no muere (1Co 15.36, Jn 12.24). Pero si lo que se siembra tiene que morir, también moría el espíritu o semen.
Por tanto, el alma era mortal. La inmortalidad no era una cualidad intrínseca del alma, sino adquirida, como obtener un premio (que ellos llamaban la corona incorruptible o corona de la vida, 1Co 9.25, Stg 1.12, 1Pe 5.4, Ap 2.20), o una condición perdida que tenía que recuperar mediante la ascesis y la gnosis. Al igual que Filón (Alegorías de las Leyes I 105), los cristianos primitivos distinguían dos tipos de muerte y dos tipos de muertos: una muerte física, la del cuerpo, y otra muerte psíquica, la del alma. De aquí la expresión muertos por vuestros delitos (Ef 2.1,5, Col 2.13). Estos muertos no eran cadáveres, ya que los difuntos no tienen conciencia de estar muertos ni podían oír la voz del Hijo de Dios (Jn 5.25), sino las almas muertas por el pecado (el alma que peque morirá, Ez 18.4,20), ya que el aguijón de la muerte es el pecado (1Co 15.56), y el pecado, siendo consumado, engendra la muerte, y el que haga volver al pecador del error de su camino, salvará a un alma de la muerte (Stg 1.15; 5.20). De aquí la expresión perder el alma (Mt 10.28,39; 16.25,26, Mc 8.35, Jn 12.25, el verbo ἀπολλύω usado en estos pasajes tiene, además de perder, el sentido principal de destruir, perecer, matar o morir), que significaba perder la vida, es decir, la muerte del alma. Estos muertos psíquicos podían enterrar a sus muertos físicos: deja que los muertos entierren a sus muertos (Mt 8.22), algo imposible si aquéllos también fueran cadáveres, y un hijo muerto (el alma pecadora) podía volver por su propio pie a su padre (a Dios): mi hijo estaba muerto y ha revivido (Lc 15.17,24). Los cristianos se veían a sí mismos como vivos de entre los muertos (Ro 6.13), que era lo contrario de vivir estando muerto (1Ti 5.6), y por esto también ha sido predicado el evangelio a los muertos (1Pe 4.6), que de nada les habría servido si se tratara de cadáveres. Luego si esta muerte no era física, tampoco la resurrección era física, sino psíquica, y este era el sentido de las alegóricas resurrecciones que nunca realizó el Falocristo. Esta resurrección ocurría en el bautismo (Ro 6.3-14, Col 2.12,13). Al igual que Platón, los cristianos pensaban que el cuerpo era la tumba o cárcel del alma (Mt 23.27, Jn 5.29, Apócrifo de Juan, 21, San Hipólito, Refutatio, 5/8.22s). Tenemos constancia de que para los gnósticos el alma no era inmortal: Ahora hemos comprendido que nuestras almas morirán de muerte (Apocalipsis de Adán, 84). Heracleón cree que el alma no es inmortal, sino que tiene una disposición para la salvación (Orígenes Com. sobre Juan 13.10). Por esto ellos negaban la resurrección del cuerpo físico, ya que hay cuerpo animal y hay cuerpo espiritual (1Co 15.44), y era éste último el que resucitaba. Solamente hay salvación para el alma, porque el cuerpo es corruptible por naturaleza (San Ireneo, Ad. haer. 1/24.5).
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Consideremos, carísimos, cómo el Señor nos muestra la resurrección futura, de la que hizo primicias al Señor Jesucristo, resucitándole de entre los muertos. Miremos, amados, la resurrección que se da en la sucesión del tiempo. El día y la noche nos ponen un ejemplo patente de resurrección: Se duerme la noche, se levanta el día; el día se va, la noche viene. Tomemos (el ejemplo) de los frutos, cómo y de qué forma nace el semen (spóros). Salió el sembrador y arrojó a la tierra cada uno de los espermas, los cuales, caídos en la tierra, secos y desnudos, se descomponen y después de la descomposición la magnificencia de la providencia del Señor los hace resucitar y de uno brotan muchos y llevan fruto (1Clemente 24).
Notése que para los cristianos la resurrección misma de Cristo no probaba la existencia de la resurrección, porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó (1Co 15.13,16), sino que recurrían para probarla al nacimiento del Sol y de las semillas y, lo que es más escandaloso, ¡al mito del ave Fénix! (a continuación de este texto).
El hombre de la antigüedad no distinguía el semen animal de la semilla vegetal. En griego y en latín la misma palabra designaba a ambos. La resurrección de los espermas era el modelo de la de Cristo, porque Cristo era el esperma: Y a tu esperma, el cual es Cristo, et semini tuo, qui est Christus (Gál 3.16,19). Cristo, es decir, el semen personificado, resucitó porque los espermas resucitan.
El semen o esperma de las plantas, obviamente, era vegetal, pero el semen del Sembrador no tenía nada de vegetal, ya que el buen semen son los hijos, bonum vero semen, hi sunt filii (Mt 18.38), aunque éstos crecían como plantas (Sal 144.12), plantados o sembrados por Dios (Jer 31.27, Ez 36.9, Mt 15.13), cuya sublime imagen tienen todos los hombres en la ingle.
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Considera, si te place, la muerte de las estaciones, de los días y de las noches, cómo mueren y resucitan. ¿Y qué? ¿No se da una resurrección en los espermas y frutos, y ello para utilidad de los hombres? Así, por ejemplo, un grano de trigo o de los otros espermas, una vez que se echa a la tierra, primero muere y se deshace, luego resucita y se convierte en una espiga (Teófilo de Antioquía, A Autólico, I.13).
.Mira además cómo, para nuestro consuelo, toda la naturaleza prepara nuestra resurrección futura. El Sol se hunde y nace, los astros declinan y vuelven, las flores se marchitan y reviven, después de la caducidad los árboles se cubren de hojas, los sémenes no reverdecen si no se han podrido: de igual modo el cuerpo en el mundo, como los árboles en invierno, que ocultan el verdor con engañosa sequedad (Minucio Félix, Octavio, 34.11)..
Se comprende entonces hasta qué punto la parábola del Sembrador, el Falo por excelencia, está en el centro mismo de esta religión: vosotros sois labranza de Dios (1Co 3.9), mi Padre es el labrador (Jn 15.1), y como el labrador, para recibir los frutos, es menester que trabaje primero (2Ti 2.6), los cristianos pusieron a trabajar a Dios en sus tareas agrícolas con el bieldo en su mano (Mt 3.12, Lc 3.17), porque toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada (Mt 15.13).
El Falo siembra o planta en la mujer su simiente o semilla. Sin Falo en erección no hay semen y sin semen no hay hijos, y los hijos de Dios solo pueden nacer cuando el Falo divino, el que suministra semen al que siembra (2Co 9.10), los hace o engendra mediante su esperma espiritual, σπέρμα πνευματικὸν (Clemente de Alejandría, Stromata 1.17.4), spiritale semen (Orígenes, Hom. in Gén. 11.1), novo semine, id est spiritali (Tertuliano, De carne Christi, 17.3).
El nacimiento ficticio de los hijos de Dios era un duplicado grosero del de los hijos nacidos según la carne (Gál 4.29, Ro 9.8, Jn 3.6) ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar en el vientre de su madre por segunda vez y nacer? (Jn 3.4, originalmente no bautizaban a los niños). Esta pregunta nunca podría responderla un ginecólogo, porque se trata de una pregunta gnóstica a la que solo un gnóstico podía dar una respuesta gnóstica. Jesucristo nació del Espíritu santo, el Espermaluz de Dios: lo que en ella es engendrado, del Espíritu santo es (Mt 1.18,20; Lc 1.35). El nacimiento ficticio de Jesucristo está duplicado: el terrenal y el bautismal o celestial, porque los gnósticos distinguían dos tipos de cuerpos: hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres, hay cuerpo físico y hay cuerpo pneumático (1Co 15.40, 44), y estas dos realidades eran incompatibles. La carne y el Pneuma eran antitéticos: estas cosas se oponen la una a la otra, ταῦτα δὲ ἀντίκειται ἀλλήλοις (Gál 5.17).
El Hijo gnóstico de Dios era el primer nacido (πρωτότοκος, primogénito) de toda la creación (Col 1.15), preexistía antes que Abraham (Jn 8.58) y tenía por tanto un origen celestial, pero cuando los gnósticos escenificaron su inminente parusía porque pensaban que es el último tiempo (1Jn 2.18, 1Pe 4.7), descendió del cielo (Jn 3.13; 6.51; Ef 4.10; 1Te 4.16), no en un platillo volante sino a chorro de semen luminoso, y no solo se inventaron sus conferencias celestiales, sino también un nacimiento terrenal. Pero como ellos contraponían Cielo y Tierra, incurrían así en una grave y palmaria contradicción, porque para ellos la carne estaba unida idefectiblemente a la ley del pecado (Ro 7.5,14,23,25) y Jesucristo no conoció el pecado (2Co 5.21, Heb 4.15).
Según el texto de muchos códices (por ejemplo el Códex Bezae, del siglo VI) las palabras que dijo Dios en el bautismo de su Hijo fueron Tu eres mi hijo amado, yo te he engendrado HOY, Σὺ εἶ ὁ υἱός μου ὁ ἀγαπητός, ἐγὼ σήμερον γεγέννηκά σε (ver *Navidad*. Los testimonios de san Justino (Diálogo, 88.8, 103.5), de Clemente de Alejandría (Pedagogo, 1.25.2), y Metodio de Olimpo (Simposio 8/8,9), explícitamente referidos al bautismo, confirman que esta era la versión original. San Justino añade un comentario muy revelador: se dice que su nacimiento llega a los hombres, cuando la gnosis de Él iba a llegar. También san Metodio afirmaba que el nacimiento de Cristo ocurría según la gnosis, κατὰ τὴν γνῶσιν. Jesucristo tuvo por tanto un nacimiento gnóstico, y todo el mundo sabe cuándo llegó la gnosis), tal como leemos este verso del Salmo 2 en Hebreos 1.5; 5.5 y en Hechos 13.33, donde aparece asociado expresamente a la resurrección, que fue el verdadero nacimiento y bautismo de Cristo, ¿o no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte? (Ro 6.3; Col 2.12, porque para ellos la vida comenzaba con la muerte). Por eso el bautismo celestial de Cristo está situado al principio de los cuatro evangelios, y dos de ellos carecen de infancia, no porque Marcos o Juan hubieran olvidado redactar el nacimiento terrenal de Cristo, sino porque nunca lo tuvo. Que los brevísimos relatos de la infancia en Mateo y Lucas terminen justo donde comienza el de Marcos (el más antiguo), como cualquiera puede comprobar, demuestra que tales relatos fueron añadidos en la composición de los evangelios. Pero como Cristo no podía ser un hombre cualquiera, sino el Hijo de Dios, es decir, el mismísimo Dios, no tuvieron otra cosa mejor que inventarse que la virgen María concibió por obra del Espíritu santo (lo contrario hubiera sido catastrófico, ya que se derrumbaría toda la economía divina) y con ello repetían el mismo esquema del nacimiento espiritual o celestial, con el agravante de que ahora se creaba un nuevo problema mucho mayor: explicar la unión de las dos naturalezas, divina y humana, de Cristo. Problema irresoluble que llevaría a la primera escisión interna y oficial de la Iglesia en el concilio de Calcedonia (451), y que revelaba los ilusorios fundamentos (1Co 3.11; Ef 2.20) y ficticios argumentos (profecías: Lc 24.27; He 26.22) con los que los gnósticos, los judíos egipcios, escribieron a mediados del siglo II la pseudobiografía del Falocristo.
No llaméis padre vuestro (a nadie) sobre la tierra, porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos (Mt 23.9, nótese la antítesis tierra/cielo, omnipresente en todo el NT: pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra, Col 3.2, el que de arriba viene sobre todos es, el que es de la tierra, de la tierra es y de la tierra habla, Jn 3.31). Nótese que aquí, como en otros lugares del NT (Lc 11.11-13, Jn 8.41, Heb 12.9) se habla explícitamente de dos padres. Estos dos padres correspondían a los dos dioses de los gnósticos, es decir, todos hemos nacido de fornicación (Jn.8.41) y de un padre o falo terrenal, el demiurgo o príncipe de este mundo, que los gnósticos identificaban con el Diablo: vos ex patre diabolo estis (Jn 8.44, Mt 13.39), frente al Falo o Padre celestial. Por tanto, existían los hijos de Dios y los hijos del Diablo (1Jn 3.10, Mt 13.38). Todos somos hijos del Diablo, de aquí la necesidad del bautismo. También había para ellos dos madres (Evangelio de Felipe 83). La madre celestial se identificaba con el semen o espíritu o luz: una mujer vestida del Sol (Ap 12.1), ya que la mujer procedía del hombre (1Co 11.8). El semen o alma contenía al hijo en potencia y en estado puro, y en este sentido, era un útero virginal preñado de un cuerpo espiritual, antes de formarse en la tierra, es decir, en el útero materno propiamente dicho. La palabra semen podía ser sinónima de hijo: Posuit mihi Deus semen aliud pro Abel, Dios me ha dado otro hijo por Abel (Gén 4.25, Lv 18.21, 1Sam 1.11). Bonum vero semen, hi sunt filii regni, el buen semen son los hijos del Reino (Mt 18.38). El hijo, con un cuerpo espiritual, estaba en los lomos del padre o está en el seno del Padre (Heb 7.10, Jn 1.18). Por esta razón, la eyaculación era en sí misma un nacimiento, puesto que en el semen ya estaba contenido el hijo futuro, como en la semilla ya está la planta: hombre es también el que es futuro, como todo el fruto está ya en la simiente (Tertuliano, Apologético, 9.8). ¿Pues qué, si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba primero? (Jn 6.62). Cristo nunca estuvo en los lomos o en el seno de un padre terrenal, animal, diabólico (Stg 3.15). Su Padre era celestial, es decir, ficticio, y Cristo también era celestial, no de la tierra (1Co 15.47,48), ya que como vuestros padres, así también vosotros (Hech 7.51).
Salí del Padre. Hijo de Dios soy, υἱὸς τοῦ Θεοῦ εἰμι (Jn 8.42, 10.36, 16.28). Cuando Jesucristo habla en los ficticios evangelios de Mi Padre celestial, ὁ πατήρ μου ὁ οὐράνιος (Mt 10.32; 15.13; 16.17; 18.10,35), o Mi Padre a secas, no se estaba refiriendo a un Padre adoptivo que hubiera venido de una galaxia lejana, después de que Él mismo creara con su infinito poder el Sol en un solo día y colocara a la Tierra en el centro del universo, sino a Su Padre en el más estricto, rinbombante y grasiento sentido de la palabra. Los únicos hijos adoptivos de este ficticio Padre celestial innombrable eran los cristianos (Ro 8.15,23, Gál 4.5, Ef 1.5), y hermanos de Cristo por tanto (Ro 8.29; Heb 2.11, Mt 23.8, 25.40, los únicos hermanos reales que nunca tuvo Cristo), pero éstos eran de la tierra, a diferencia del Hijo de Dios, que era del cielo (1Co 15.47), yo soy de arriba (Jn 8.23), y hecho más sublime que los cielos (Heb 7.26), ya que si estuviera sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote (Heb 8.4).
Los que sostengan que el Hijo de Dios fue un hombre histórico deberían de tener siquiera la honradez de explicar su nacimiento virginal, porque ningún hombre puede nacer sin esperma humano. Jesucristo nació sin conocimiento de varón, no del deseo de la carne, ni del deseo de varón (Lc 1.34, Jn 1.13), es decir, no nació nunca. Aristóteles había establecido rotundamente que la concepción es imposible sin la eyaculación del macho en la cópula (Sobre la generación de los animales, 739a). Y esto lo sabían perfectamente los cristianos a pesar de pregonar sus estúpidas fantasías: no es posible tener hijos sin la cooperación de hombre y mujer (Orígenes, Sobre la oración, 2.6; Contra Celso, 2.20). Los judíos, que negaban que Cristo hubiera existido, pero esperaban a uno futuro, pensaban que su nacimiento no sería de una Virgen y del Espíritu santo, sino de mujer y hombre, como es norma para todos ser engendrado del esperma (San Hipólito, Refutación, 9/30).
Entre los judíos las genealogías eran siempre masculinas, y masculinas son las dos que hallamos en el Nuevo Testamento, y en ambas el eslabón principal, primero en Lucas o último en Mateo, era José (Lc 3.23, Mt 1.16). Sin embargo, este eslabón era ficticio. El Hijo de Dios había nacido del semen de David, ἐκ σπέρματος Δαυίδ, ex semine David (Ro 1.3, Jn 7.42, 2Ti 2.8), pero este semen nunca jamás llegó a ningún útero, ya que los cristianos habían colocado un cortafuegos o un tapón en esta falsa genealogía. Jesucristo era hijo de David, hijo de Abraham (Mt 1.1), pero no del semen de José, hijo de David (Mt 1.20, Lc 1.27), y por tanto este semen nunca fue concebido in utero (Mt 1.18, Lc 2.31), porque el Hijo de Dios no tuvo un padre biológico. Su Padre, en el sentido más consustancial, era Dios (1Jn 5.18), es decir, NADIE, puesto que los cristianos nunca jamás pensaron que Dios fuera un hombre (Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta, Nm 23.19, Dios soy y no hombre, Os 11.9, tú, hombre eres y no Dios, Ez 28.9, Is 31.3. Dios no tiene forma de hombre (Eugnosto 12), y son necios los que cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, Ro 1.23), ni siquiera cuando su Verbo descendió del cielo (Jn 3.13; 6.51): el evangelio anunciado por mí no es según hombre, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo (Gál 1.11,12). Cristo poder de Dios y sabiduría de Dios.., para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (1Co 1.24, 2.5). Si Cristo hubiera sido un hombre, estas palabras no tendrían ningún sentido, puesto que no habría ninguna diferencia ni contraste entre la sabiduría de los hombres y la sabiduría de arriba (Stg 3.17), aquella gnosis que está en los cielos, la gnosis perfecta (Orígenes, Hom. in Jeremías 8.7). Según la tradición de los hombres, según los elementos del mundo, y no según Cristo (Col 2.8). Cristo no solo no perteneció a la tradición de los hombres sino que estaba en el polo opuesto, es decir, Cristo no fue un hombre ni estuvo en el mundo enseñando como doctrinas mandamientos de hombres (Mc 7.7, Mt 15.9), porque de lo contrario habría sido parte de los elementa mundi, y dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres (Mc 7.8). Cristo no vivió ni pudo vivir en este mundo, porque los cristianos estáis muertos con Cristo a los elementos del mundo ¿por qué como si vivieseis en el mundo os sometéis a preceptos? (Co 2.20).
El que conoce las Escrituras y ha sido enseñado por la verdad, sabe que Dios no es como los hombres... el Padre de todo en nada es semejante a la pequeñez de lo humano (San Ireneo, Adversus haereses, 2/13.3,4). Los cristianos sabían perfectamente que ningún hombre puede ser Dios, algo que ellos expresaban así: El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre es del cielo (1Co 15.47). Es evidente que para quien escribió estas palabras, anteriores a los evangelios, Jesucristo no fue un hombre terrenal, y un hombre celestial es una ficción. Si ningún hombre de la tierra puede ser un hombre celestial, no hay ninguna razón para pensar que el que fue hecho más sublime que los cielos (Heb 7.26) fuera un hombre de la tierra. Jesús ¿era del cielo o de los hombres? (Mr 11.30, Mt 21.25), los cristianos no solo respondían a esta pregunta sin dudarlo, sino que afirmaban explícitamente que Jesús no era de los hombres (San Justino, Diálogo, 54.2; 76.2).
Que nadie se gloríe en los hombres (1Co 3.21). Si Jesús hubiera sido un hombre los cristianos no tendrían ninguna razón ni ninguna base para obedecer a Dios antes que a los hombres (Hech 5.29), ni para distinguir la gloria de los hombres de la gloria de Dios (J 12.43), si ellos no buscaban la gloria de los hombres (1Te 2.6), sino la de Dios, ni para distinguir las cosas de Dios de las de los hombres o el camino de Dios de la apariencia de los hombres (Mt 22.16, Mc 12.14), ni nunca lo habrían seguido sabiendo que no tiene el hombre más que la bestia (Ec 3.19), que de nada sirve la ayuda de los hombres (Sal 60.13, 108.13), que lo que en los hombres es sublime, es abominable ante Dios (Lc 16.15, 1Co 3.19) y que Dios es verdadero, pero TODO hombre falso (Ro 3.4). Todavía más, si Jesús hubiera sido un hombre no podría hacer nada (Jn 9.33), y no sería distinto de Satanás, que no era menos ficticio ni más real que Cristo: porque no entiendes las cosas que son de Dios, sino las de los hombres (Mt 16.23, Mc 8.33). Cuando el hombre vive según el hombre, y no según Dios, es semejante al Diablo (San Agustín, Civitas Dei, 14/4.1). Si el Logos se hizo carne (Jn 1.14) realmente, de una forma que desconoce la biología, ¿qué diferencia habría para ellos entre la ley de Dios y la ley del pecado, si yo soy carnal, vendido al pecado, y yo mismo, con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado (Ro 7.5,14,25)? Un hombre no podía ser Dios, y por tanto la palabra de un hombre (palabra que era identificada con el semen: Semen est verbum Dei, Lc 8.11) no podía ser palabra de Dios: recibisteis no palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios (1Te 2.13). La palabra de nadie es Dios (Orígenes, Hom. in Jer. 20.1).
El cristianismo debía enteramente su existencia a la ficción de un Hijo de Dios, y no a un hombre imaginario. Jesús fue predicado como Dios desde el principio (Lc 1.2, 1Jn 2.24), y esto lo sabían hasta sus más temibles adversarios. Toda la demoledora crítica que les hizo Celso giraba sobre este punto: ¿Qué hizo Jesús, dice Celso, de noble o insigne como Dios?... ¿cuál es el sentido de tal descenso de Dios? y ante la acusación de Celso de que los evangelios eran puras ficciones, Orígenes, que en sus obras insistía una y mil veces en que Dios no es corpóreo ni puede tener un cuerpo (*véase*), no tenía mejor cosa que replicar que no está en ellos engañar sobre Jesús como Dios y profetizado, e inventar sobre él conociendo claramente que no era verdad lo que inventaban (Contra Celso, 2.25,32, 4.3). En efecto, lo que inventaban era verdad, aunque no por ello dejara de ser inventado, no porque ellos tuvieran una forma empírica de corroborar esta verdad, sino porque Dios no miente (Ti 1.2, Heb 6.18), y porque ninguna mentira procede de la verdad (1Jn 5.6), es decir, ellos creen mutuamente sus mentiras (Octavio, 11.2), y estaban absolutamente convencidos de que la ficción era verdad, y de que no mentían porque Dios estaba y hablaba en ellos: Dios está realmente en vosotros, Cristo está en vosotros, Cristo vive en mí, Cristo habla en (1Co 14.25, Ro 8.10, 2Co 13.3,5, Gál 1.16,2.20 Col 1.27, Jn 14.20; 17.23), y ellos no predicaban el evangelio de un hombre, sino el evangelio de Dios (Ro 1.1, 1Te 2.2,8,9).No existe ni la más mínima posibilidad de que Cristo hubiera sido un hombre real que sería deificado más tarde. Puesto que los judíos tenían prohibido cualquier tipo de deificación o idolatría (Éx 20.4, Lv 26.1, Dt 4 15-18), absolutamente a ningún judío de hace dos mil años se le habría pasado por la cabeza, por muy majareta que estuviera, la idea blasfema de decir que era el Hijo de Dios (Mt 27.43, Jn 10.36), y es imposible que hubiera existido algún judío que pensara o dijera tal estupidez de sí mismo (en sentido propio y no en el sentido fálico de que todos tenemos un mismo Padre y somos descendencia de Dios o semen de Dios, semen Dei (Mal 2.10,15, He 17.29), ni mucho menos pudo haber judíos que dieran el título de Dios a un vulgar charlatán de Galilea cuando se lo negaban abiertamente al mismo emperador, o que pensaran que un pobre carpintero era la imagen de Dios (2Co 4.4, Col 1.15) cuando los judíos eran los únicos que, en palabras de Calígula, no creen que he heredado la naturaleza de un dios (Filón, Legatio ad Gaium, 332, 353, 367, 368).
En los textos de la literatura cristiana primitiva no se halla nunca la falacia de un hombre convertido en Dios, sino la ficción de un Dios convertido en hombre. Más rápido se convierte Dios en hombre que un hombre en Dios (Filón, Legatio 118). No decimos que sea un hombre divinizado, sino un Dios humanizado.., no un hombre portador de Dios (θεοφόρος ἄνθρωπος), sino Dios encarnado (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 3.2; 4.14). Los gnósticos no partían de la realidad de un hombre, sino de la ficción de Dios. Cristo no fue un hombre mitificado, sino un mito personificado. No se inventó un mito a partir de un hombre que había existido (y mucho menos a partir de un hipotético y mísero vagabundo de Galilea que no tiene dónde reclinar la cabeza, Mt 8.20; Lc 9.58), sino que a partir de un mito existente se inventó un hombre: el Hijo de Dios. El mito lo creó, no se le añadió. No se le superpuso a un hombre quimérico la divinidad, sino que a la divinidad del Hijo se añadió la humanidad (San Agustín, Sermón 186.1). Antes de ser un hombre ya era un mito. ¿Qué tiene de extraño que los judíos alejandrinos, escudriñando la Septuaginta (Jn 5.39; 1Pe 1.11), se inventaran un Deus homo literario? Los hombres de la antigüedad creían firmemente en la existencia realísima no solo de un Dios inmortal e invisible (1Ti 1.17; 6.16), sino de muchos dioses, aunque desde los albores de la filosofía muchos filósofos la negaron (Octavio, 8). Para los cristianos Dios no solo era real, sino la realidad misma. Este mundo, en tanto que no posee los atributos de Dios, para ellos no era real, sino solo un espejismo: ahora vemos por espejo (1Co 13.12), y el verdadero amor era el de Dios, no el de este mundo: no améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo (1Jn 2.15). En tanto que Dios era el Ser, este mundo era el no-ser, y en tanto que Dios era la Verdad, este mundo era la mentira: cambiaron la verdad de Dios por la mentira (Ro 1.25, 3.4). El mundo entero está bajo el Maligno (1Jn 5.19). Para los gnósticos, este mundo, sometido a la ley del pecado (Ro 7.23,25; 8.2), no existía, y solo era mierda o stercora (Fi 3.8). Ellos vivían en este mundo como si no vivieran en él: usan este mundo como si no lo usaran, utuntur hoc mundo, tamquam non utantur (1Co 7.31). Por esta razón ellos estaban muertos: estáis muertos (Col 3.3, Ro 6.11; 8.10, Ef 2.5), es decir, para ellos el mundo no existía ni ellos para el mundo: el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo (Gál 6.14), porque la amistad del mundo es enemistad con Dios (Stg 4.4, Ro 8.7), razón de más por la que ningún Dios humano pudo estar en este mundo. Ellos no veían lo evidente, lo real, puesto que no miraban las cosas que se ven, sino las que no se ven (2Co 4.18, Ro 8.25), y habían sustituido este mundo real por el mundo ficticio de Dios, a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver (1Ti 6.16). Hay más verdad en las cosas que no se ven que en las que se ven, y ante Dios se consideran más verdaderas las realidades invisibles y espirituales que las visibles y corporales (Orígenes, Com. in Canticum, 1/4.24). Para ellos, lo ficticio era real, y lo real era ficticio. Sin esta absurda inversión ontológica, pésimo producto del platonismo, no puede entenderse cómo ellos llegaron a formular la existencia real de un Hijo de Dios. Esta inversión ontológica ya se encuentra antes en Filón, que oponía lo humano a lo divino como la apariencia a la realidad (τό δοκεῖν τοῦ εἶναι), o el conocimiento de los hombres, que solo es en la apariencia (τῷ δοκεῖν) al de Dios, que es en la realidad (τῷ εἶναι), o cuando dice que la vida verdadera consiste en huir de los afanes de los hombres y vivir solo para Dios (De mutatione nominum, 104, 213; De migratione Abrahami, 40), o cuando dice que en la creatividad de Dios no hallarás ninguna ficción del mito, sino inscritas todas las reglas indestructibles de la verdad (Quod deterius potiori, 125), y otras chorradas parecidas.
En el Octavio de Minucio Félix, a pesar de mencionar una larga nómina de filósofos, escritores y dioses, nunca se nombra a Cristo, ni siquiera cuando se habla de la resurrección, y cuando se alude a él es para negar de modo explícito su humanidad: Dios no pudo ser un hombre terrenal: En cuanto a los que adscribís nuestra religión a un hombre criminal /hominem noxium/ y su cruz, lejos del límite de la verdad erráis los que creéis que Dios ha merecido ser un criminal o que ha podido ser uno de la tierra /terrenum/, y ciertamente es un miserable el que apoya toda su esperanza en un hombre mortal /homine mortali/ (Octavio, 29, → Jer 17.5). Según Minucio, que hablaba en nombre de todos los cristianos (nosotros/nuestra religión), Dios no tiene nacimiento ni muerte y no podemos verlo, como al Sol, y nos guardamos de la sangre humana /ab humano sanguine cavemus/, porque quien hace libación de su sangre /qui sanguine sui libat/ no es religioso, sino profano (Idem, 24.3,12; 30.6; 32.4). Es decir, él ignoraba totalmente que había existido la sangre humana de Cristo (Ef 2.13, Heb 9.14, 10.19) y que el Hijo de Dios había sido un hombre mortal (la sangre de Cristo era el espíritu (Clemente de Alejandría, El Pedagogo, 2.19), es decir, el semen de eternidad, semen aeternitatis (Gaudium et Spes, 18, Catecismo IC, 1524). Los gnósticos, que fueron coetáneos y camaradas de los anónimos autores de los evangelios y estaban perfectamente informados de los acontecimientos de su época, negaban que Jesucristo había sido un hombre en absoluto, ἄνθρωπον δὲ οὺδὲ ὄλως (Hechos de Juan 90.2). Todos los gnósticos eran anticristos (1Jn 2.18.22; 4.3), es decir, contrarios a la burda fantasía de un Cristo histórico, o dicho de otra forma, negaban que la encarnación hubiera ocurrido.
Basándose en la idea de que Dios no es un hombre ni un hombre puede ser Dios, Tertuliano, acérrimo defensor de la realidad de la encarnación frente a los muchos que negaban que Jesucristo ha venido en carne (2Jn 7, 1Jn 4.3) y que había nacido de María (Hechos de Pablo 10.1.14. Es completamente falso lo que puede leerse en Wikipedia: que no se dudó de su existencia en la antigüedad (2.1). Los ofitas niegan totalmente a Jesús (Orígenes, Contra Celso, 7.40). No solo los gnósticos, que eran cristianos (salieron de nosotros, 1Jn 2.19, dicen las mismas cosas que nosotros y tienen la misma doctrina, Ireneo, Ad. haer. 3/15.2) y estaban en una posición histórica privilegiada para saber la verdad o la mentira, sino todos los judíos negaban unánimemente que hubiera existido ningún Cristo hombre: niegan que haya existido (Contra Celso, 1.49, 4.1; Tertuliano, Ad. judaeos 14.10; San Hipólito, Refutación, 9/30), aseguraba que Saturno y todos los dioses habían sido hombres y precisamente por esto no eran dioses ni debían ser venerados, cayendo así en su propia trampa (la falacia evemerista fue usada por los cristianos primitivos para desacreditar a los dioses paganos. Pero como ellos veían la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo (Mt 7.3, Lc 6.41) nunca se les ocurrió aplicársela a sí mismos, es decir, ellos nunca jamás pensaron que Jesús había sido un hombre mitificado, lo que viene a confirmar, una vez más, que este hombre era ficticio), y poco después declara a bombo y platillo que Cristo es Dios e Hijo de Dios y ambos uno... por unidad de sustancia, deus et dei filius et unus ambo... ex unitate substantiae (Apologético 10, 21. En su libro Sobre el alma, Tertuliano nos explica por extenso en qué consiste esta sublime sustancia: ¡¡el semen!!, que él identifica explícitamente con el espíritu y la luz solar).
Así se pone de manifiesto la paradoja de que todos los cristianos que afirmen que Jesús fue un hombre histórico están negando a Dios, y si afirman que Jesús era el Hijo del Dios viviente (Mt 16.16, Jn 6.69), algo que incluso afirmaban y sabían los mismos demonios (Lc 4.41), que no eran menos ficticios ni más reales que Cristo, están negando a Cristo como hombre histórico. La Iglesia ha trabajado tanto para mostrar que Jesucristo era hombre, contra los que lo negaban, como en mostrar que era Dios (Pascal, Pensamientos, 634). Cristo fue doblemente ficticio: ficticio como hombre y ficticio como Dios. Y los cristianos eran doblemente farsantes, ya que estaban obligados a afirmar la doble naturaleza de Cristo y a tragarse la vil trola de la unión hipostática, que por sí misma descubría la ficción y testificaba que Cristo nunca había existido, ya que ningún hombre puede tener dos naturalezas. Como las dos naturalezas del centauro, en Cristo lo que para una mitad de sí mismo era verdad, era falso para la otra mitad (Ortega y Gasset, Renan). El problema era que, para los cristianos, la parte divina era la verdadera pero la humana falsa, ya que Dios es verdadero pero todo hombre falso (Ro 3.4). Cristo era una ficción absoluta, pues sólo en Dios es concebible que él pueda constituir la diversidad de sí (Karl Rahner, Escritos de teología I, p. 183). Es decir, «la realidad de Cristo» solo era posible en la ficción de Dios. Este mismo teólogo, tan ciego como los demás, pero consciente del absurdo, hablaba de la necesidad de superar la fórmula «dos naturalezas-una persona» para evitar la impresión de que en la cristología ortodoxa contemos un mito antropomorfo (Idem, p. 187).
Si Cristo hubiera sido un hombre histórico ya no sería Dios: No es posible que juzguemos Dios a uno que es hombre por naturaleza (Arístides, Apología 7.2, S). Maldito el hombre que pone su esperanza en un hombre (Jer 17.5). Nosotros no ponemos la esperanza en ningún hombre.., sino en nuestro Señor, que es Jesucristo. No creí en los hombres, sino en ti, Dios (Orígenes, Hom. in Jer. 15.6, Com. in Canticum 2/1.35). No camino apoyado en el nombre de un hombre, yo me aferro al nombre de Cristo (San Agustín, Enarrationes, 30). Nosotros, decían los cristianos, somos hombres mortales semejantes a vosotros: así rechazaban enérgicamente la idea de que los dioses semejantes (ὁμοιωθέντες) a hombres han descendido a nosotros (He 14.11,15). Los que por este motivo rasgaron sus vestiduras ignoraban o habían olvidado que Dios, en efecto, se había hecho semejante (ὁμοιώματι) a los hombres, y hallado en la figura como hombre (Fi 2.7). Es decir, incluso para el autor de los Hechos la idea mítica de que Dios se hiciera semejante a los hombres no era real, sino una fantasía: vanidades o ilusiones, τῶν ματαίων. Por tanto, cuando Dios envió a su Hijo en semejanza (ὁμοιώματι) de carne de pecado (Ro 8.3. No olvidemos que todo el capítulo 8 de Romanos es un ataque radical a la carne mortal y física. Se nos dice que los hijos de Dios no están en la carne, sino en el Espíritu, Ro 8.9, lo que equivalía a decir que el Hijo de Dios por excelencia nunca estuvo en la carne ni en la esclavitud de la corrupción, Ro 8.21), el que descendió del cielo (Jn 3.13, Ef 4.10) no era ningún hombre humano, sino el Espíritu de Dios. Dicho en términos claros, lo que Dios envió fue una pura ilusión, porque el Espíritu es el Hijo de Dios (Pastor de Hermas P9 1.1): envió Dios el Espíritu de su Hijo (Gál 4.6).
Yo soy de arriba, el Hijo del Hombre, que está en el cielo (Jn 8.13, 3.13). Tanto la idea de un hombre celestial como su encarnación eran ficciones evidentes. Pero suponiendo que un Dios invisible e irreal se convirtió en un hombre de carne y hueso cuando, de una forma totalmente extraña a la biología, el semen de Dios o Espíritu santo (Justino, Apol. I 32.8, Ireneo, Ad. haer. 4/30.2, Tertuliano, De car. Christi, 18.2, Novaciano, De Trin. 29.16, NH Ex. del alma 134) ingresó en el útero virginal de María (Mt 1.18.20; Lc 1.35), incluso este hombre real seguía siendo una fantasía gnóstica: porque en Él habita todo el Pleroma de la deidad corporalmente (Col 2.9). La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios (CIC, 495), es decir, madre de una ficción. Cristo era Dios en sentido propio, es decir, Cristo no fue NADIE: Porque, en efecto, hemos demostrado por las Escrituras que ninguno entre todos los hijos de Adán (nemo in totum ex filiis Adæ, es decir, nadie) es llamado Dios después de Él, o nombrado Señor. Porque, en cambio, Él mismo con propiedad (ipse proprie), al contrario de todos los hombres que existieron entonces, es proclamado Dios, y Señor, y Rey eterno, Hijo único y Verbo encarnado por todos los profetas y los apóstoles y por el mismo Espíritu, lo cual puede comprobar cualquiera capaz de alcanzar aún una pequeña parte de la verdad (San Ireneo, Ad. haereses 3/19.2). Afirmamos que lo mismo el Salvador que el Espíritu santo no pueden ponerse en parangón con ninguna de las cosas creadas, sino que las sobrepasan con una trascendencia sobreeminente (Orígenes, Com. in Jo. 13, 151). Nada de lo que ha sido creado y se halla en servidumbre se ha de comparar con el Verbo de Dios, nuestro Señor Jesucristo (San Ireneo, idem 3/8.2). Según san Ireneo, y contradiciéndose a sí mismo, Cristo tuvo un nacimiento semejante al de Adán: En efecto, si el primer Adán hubiera tenido por padre a un hombre y hubiese nacido de semen (ἐξ σπέρματος), era natural decir que el segundo Adán había nacido de José (Ad. haereses 3/21.10). Es decir, Jesucristo tuvo una existencia tan histórica como la de Adán, de modo que quien piense que Adán fue realmente modelado de la arcilla por un Alfarero divino (Bernabé, 6.9), como estúpidamente afirmaban san Ireneo y todos los cristianos, está en buen camino para comprender el tipo de existencia que nunca tuvo Cristo: Adán, el cual es figura del que había de venir (Ro 5.14), es decir, el Hijo de Dios no solo fue tan ficticio como su Padre celestial, sino tan real como el primer hombre, que no fue ningún homo sapiens, sino algo más parecido a un ladrillo. Nuestro Señor tomó una corporeidad idéntica a la de la primera criatura (San Ireneo, Demostración, 31), es decir, tomó una corporeidad de ladrillo. La idea de que Dios hizo (engendró) al hombre era tan falsa y ficticia como la idea de que Dios se hizo hombre: de modo que si una no fue histórica, la otra necesariamente tampoco pudo serlo.
Dios se hizo realmente hombre (Nuevo Catecismo adultos, p. 85, CIC, 464), es decir, este hombre fue realmente una ficción, teniendo la misma existencia que su ficticio Padre, ya que el Hijo y el Padre eran lo mismo (Jn 10.30, 1Co 8.6): Yo soy en el Padre y el Padre en mí (Jn 14.11). El Hijo era consustancial al Padre, de modo que tan ficticio era uno como el otro. Si el Padre no existe, tampoco el Hijo (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 4.18). Si el Señor es un Dios eterno (Is 40.28, Ro 16.26), el Hijo de Dios nunca fue ni pudo ser un «hombre histórico», sino que también era eterno: Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y por los siglos (Heb 13.8). Ningún hombre puede ser el mismo in sæcula, es decir, Jesucristo fue una ficción siempre. No se puede decir que hubiera un tiempo en el que no existiera el Hijo (Orígenes, In Hebr. fr. 1). El hombre no puede verme (Ex 33.20). No solo los incrédulos judíos no lo vieron en ninguna parte, sino que nadie vió nunca a Cristo, porque las cosas eternas pertenecían, según los cristianos, a la ficticia categoría de las cosas que no se ven (2Co 4.18, Heb 11.1). Por esta razón, los cristianos se vieron obligados a sostener como dogma la fantasía de dos nacimientos (δύο γεννήσεις) de Cristo, uno intemporaliter y otro temporaliter (Calcedonia, año 451, y Constantinopla, año 553). Pero si la generación del Hijo era eterna, y es engendrado sin cesar, como la luz del Sol, esta generación hacía innecesaria y superflua la generación en el tiempo. Y así Orígenes, un gnóstico de pura cepa, despreciando completamente el ilusorio nacimiento temporal de Cristo, podía escribir lo siguiente: ¿De qué me sirve si ha venido el Logos al mundo, y yo no lo conozco? Y al contrario, si no hubiese venido en absoluto al mundo, y me es dado llegar a ser como los profetas, yo tengo al Logos (Hom. in Jeremías, 9.1,4). ¿De qué me sirve que yo diga que Cristo ha venido sólo en aquella carne de María, si no muestro también que ha venido en esta carne, que es la mía? (Hom. in Génesis, 3.7). En efecto, ¿para qué necesito una luz de lámpara (Ap 22.5) si tengo una Luz sin ocaso, τὸ φῶς τὸ ἀνέσπερον? Es decir, incluso si Cristo hubiera sido realmente un hombre de verdad, la existencia de este hombre habría sido totalmente irrelevante para los cristianos, puesto que ellos sabían perfectamente que solo el ficticio Hijo de Dios podía ser autor de salvación eterna, y Salvador del mundo (Heb 2.10, 5.9, 1Jn 4.14, Jn 4.42), y este Hijo de Dios excluía de forma absoluta al hombre, ya que en ningún otro hay salvación (He 4.12). Ningún hombre histórico o de este mundo podía ser autor de salvación, y por tanto el autor de salvación no fue un hombre histórico: Yo no soy de este mundo (Jn 8.23; 17.14; 18.36). Por esta razón, los gnósticos afirmaban lo que sabían de buena tinta, que Cristo ni nació ni se encarnó (San Ireneo, Adversus haereses, 3/11.8).
El Hijo de Dios estaba antes (preexistía) que ningún Jesús de la historia, es decir, Jesucristo fue una ficción desde el principio: Él es antes de todas las cosas (Col 1.17). Los cristianos remontaban al Hijo de Dios tan lejos como hasta la ficticia creación del mundo (Jn 1.3,10, Co 1.16), aunque ellos no contaban en millones de años, sino con un cronómetro también ficticio (7 x 1.000, Sal 9o.4, 2Pe 3.8). Si Dios no se hizo hombre, este hombre imaginario nunca existió. Los evangelios nunca habrían sido escritos si los anónimos autores de los mismos hubieran pensado alguna vez que Jesús no era Dios encarnado y crucificado: Dios ha visitado a su pueblo, Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Lc 7.16, Mt 16.16), Dios venido en cuerpo y alma humanos (Orígenes, Contra Celso, 3.29). Tertuliano aseguraba, desvelando así la mentira de un Jesús histórico, que si Jesús no fue verdaderamente Dios crucificado (nonne vere crucifixus est deus) todo fue falso y por tanto falsa es nuestra fe, y es un fantasma todo lo que esperamos de Cristo (falsa est igitur et fides nostra, et phantasma erit totum quod speramus a Christo, De carne Christi, 5.3). Dicho de otra forma, no es posible que existiera un hombre llamado Jesús que no fuera la mismísima encarnación de Dios, y en el mismo (y falso) sentido en que un hijo es la encarnación del semen de su padre, pero con la desgraciada salvedad de que Jesús fue concebido absque semine, esto es, sin elemento humano (Catecismo Iglesia Católica, 496). Ningún hombre puede ser concebido sin elemento humano o engendrado sin semen de varón, sine viri generatum semini (Símbolo apostólico), porque todo el que viene a este mundo... tiene como principio material de su cuerpo el semen de su padre (Orígenes, Hom. in Levit. 12.4). El hombre de la antigüedad, que ignoraba la existencia de las células sexuales, pensaba erróneamente que el cuerpo se forma por la virtud activa del semen paterno (Santo Tomás, Suma Teológica II-2 q26 a10).
José no fue el padre biológico de Cristo, es decir, el semen de David nunca fue eyaculado ni nunca se cumplió el juramento de Dios: suscitabo semen tuum pos te, in aeternum praeparabo semen tuum, levantaré tu semen después de ti, prepararé eternamente tu semen (2Sam 7.12; Sal 89.5 > He 2.30). Este esperma de David, que no conoció el pecado (2Co 5.21, Heb 4.15), nunca pudo decir lo mismo que dijo David de sí mismo: Fui concebido en pecado, y en pecado me concibió mi madre (Sal 51.5), porque Cristo no fue concebido mediante semen humano (Orígenes, Com. in Rom. 5.9), es decir, no fue concebido nunca. Si el Verbo se hizo carne, verbum caro factum est (Jn 1.14), non secundum legem mandati carnalis factus est, no es hecho conforme a la ley del mandamiento carnal (Heb 7.16. Nótese que en ambos pasajes se utiliza el mismo verbo, tanto en griego como en latín), es decir, se hizo carne de una forma ficticia.
Sin padre jamás puede haber un hijo (Eurípides, Orestes 554), y por tanto, nunca existió un Hijo de Dios. La ficción de un Jesucristo histórico se desmorona por sí sola. Si el eslabón seminal de José nunca existió, ¿qué Polla eyaculó el esperma de David, o si se prefiere ir más lejos incluso, el esperma de Abraham, τῷ Ἀβραὰμ καὶ τῷ σπέρματι αὐτοῦ, que es Cristo? (Lc 1.55 > Gál 3.16,19).
El primogénito de los muertos (Col 1.18, Ap 1.5) fue engendrado o sembrado por el Falo o Padre cósmico de un modo tan sublime e inmortal como ficticio e ilusorio, ya que en Dios, como en Aristón, no había esperma hacedor de niños, οὐδὲ παιδοποιὸν σπέρμα ἐν τῷ θεῷ (Atenágoras, Legación 21; Heródoto, Historia 6.68).
También yo soy hombre mortal, igual que todos, y descendiente del primero modelado de la tierra, y en vientre de madre se esculpió la carne, durante diez meses fui cuajado en sangre por semen de hombre, coagulatus sum in sanguine ex semine hominis, παγεὶς ἐν αἵματι ἐκ σπέρματος ἀνδρὸς (Sab 7.1,2). Ninguna de las palabras de este texto, que los cristianos conocían perfectamente, podía ser aplicada al Hijo de Dios, es decir, Jesucristo nunca fue modelado en un útero por ningún esperma de varón. El Hijo de Dios no fue ni más ni menos real que su ficticio, invisible e innombrable Padre celestial, el Falo cósmico, del cual es nombrada toda paternidad (paternitas, πατριὰ) en los cielos y en la tierra (Ef 3.15).
La paternidad carnal es cosa del reino de este mundo, no del reino de Dios (Unamuno, La agonía del cristianismo; Mt 22.30, Mc 12.25, Lc 20.34,35).




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