22 mayo 2010

El Falo cósmico solar: Dios omnipotente

























The study of phallicism is the study of religion. In this lies its importance. So true is this, it may be safely stated that no one who neglects the study of phallic worship can hope to secure any adequate understanding of the origin of religion. 
G. Ryley Scott, Phallic Worship
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Luego es patente, ¡oh rey!, que toda la teoría sobre la naturaleza de los dioses es puro extravío... Porque si las historias que sobre ellos corren son míticas, entonces no son más que palabras; y si son físicas, ya no son dioses los que tales cosas hicieron y sufrieron; y si son alegóricas, mitos son y nada más.
Arístides, Apología, 13.6,7

En efecto, cuando los gentiles oyen de nuestra boca las palabras de Dios, las admiran como bellas y grandes; luego, observando que nuestras obras no tienen el valor de las palabras que decimos, por esto se vuelven a la blasfemia, diciendo que es todo mito y desvarío. 
Segunda epístola de Clemente 13.3


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La teología era una forma de culto fálico encubierto. Aquellos que se sorprendan de la afirmación de que en la base de toda religión está el sexo, deberían recordar que el principio de la vida está en el sexo, y que en ningún lugar el concepto de la vida es más alto, excelso y divino que allí donde se produce. Esto no es una simple constatación del psicoanálisis, sino un hecho biológico fundamental, elemental y universal. Pensado como algo autónomo e independiente del cuerpo, el Falo era y es un arquetipo universal, presente en todas las culturas y pueblos de todos los tiempos, desde el paleolítico hasta hoy. El hombre de la antigüedad pensaba que el Falo era el único autor de la procreación. El útero o matriz era visto como el recipiente, como una maceta llena de tierra, donde el Falo «sembraba» su «semilla». El seno materno es respecto del semen viril como la tierra en orden a la semilla (Santo Tomás, Suma Teológica, Spl q52 a4).
Puesto que un hombre solo puede tener hijos y la generación solo es posible mediante la polla en erección, el Falo era considerado en la antigüedad como el emisario y portador de la vida por excelencia, el Dios omnipotente: él es quien da a todos vida y aliento (He 17.25), en él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres (Jn 1.4). El Falo era el Dios que hizo o engendró al hombre y el creador de todas las cosas: yo te he engendrado hoy (Sal 2.7, He 13.33, Heb 1.5; 5.5). Esto dice el Señor que te hizo y te formó desde el útero: derramaré mi espíritu sobre tu semen, effundam spiritum meum super semen tuum (Is 44.2,3). Al igual que el Falo, Jesucristo era presentado como el emisario y portador de la vida: yo les doy vida eterna (Jn 10.28; 17.2).
El Dios cristiano era exclusivamente masculino, el papel de la Diosa madre, dado su origen egipcio, lo ocupaba Isis como Virgen María. El Dios de los gnósticos era andrógino solo virtualmente, en realidad era «tres veces masculino» (Allógenes 45, 51, Las tres estelas de Set 120 s). El esperma cósmico de este Falo «trivarón», llamado también «Autopadre», engendraba «miríadas» (Heb 12.22, Jud 14) de eones andróginos. El semen o alma era visto como una sustancia femenina por ser el útero su depositario o receptáculo, y sobre todo porque el mismo semen era visto como un útero, ya que contenía al «hijo» en potencia. Sin embargo, ya que la sede de la vida era inmortal, el alma o semen tenía que regresar a su forma anterior y al lugar donde se hallaba al principio (Exposición sobre el alma 134, Jn 6.62), es decir, el semen cósmico o espermaluz tenía que regresar a los cojones del Falo solar que lo eyaculó, algo así como si los rayos solares regresaran al Sol (Somos atraídos al cielo por Él como los rayos por el Sol, Tratado sobre la resurrección, 45). Por esta razón, Adán y Cristo tuvieron dos madres: el Espíritu o Esperma y la tierra virgen (Evangelio de Felipe 71.16). La mujer -Eva- era una eyaculación del hombre, ya que el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón (1Co 11.8). Consecuencia de esta abstrusa y delirante forma de pensar era que la mujer no podía salvarse o regresar a Dios si no se convertía en hombre (Evangelio de Tomás 114) y que los gnósticos, más allá de su visceral misoginia (mujer = materia. Escapad de la locura y la cadena de la feminidad (Zostriano 131). ¡Ay de vosotros que amáis el contacto con las mujeres y la sucia unión con ellas! (Libro de Tomás atleta, 144.9). Estos son los que no se han ensuciado con mujeres. Ap 14.4), se veían a sí mismos como mujeres, ya que el Falocristo era el Esposo (Mt 25.1 s, Mc 2.19, Jn 3.29, Ap 21.2): pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo (2Co 11.2, 1Co 6.16-17, Ef 5.22-32), la mujer se une a su esposo en la cámara nupcial (Evangelio de Felipe 70.19) porque ellos son hembras, tal como lo confiesan ( San Ireneo, Adversus haereses 2-29.1, 30.5).
Presentar a Dios como un muñeco invisible (Jn 1.18, Col 1.15; 1Ti 1.17), supremo arquitecto (Heb 11.10), creador de todas las cosas y autor de la vida del hombre (Gén 1; 2.7; Jn 1.3, He 17.24, Col 1.16, Ap 4.11), era solo una traducción mística del carácter primordial del Falo. Amar, hacer el amor, es decir, follar, es la actividad propia del Falo y presentar a Dios como el súmmun del amor (el amor de Cristo, que excede toda gnosis, Ef 3.19, Dios es amor, 1Jn 4.8,16) era una imagen mal disimulada de dicha actividad, una falsificación grosera del único Dios que da realmente la vida, en la forma arcaica de pensar del hombre de hace dos mil años. (El concepto moderno de fecundación tiene menos de dos siglos: «Hertwig», 1885). No obstante, Dios o el Falo cósmico y el hombre no engendran de modo semejante. El Falo cósmico engendra su Semen cósmico o Hijo sin copulación (ἄνευ συνδυασμοῦ, San Juan Damasceno, Expositio fidei, 1.8), pues el buen semen, éstos son los hijos, bonum vero semen, hi sunt filii (Mt 13.38). Este mismo Mansur hablaba, con terminología gnóstica, del esperma espiritual que por amor y temor de Dios es concebido en el útero del alma, σπέρμα πνευματικὸν δι' ἀγάπης καὶ φόβου Θεοῦ συλλαμβανόμενον ἐν τῇ ψυχικῇ γαστρὶ (Idem, 4.24). Orígenes consideraba el Cantar de los cantares como un libro erótico prohibido: En cambio, si se acerca alguien que solo es hombre según la carne, para este tal no poco riesgo y peligro nacerá de esta Escritura. En efecto, si no sabe oír puramente y con castos oídos los nombres del amor desviará todo lo que haya oído del hombre interior al varón exterior y carnal, y del espíritu se volverá hacia la carne y nutrirá en sí mismo concupiscencias carnales y parecerá que la divina Escritura es ocasión de mover e incitar al deseo carnal. Por esto advierto y doy el consejo a todo el que aún no está libre de las molestias de la carne y la sangre, ni ha renunciado a los afectos de la naturaleza material, que se abstenga por completo de leer este librito y cuanto se dirá sobre él. Pues dicen que incluso entre los hebreos, excepto los que han llegado a la edad perfecta y madura, cuidan de no permitir ni siquiera tener este librito en las manos (Com. in Canticum 1.6).
Pero un amor que negaba la carne (el ocuparse de la carne es muerte, Ro 8.6), era un amor que se anulaba a sí mismo y necesitaba crear el infierno para justificarse: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles (Mt 25.41). Si el amor místico rechaza la carne (la materia, lo femenino), y la contrapone al espíritu (Gál 5,17), termina volviéndose contra el mundo y se convierte en un puro egoísmo: no améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo (1Jn 2.15, Stg 4.4), porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? (Mt 16.26, Mc 8.36, Lc 9.25). Un amor que solo se mira a sí mismo, es un amor que niega la alteridad: solo hay un Dios, el único Dios verdadero (1Co 8.4,6, Jn 17.3). No un amor que se entrega a los demás, sino que los excluye y los condena: nunca os conocí, apartaos de mí, hacedores de maldad.., vosotros sois arrojados fuera (Mt 7.23, Lc 13.28). Este falso y podrido amor fue lo que llevó al colapso total al imperio más brillante de la antigüedad. Cuando los hombres buscaron la felicidad, no en este mundo, sino en uno ficticio (un reino de los cielos que ningún telescopio espacial fotografiará nunca), este mundo real se derrumbó. El hundimiento del imperio romano y la ascensión del cristianismo fueron simultáneos y todo uno: la causa final por la que se debe buscar y adorar no es el humo transitorio de esta vida (Stg 4.14), sino la vida dichosa y bienaventurada, que no es otra sino la eterna (San Agustín, La Ciudad de Dios, 7.0).
Como todo el mundo sabe, el auge y reconocimiento oficial del cristianismo marcó el final de la cultura clásica. Si se niega este mundo, el amor no puede edificar nada (1Co 8.1), porque carece de cimientos. Pongamos nuestro tesoro no en medios terrenos, sino en los cielos (Orígenes, Sobre la oración, 3.5.5). Cuando los hombres colocaron sus tesoros en el cielo (Mt 6.20, Lc 12.33), los colocados en la tierra se desplomaron inmediatamente. El amor nunca puede basarse en la negación de este mundo. Un amor que niega y demoniza al mundo (la carne, la materia, lo femenino) es un amor vacío, estéril, inútil, es un antiamor, es decir, es odio: el que odia su alma en este mundo, para vida eterna la guardará (Jn 12.25). Si alguno viene a mí, y no odia (odit, la misma palabra que antes en Juan) a su padre, y madre y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su alma (animam, también la misma palabra que antes en Juan), no puede ser mi discípulo (Lc 14.26), odiemos el extravío del tiempo presente, a fin de ser amados en el venidero (Bernabé, 4.1), entonces condenarás el engaño y extravío del mundo, cuando conozcas la verdadera vida del cielo (Diogneto 10.7).
Dios no puede negarse a sí mismo (2Ti 2.13), y por tanto tampoco podía sacrificarse a sí mismo (Heb 9.26), pero mandó que los cristianos se negaran a sí mismos en su lugar (el suicidio o martirio), lo cual era mucho más cómodo: si alguno quiere venir en pos de mí, niégese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame (Mt 16.24, Mc 8.34; Lc 9.23). Si te niegas a ti mismo, niegas a los demás, a tu padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, etc., y no solo es imposible amarte a ti mismo, sino también a los demás, porque no puede cumplirse el sicut teipsum, la segunda parte de la famosa máxima del amor cristiano: ἀγαπήσεις τὸν πλησίον σου ὡς σεαυτόν (Mt 19.19, 22.39; Mc 12.31, Ro 13.9, Gál 5.14, Stg 2.8). ¿Qué me importa que me ames como a ti mismo, si no te amas nada a ti mismo?, escribía un sacerdote del siglo pasado, olvidando la orden divina que tienen los cristianos de negarse y odiarse a sí mismos. Este amor era un amor muerto, disecado y envenenado, que no trae paz, sino espada (Mt 10.34). Si se niega a los demás, ¿dónde queda el amor a los enemigos? (Mt 5.44, Lc 6.27): a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí (Lc 19.27), enemigos de la cruz de Cristo, el fin de los cuales será la perdición (Fil 3.18). En esto radicaba la infinita miseria del cristianismo: un Dios miserable que negaba a los que lo negaban: a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre (Mt 10.33, Lc 12.9; 2Ti 2.12). En la Historia no prevaleció el Falo solar rico en misericordia por su gran amor con que nos amó (Ef. 4.4), sino el terrible Dios que a los malos destruirá sin misericordia (Mt 21.41, Mc 12.9, Lc 20.16), el Dios de la ira (Jn 3.36, Ro 1.18, 12.19, Ef 5.6, Col 3.6, Ap 11.18; 19.15), aunque esta ira (ὀργή) tenía un significado erótico que se pierde en las traducciones: ὀργή (orge) = orgía, excitación sexual, cultos orgiásticos propios del culto al Falo. De aquí la expresión hijos por naturaleza de ira, τέκνα φύσει ὀργῆς, es decir, todos hemos nacido en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne (Ef 2.3).
Al menos desde el neolítico, el Dios-Padre primigenio de toda la humanidad, allí donde estuviera, fue una Polla y la Diosa-Madre, un Coño. Dios, el Falo cósmico solar y literario del AT, era para los cristianos el Padre de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra (Ef 3.15). El Falo universal era por necesidad el Padre de todos y de todas las cosas (Ef 4.6; 1Co 8.6). En el NT, la mujer está representada originalmente por la Iglesia (Ef 5.22-32), y posteriormente, cuando se inventó la fábula de un Jesucristo histórico, por la virgen María y por todas las Marías de los evangelios, que eran la misma María: la Eva primigenia en su triple faceta de virgenputamadre ( Evangelio de Felipe 59.6 s), la materia o carne que recibe del Falo el esperma divino. La Iglesia era el conjunto de fieles que formaban un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo: la Jerusalén celestial, la Esposa de Dios, la mujer vestida del Sol (Ap 12), la Gran Puta que folla con todas las naciones (Ap 17, 1Co 6.16s, Lc 7.37s). Jesucristo, el Verbo o Esperma divino, fecunda este cuerpo femenino, esta carne de los hijos de Dios. Este es el sentido de la encarnación mística de Dios, y no el sentido de que se convirtiera en un hombre histórico, algo imposible, ya que Cristo, como dice San Justino en muchas ocasiones, no podía nacer de esperma humano (οὐκ ἐστι γένους ἀνθρώπου σπέρμα, Diálogo 54.2; 63.2, 68.4; 76.1, Apología I 32.9,11).
Jesucristo nunca existió en este mundo, solo existió en las mentes febriles de aquellos hombres, y se ponían en contacto con él por medio de éxtasis, visiones o revelaciones, tal y como se expresa en muchos lugares de los Hechos (He 9.10; 10.3,10,30; 11.5.13; 12.9; 18.9; 26.19), y de las epístolas: Estaba yo en la ciudad de Jope orando y vi en éxtasis una visión (He 11.5), orando en el templo, tuve un éxtasis y lo vi a él (He 22.17), el evangelio anunciado por mí, no es según hombre, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno (sic !!!), sino por revelación de Jesucristo (Gál 1.12, ¿hay una forma más clara decir que Jesucristo no fue un hombre?), por revelación me fue declarado el misterio de Cristo, misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres, como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu (Ef 3.3-5, 1Pe 1.10-12, Ro 16 25-26). Los cristianos creían firmemente en la veracidad de tales visiones o revelaciones del Espíritu e incluso se dejaban guiar por ellas sin vacilar (He 10.20; 16.10, 22.18,21). Como todo el mundo sabe, el último libro del NT está escrito como una revelación, nombre inglés del libro, que es lo que en griego significa Ἀποκάλυψις, Apocalipsis: el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía (Ap 19.10), y con tan sublime y empírico testimonio los teólogos modernos pretendían demostrar su historicidad terrícola.
El mundo no me verá más (θεωρεῖ), pero vosotros me veréis (θεωρεῖτέ) (Jn 14.19). Cristo fue visto (ὤφθη) por Cefas, luego por los Doce. Después fue visto (ὤφθη) por más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales los más quedan aún ahora, algunos ya murieron. Después fue visto (ὤφθη) por Santiago, luego por todos los apóstoles; últimamente, después de todos, siendo como soy el abortivo, fue visto (ὤφθη) también por mí. (1Co 15.5-8) (El verbo griego ὁράω utilizado aquí y en la cita siguiente tiene el sentido fuerte de la vista, a diferencia del verbo θεωρέω, utilizado en la cita de San Juan, que tiene el sentido teórico de ver con la inteligencia). ¿No he visto a Jesús el Señor nuestro? (1Co 9.1).
Manifiéstate al mundo (Jn 7.4). ¿Cuándo te manifestarás a nosotros y cuándo te podremos ver? (Evangelio de Tomás, 37; Oxyrh. Pap. 655). Los primeros cristianos vieron, en efecto, a Cristo, pero no con sus propios ojos y en estado normal, sino en éxtasis, por revelación (San Justino, Diálogo, 115.3), nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios, pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu (1Co 2.11.10). !!Nadie conoció, οὐδεὶς οἶδεν, ni vio con sus ojos, ὀφθαλμὸς οὐκ εἶδε (1Co 2.9) a Jesucristo!! al cual amáis sin verlo, a quien hasta hoy no habéis visto, ὃν οὐκ εἰδότες ἀγαπᾶτε, εἰς ὃν ἄρτι μὴ ὁρῶντες (1Pe 1.8), a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver (1Ti 6.16). Los cristianos solo vieron a Dios hecho hombre (el Falo antropomorfo) con los ojos visionarios del alma, con los ojos de la fe: porque por fe andamos, y no por vista (2Co 5.7; 1Clemente 3.4; 19.3), el ojo del espíritu, con el único que contemplamos lo divino (Clemente de Alejandría, El Pedagogo I 28). No se oscurezcan los ojos de vuestra mente (Hechos de Tomas 166.1). Estando lleno del Espíritu santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios (He 7.55). Puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús (Heb 12.2). Ya que la fe era la demostración de las cosas que no se ven (Heb 11.1), aquellos ojos nunca jamás vieron ni veían a un Jesús real, ya que éste pertenecía al mundo ficticio de las cosas invisibles, τὰ ἀόρατα, de Dios (Ro 1.20). O dicho de otra forma: los cristianos vieron al Falocristo sin verlo, vieron un fantasma (Orígenes, Contra Celso, 3.23), o lo que es lo mismo, no veían a nadie (He 9.7).
Y por eso decía a sus discípulos: Y quien me ha visto, ha visto al Padre, y en verdad que no seremos tan torpes como para pensar que quien ve a Jesús corporalmente ve también corporalmente al Padre, a no ser que admitamos que los escribas, los fariseos, los hipócritas, el mismo Pilato, que lo hizo azotar, y el pueblo entero que gritaba: ¡Crucifícale, crucifícale!, porque habían visto a Jesús corporalmente vieron también a Dios Padre. Y esto no solo es absurdo, es también impío (Orígenes, Co. in Canticum, 3/13.47). Si la vista con que se ve a Dios no es del cuerpo, sino de la mente y del espíritu (idem, 46), cualquiera que no sea ciego y corto de vista (2Pe 1.9) deducirá que ellos nunca jamás vieron el Verbo de vida ni el cuerpo de Cristo (1Co 12.27, Heb 10.10; 1Jn 1.1) con los ojos del cuerpo.
Las cosas corporales e insensibles por sí mismas no hacen nada para ser vistas de otro, sino que el ojo ajeno las ve tanto si ellas quieren ser vistas como si no, cuando fija en ellas la mirada y las contempla. Porque ¿qué puede hacer un hombre o cualquier otra cosa envuelta en un cuerpo material para no dejarse ver cuando está presente? Por el contrario, las cosas superiores y divinas aun estando presentes no se ven si ellas no quieren: el que sean vistas o no depende de su voluntad... No hay que entender esto únicamente de Dios Padre, sino también de nuestro Señor y Salvador y del Espíritu santo.... ¡¡Y hay que pensar que sucedía algo semejante también con repecto a Cristo cuando se le podía ver corporalmente; pues no has de pensar que todos los que le miraban veían a Cristo. Veían ciertamente a Cristo, pero a Cristo en cuanto era Cristo no lo veían... Sólo podían ver a Jesús aquéllos que él mismo juzgaba dignos de que le vieran!! (Orígenes, Hom. in Lucas 1, 2). En Él habita todo el Pleroma de la deidad corporalmente, σωματικῶς (Col 2.9). Si cuando miraban el cuerpo de Cristo muchos no veían a Cristo, entonces su cuerpo no significaba nada y era completamente superfluo, puesto que no necesitaba del cuerpo para que lo vieran.
Dichosos los que no vieron y creyeron
(Jn 20.29). En los evangelios, y en todo el NT, los ojos y la vista siempre tenían este sentido alegórico, espiritual o místico: eres guía de los ciegos, luz de los que están en tinieblas (Ro 2.19), para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz (He 26.18), Señor, que sean abiertos nuestros ojos (Mt 21.33, Jn 9, He 9.17), teniendo ojos no veis (Mc 8.18), Dichosos vuestros ojos porque ven (Mt 13.16), creeríamos ahora que los ojos y oídos que reciben el calificativo de dichosos se entiende que son corporales, pero a mí me parece que felices son aquellos ojos que pueden conocer los misterios de Cristo y que Jesús mandó levantarlos a lo alto (San Jerónimo, Comentario a Mateo, 134). Tocando Jesús los ojos de nuestras almas. Todo verdadero cristiano tiene despierto el ojo del alma y cerrado el de la sensación. Cerrando los ojos de los sentidos y abiertos los del alma (Orígenes, Com. in Mat. 16.10, Contra Celso 7. 40,44). Los cristianos no miraban hacia este mundo, que ellos identificaban con el Diablo, sino hacia el cielo, la morada del Sol, donde habitaba su Padre celestial: el Falo solar, que los proveía de abundante Espermaluz: Porque de no haber venido en carne, tampoco hubieran podido salvarse los hombres mirándole a Él, como quiera que mirando al Sol, que al cabo está destinado a no ser, como obra que es de sus manos, no son capaces de fijar los ojos en sus rayos (Bernabé 5.10). Los cristianos nunca jamás vieron al Hijo de Dios montado en un burrotaxi por las calles de Jerusalén, porque Jesucristo era πάντοτε ἀοράτως, siempre invisible, no es visible con estos ojos corporales, sino que se encuentra con los ojos del pensamiento (Hechos de Tomás 65.2; 165.2). Es imposible ver al Cristo, como al Sol. Dios ve todo el mundo, mas nadie lo ve a Él (Enseñanzas de Silvano, 101). Afirmar que Dios era invisible (Jn 1.18, Ro 1.20, Col 1.15; 1Ti 1.17; 6.16; Heb 11.27; 1Jn 4.11), equivalía a decir que los judíos nativos nunca jamás vieron a Jesucristo dando de comer a miles de hombres con solo cinco panes y dos peces, porque el que me ve, ve al que me envió (Jn 12.45), porque yo y el padre uno somos (Jn 10.30, Mc 12.29), y porque nadie conoce al Hijo sino el Padre (Mt 11.27, Lc 10.22). Los cristianos solo podían conocerlo por revelación: y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar, ἀποκαλύψαι. Como las revelaciones no eran ningún tipo de conocimiento empírico, sino fantasías místicas, ni siquiera los cristianos vieron físicamente nunca a Jesucristo. Yo vi al Señor en una visión (Evangelio de María 10). Sólo lo vieron en su fantasía, de un modo tan real como nunca lo vieron Abraham y Jacob, es decir, mediante visiones: Todas las visiones de este género significan al Hijo de Dios que conversa con los hombres y está en medio de ellos (San Ireneo, Demostración, 44, 45). Porque los profetas no solo profetizaban con la palabra, sino también con sus visiones... Esta era la manera como veían a Dios invisible.., y ésta era también la manera como veían al Hijo de Dios hecho hombre viviendo con los hombres (Adversus haereses 4/20.8). Después de esto, se hizo ver en la tierra y conversó con los hombres (Baruc 3.38). Él era quien bajaba siempre a hablar con los hombres, desde Adán hasta los patriarcas y los profetas, en visiones y sueños, en imágenes y enigmas (Tertuliano, Adversus Praxean 16.3). No solo por presencia, sino también sustancialmente, Cristo estuvo siempre presente tanto en Moisés como en los profetas; más aún, incluso en los ángeles que administran la salvación humana a cada generación (Orígenes, Com. in Matthæum, serie 28). Dicho con palabras de Tertuliano, los cristianos padecían dos especies de ceguera: para no ver lo que es y creer ver lo que no es (Apologético, 9.20).

En sentido estricto, Dios no podía nacer, era ingénito, no creado, ἀγεννητος (San Justino, Diálogo 5.4, 114.3; 126.2, 127.1; Apología I, 14.1,2; 25.2; 49.5; 53.2, II 6.1, 12.4), ya que todo lo que nace tiene naturaleza corruptible, y Cristo no vio la corrupción (He 13.37; 2.31). Como bien vieron todos los intelectuales de su época, los cristianos eran estúpidos (Dios escogió lo necio del mundo, 1Co 1.27) y tenían una forma de razonar pueril y cerril, pero no tanto como para ignorar el hecho universal de que todo lo que nace, muere. Por eso nunca pudieron resolver el problema de las dos naturalezas de Jesucristo. Muy mal podía convertirse en hombre un Dios invisible, intemporal e inmaterial: Pero ¿es verdad que Dios morará sobre la tierra? He aquí que los cielos, los cielos de los cielos, no te pueden contener; ¿cuánto menos esta casa que yo he edificado? ( 1Re 8.27; 2Cr 2.6). Nadie absolutamente, por poca inteligencia que tenga, se atreverá a decir que fue el Hacedor y Padre del universo quien, dejando todas sus moradas supracelestes, apareció en una mínima porción de tierra… Porque el Padre inefable y Señor de todas las cosas ni llega a ninguna parte, ni se pasea, ni duerme ni se levanta, sino que permanece siempre en su propia región dondequiera que ésta se halle, mirando con penetrante mirada, oyendo agudamente, pero no con ojos ni orejas, sino por una potencia inefable. Y todo lo vigila y todo lo conoce, y nadie de nosotros le está oculto, sin que tenga que moverse Él, que no cabe en un lugar ni en el mundo entero y era antes de que el mundo existiera. ¿Cómo, pues, pudo éste hablar a nadie y aparecerse a nadie ni circunscribirse a una porción mínima de tierra? (San Justino, Diálogo, 60.2; 127.2). Estas ideas no eran originales de los cristianos sino que se remontaban a los siglos VI-V antes de nuestra Era, (Kirk-Raven-Schofield, Los filósofos presocráticos, Gredos, pág. 249).
Dos siglos y medio después de san Justino todavía san Agustín repetía esta misma idea, a pesar de la palmaria contradicción con el manido y cansino sermón de un Dios hecho hombre: Hay naturaleza que se mueve en lugares y tiempos, como es el cuerpo... Y hay naturaleza que no puede moverse ni en lugar ni en tiempo, y es Dios (Epist 18.2). Y todavía en nuestro tiempo, Juan Pablo II insistía en la absoluta trascendencia de Dios: el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es completamente trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo visible (Carta encíclica Dominum et vivificantem, 54). La infinita distancia que separa al Increado del creado, Dios del hombre. (El Espíritu del Señor, Comité Jubileo 2000). Si Dios era invisible e infinita la distancia que lo separaba del hombre, ¿por qué clase de virginal mecanismo biológico, por qué tipo de ridícula e inefable alquimia se formaron las células del cuerpo de carne del Hijo de Dios?, y ¿cómo tendría un hijo? (Corán 4.169).
La lógica propia de Dios, que es opuesta a la de los hombres (El Espíritu del Señor, CJ2000, pág. 69, 142). Si la lógica de Dios era, no ya distinta, sino opuesta a la de los hombres, ¿por qué mezquina y abstrusa lógica se hizo Dios hombre? (Fil 2.6-7). ¿Por qué extraña y alucinante ley genética se ha unido lo visible al Invisible? (idem, pág. 98). Sin el nacimiento biológico el hombre no puede existir (idem, pág. 112). Ningún hombre puede nacer sin esperma humano, sin intervención humana. ¿Por qué tipo de fullera, trasnochada, alienígena y celestial biología nació entonces el hijo de Dios?: María es madre, es decir, «fecunda», no según una necesidad humana o por una «lógica» biológica, sino porque está rendida de tal modo al Espíritu, que a Él solo corresponde hacer presente y visible al Invisible, «dar carne al Verbo». María, para engendrar a Jesús, no tiene necesidad de intervención humana, siendo transparencia viviente del Espíritu: la fecundidad de su seno recibe la fuerza y la eficacia de Él y sólo de Él (idem, pág. 99). En efecto, como decía Tertuliano, sobraba el semen viril ante quien tenía el semen de Dios (De carne Christi, 18.2). El problema era que el semen de Dios, el Espíritu, no era paidopoiòn, porque en Dios no había esperma hacedor de niños, οὐδὲ παιδοποιὸν σπέρμα ἐν τῷ θεῷ (Atenágoras, Legación, 21).
Originalmente, Cristo era tan solo una fantasía gnóstica, una entelequia mística, una expectativa y una esperanza inmediata, no un hecho consumado. Los cristianos primitivos estaban convencidos de que el fin del mundo estaba próximo: a nosotros, a quienes ha llegado el fin de los tiempos (1Co 10.11), el fin de todas las cosas se acerca, ἤγγικε (1Pe 4.7), es decir, el reino de Dios se acerca, ἤγγικεν, (Mr 1.15, Mt 4.17, Lc 10.9), !!así comienza la predicación de Jesucristo y la de los apóstoles!! Una cosa implicaba la otra: la venida o parusía o aparición del reino de Dios implicaba la destrucción de este mundo (1Co 15 23,24: 2Pe 3.10-12), como la aparición del Sol implica el fin de la noche (La noche está avanzada y se acerca el día, ἤγγικεν (Ro 13.12). Los hombres vivían en la noche tenebrosa antes de la aparición de Cristo, el Falo solar, aunque históricamente ocurrió lo contrario: llegó la Edad Oscura. Nótese que para quien escribió esto Cristo todavía no había venido, de lo contrario la Luz divina ya habría amanecido: Mt 4.16, Lc 1.78, 2.32, Jn 8.12, 9.5, 12.46), Un astro brilló en el cielo sobre todos los astros (San Ignacio, Efesios 19.2), Cristo Hijo de Dios, que ya ha iluminado todo el mundo con las rayos de su evangelio (Tertuliano, Ad. judaeos, 14.12). Con su venida, el que es «Sol de justicia» ha recreado un nuevo día para los que creen (Orígenes, Hom. in Éx. 7.8)), es decir, implicaba la destrucción del Diablo (1Jn 3.8), el príncipe de este mundo.
Los cristianos situaban el nacimiento no biológico y virginal de Jesucristo, es decir, su 1ª venida o epifanía ¡¡en el fin del mundo!!: Y la recibió el sacerdote (a María niña), quien, después de haberla besado, la bendijo y exclamó: "El Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos, ἐπ' ἐσχάτου τῶν ἡμερῶν (Jer. 23.20, Dn 10.14, Heb 1.2, 2Pe 3.3), manifestará en ti su redención a los hijos de Israel." (Protoevangelio de Santiago 7.2; Sixto III, Fórmula de unión, a. 433, Concilio II Constantinopla, Can. 2 y 6), y en el Fin apareció, καὶ ἐν τέλει ἑφάνη (San Ignacio, Magnesios 6.1). El Verbo de Dios se encarnó «en el fin de los tiempos», es decir, nunca, puesto que el fin del mundo nunca ocurrió.
Por esta razón, en las epístolas epifanía y parusía son sinónimas: τῇ ἐπιφανείᾳ τῆς παρουσίας αὐτοῦ, la aparición de su venida (2Te 2.8)
La epifanía (ἐπιφάνεια, lit. aparición de la luz, 1ª venida, bautismo) y la parusía (παρουσία, lit. pre-sencia, el ser que viene, 2ª venida, fin del mundo) eran idénticas, de modo que la epifanía designa a la parusía y viceversa, e incluso en una misma epístola la palabra es usada en los dos sentidos:
1Co 15.23: παρουσίᾳ = parusía, 2ª venida
1Te 2.19; 3.13; 4.15; 5.23:
παρουσίᾳ = parusía, 2ª venida

2Te 2.1: παρουσίας = parusía, 2ª venida
2Te 2.8: ἐπιφανείᾳ / παρουσίας = parusía, 2ª venida
2Te 2.9: παρουσία = parusía del Diablo
1Ti 6.14: ἐπιφανείας = parusía, 2ª venida
2Ti 1.10: ἐπιφανείας = epifanía, 1ª venida
2Ti 4.1; 4.7: ἐπιφάνειαν = parusía, 2ª venida
Ti 2.13: ἐπιφάνειαν = parusía, 2ª venida
Ti
3.4: ἐπεφάνη = epifanía, 1ª venida
Stg 5.7; 5.8: παρουσία = parusía, 2ª venida

2
Pe
1.16; 3.4; 3.12: παρουσίαν = parusía, 2ª venida

1Jn 2.28: παρουσίᾳ = parusía, 2ª venida
Todos estos ejemplos demuestran claramente que para los gnósticos que redactaron las epístolas no había ninguna diferencia entre epifanía y parusía. En la epístola a Tito se nos dice explícitamente que epifanía es y consiste en la esperanza de la epifanía, es decir, en la parusía: la esperanza de la vida eterna (Ti 1.2 → 2.13 → 3.7). Esta esperanza epifánica ultraterrena se confundía con la parusía. Pero si la parusía se refería a un tiempo futuro y la epifanía a un tiempo pasado ¿cómo es posible que se confundieran ambas? La diferencia surgió tan solo cuando comenzaron a escribirse las fábulas de los evangelios (hacia la mitad del siglo II, en tiempo de Antonino Pío), que inicialmente solo tenían un sentido alegórico para ellos (como todo el Antiguo Testamento, que leían siempre en clave alegórica: 1Co 10.6,11, Gál 4.24), es decir, cuando los cristianos, los judíos gnósticos de Egipto, hicieron bajar al hijo de Dios del cielo (1Tes 4.16), a este mundo regido por el Diablo (Mt 4.8; 1Jn 5.19, etc), a pesar de la absurda jugarreta que suponía convertir a Dios en hombre. Ello implicaba la duplicación de la parusía, ya que el Esposo en realidad aún no había venido: velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir (Mt 25.13). Esto ocurría muy claramente en san Justino (hacia el año 160), que por primera vez habla explícitamente de dos parusías, δύο παρουσίαι (Diál., 49.2; 52.1,4; 110.2; 111.1; Apol., I 52.3), es decir, una primera parusía, πρώτη παρουσία, y una segunda, δευτέρα παρουσία (Diál., 14.8; 36.1; 45.4; 49.2,7; 53.1; 69.6; 110.5; 121.3. Nótese que san Justino usa la misma palabra para designar dos momentos completamente distintos, lo que demuestra que en esencia no los distinguía), expresiones que no aparecen nunca jamás en las epístolas ni en los evangelios, ¿por qué?, porque los que los redactaron no las distinguían, ni siquiera allí donde escenifican la parusía. Por esta razón, muchas parábolas combinan los dos aspectos o etapas, histórico y final, del Reino de Dios (Juan Mateos, Nuevo Testamento, p. 649), y los dos forman como una misma línea sin separación y definitiva, de realización divina y única (Juan Leal, Nuevo Testamento, p. 97).
Para ellos solo había y habría una sola parusía: la que esperaban con fe ciega como algo inminente (Ro 13.11,12; 1Co 10.11, Fi 3.20, 4.5, Heb 10.37; 1Pe 4.7; 1Jn 2.18). ¿Cuál es la señal de tu parusía, παρουσίας, y del fin del mundo? (Mt 24.3). Ahora, en el fin del mundo, 
(idéntica expresión que en Mateo 13.39,49; 24.3; 28.20) ha aparecido (Heb 9.26). Ha aparecido al final de los tiempos por vosotros (1Pe 1.20). Nótese que había una diferencia abismal entre «aparecerse» y nacer. Es más que evidente que la venida del Hijo de Dios y el fin del mundo serían simultáneos. Es decir, para aquellos que pensaban que Cristo había venido, el fin del mundo sería una consecuencia inmedita y directa de esta venida, de modo que estas dos cosas ocurrirían al mismo tiempo y en su tiempo y por eso ellos no las distinguían. Dicho de otra forma, el hecho de que el fin del mundo no haya sucedido demuestra que Cristo nunca existió. Como nos recuerda san Ireneo en numerosas ocasiones (Ad.haer. 3/18.1; 4/7.2, 20.4, 23.1, 33.4, 35.3,7; 5/15.4, 18.3; Dem. 6), Cristo se hizo hombre al fin de los tiempos, es decir, nunca, porque el fin de los tiempos nunca llegó. Ireneo relacionaba siempre la encarnación con el fin de los tiempos, no como dos momentos distintos y separados, sino como dos secuencias de un mismo y único tiempo, como la siembra respecto a la siega. Tan unidas iban estas dos cosas que los gnósticos ni siquiera habían dejado un lapso de cuatro meses entre una y otra, sino que los campos ya están blancos para la siega, y la hora de segar ha llegado (Mt 13.37,39 Jn 4.35, Ap 14.15). Los cuatro meses ya se han convertido en dos mil años y los campos todavía están sin segar. Cuando el Hijo de Dios venga en el futuro de nunca jamás, éste mundo ya no existirá (porque los gnósticos identificaban al mundo con el Diablo y la materia), pero como todavía existe, su venida no ocurrió nunca. Para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del Diablo (1Jn 3.8, Heb 2.14). Las obras del Diablo siguen intactas desde el principio de la creación y desde hace dos mil años, cuando éste le mostró todos los reinos del mundo (Mt 4.8, Lc 4.5, 2Pe 3.4). Todas las hogueras de la Inquisición no fueron suficientes para destruirlo. 

Esperemos, pues, en cada momento el reino de Dios en amor y justicia, pues no sabemos el día de la epifanía (ἐπιφανείας) de Dios (2Clemente 12.1, 17.4). Evidentemente, el autor de la primera homilía cristiana no solo ignora completamente que la epifanía hubiera sucedido ya, sino que no hacía ninguna distinción entre epifanía y parusía, término con el que poco después san Justino designará la 1ª venida: ahora, después de la epifanía (ἐπιφάνειαν) de Cristo, vivimos todos juntos y rogamos por nuestros enemigos (su peor enemigo era el Diablo, Diálogo 116.1, Mt 13.39, Ef 6.11s). Pero en una epístola de San Ignacio Mártir se designa la misma ficción con la palabra parusía: la parusía (παρουσίαν) del Salvador, nuestro Señor Jesucristo, su pasión y la resurrección (Filadelfios, 9.2).
A finales del siglo II o principios del III, Clemente de Alejandría se refiere siempre a la parusía ¡¡como algo ya realizado!! (por ejemplo, Stromata VI, 1.4; 48.4,5; 51.3; 54.1; 59.3; 61.1; 77.1; 122.1; 125.3; 127.3,5; 159.9). Orígenes utilizaba siempre la palabra «epifanía» para referirse a las ficticias apariciones de Dios y de los ángeles (Contra Celso, 2.73,74, 3.14, 4.80, 5.2,8,36,57), la misma palabra que utiliza para decirnos que no hay nadie entre nosotros tan servil que piense que la sustancia de la verdad no existía antes del tiempo de la epifanía (ἐπιφανείας) de Cristo (8.12), que no fue un hombre histórico, sino el Ángel de Dios que está por encima de todos los ángeles (Idem, 5.4,53,58, 8.27).
Orígenes usaba siempre la palabra «epidemía» para designar la «estancia» o «residencia» en la tierra de este Ángel, y nos dice que habían sido profetizadas «dos residencias» (1.56, 2.28) del mismo. La palabra «epidemía» era para él sinónima tanto de «epifanía» como de «parusía», pues usaba estas palabras junto con aquella, incluso las tres al mismo tiempo, en un mismo pasaje con el mismo significado (De principiis, 4.6,7,16, Hom. in Jeremías, 7.1; 9.1, Com. in Juan, 1.26,38), para referirse a la primera venida. También usaba indistintamente la palabra «parusía», en un mismo libro, para referirse tanto a la primera como a la segunda venida (Contra Celso, 6.45,68). Todo esto demuestra que el teólogo más importante del siglo III tampoco las distinguía. Orígenes conectaba o unía explícitamente la ficticia venida «histórica» de Jesucristo con el fin del mundo: Al final de los tiempos /in fine sæculorum/ su Hijo unigénito descendió a los infiernos por la salvación del mundo (Hom. in Génesis, 14.5), vino en el fin del mundo (Hom. in Jeremías, 1.8). Yo diría que Cristo ha venido a Moisés, a Jeremías, a Isaías, a cada uno de los justos, y que lo dicho por él a sus discípulos: He aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28.20), era observado y realizado de hecho antes de su venida (Idem, 9.1). También relacionaba el diluvio con el fin del mundo, como explícitamente se hace en los evangelios de Mateo y Lucas (Mt 24.37-39, Lc 17.26,27, Hom. in Génesis, 2.3s) y con la parusía de Cristo, pero esta parusía no era su segunda venida, sino la primera, ya que para él, como para Sabelio, el arca de Noé era una imagen de la Iglesia, y Cristo era el verdadero Noé. Según él, la caída de Babilonia (Ap 18.2) simbolizaba el fin del mundo, y nos dice que en el tiempo de su pasión Babilonia se derrumbó enseguida y fue aniquilada. Que cada uno se examine a sí mismo y observe que Babilonia ha caído en su corazón, y si en el corazón de alguno no ha caído la ciudad de la turbación es que Cristo no ha venido aún a éste, porque viniendo a él Babilonia suele caer (Hom. in Jeremías L II, 11). Como puede verse, tanto la venida a los profetas como esta venida en su corazón (Mt 13.19, 2Pe 1.19) eran totalmente ficticias. Orígenes supeditaba el cese de la reencarnación de las almas a la llegada inminente del fin del mundo: Y como quiera que, según la autoridad de las Escrituras, es inminente la consumación del mundo y entonces esta condición corruptible se transformará en incorruptible (1Co 15.53), no parece dudoso que, en la condición de la vida presente, el alma no puede venir al cuerpo por segunda y tercera vez. Efectivamente, si se acepta esto, la consecuencia necesaria será que, al ir sucediéndose esos regresos al cuerpo, el mundo no conocerá un fin (Co. in Canticum, 2/5.24). Pero también ha llegado el tiempo de la poda por medio de la fe en mi pasión y en mi resurrección... Por el tiempo de la poda se entiende el hacha aplicada a la raíz del árbol al final del mundo (idem, 4/1.17,25). 

Todavía Eusebio, ya en el siglo IV, usaba simultáneamente en un mismo pasaje las dos palabras epifanía y parusía como sinónimas para referirse a la misma ficción, y así, nos dice que él va a comenzar su Historia eclesiástica partiendo desde la epifanía en carne de nuestro Salvador, ἀπὸ τῆς ἐνσάρκου τοῦ σωτῆρος ἡμῶν ἐπιφανείας, habiendo dicho poco antes que en efecto, recientemente resplandeció sobre todos los hombres la parusía (παρουσίας) de nuestro Salvador Jesucristo (HE I 5.1; 4.2) y acto seguido que la parusía de Cristo (τοῦ Χριστοῦ παρουσίας) tuvo lugar en tiempo de Herodes y que otra profecía sobre la epifanía, κατὰ τὴν ἐπιφανείαν, de nuestro salvador Jesucristo… se cumplió con ocasión del nacimiento del mismo. (HE I 6.8,11). Incluso en una fecha tan tardía como el siglo VIII san Juan Damasceno definía la encarnación del Hijo de Dios como una parusía total (παρουσίᾳ ὅλου) y nos dice que los profetas, los patriarcas y los justos anunciaron de antemano la parusía del Señor (Expositio fidei, 4.14,15). Cuando se escribió El Pastor de Hermas (Hermes) la parusía designaba un tiempo futuro aún no cumplido pero que pronto iba a cumplirse: el tiempo que falta hasta su parusía (παρουσίαν, Hermas P5, 5.2). Lógicamente, había muchos «herejes» que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne (1Jn 4.3; 2Jn 7). Ningún hereje confiesa que el Verbo de Dios se hizo carne (San Ireneo, Adversus haereses 3-11.3; 5-19.2). Huid de los que niegan la pasión de Cristo y su nacimiento según la carne; muchos son los que ahora padecen esta debilidad (San Ignacio, A María 5.1). Dada la estrecha proximidad temporal al ficticio «Jesús de la historia», existen razones sobradas para pensar que no todos de estos muchos eran tan estúpidos como los teólogos modernos. Por supuesto, tampoco los judíos nativos, incrédulos (Mc 6.6, Ro 11.20) e hijos del Diablo (Jn 8.19,44), se tragaron la historieta ni las fábulas artificiosas (mitos: μύθοις, 2Pe 1.16) del Hijo de Dios: Todos por igual esperan a Cristo, porque la Ley y los profetas anunciaron su llegada, pero los judíos no reconocen el tiempo de la parusía, y mantienen la suposición opinando que los dichos sobre la parusía no se han cumplido. Hasta ahora esperan la llegada de Cristo por no reconocer que ha llegado (San Hipólito, Refutación, 9/30). Hasta el día de hoy niegan que su Cristo haya venido (Tertuliano, Ad. judaeos, 14.10). Sabían también los judíos que había de venir Cristo, pues a ellos hablaban los profetas. Y aún ahora siguen esperando su venida, sin que exista entre nosotros y ellos otra disputa, sino la de no creer que haya venido ya. Porque estaban predichas dos venidas suyas: la primera, ya realizada en la humildad de la condición humana; la segunda, esperada para la consumación de los siglos en la sublimidad de la divinidad manifiesta. Al no reconocer la primera, consideran única la segunda, la cual esperan como más claramente profetizada (Tertuliano, Apologético, 21.15). Como puede verse por estos y otros muchos textos, la parusía estaba íntimamente ligada a las profecías (2Pe 1.16-21; 1Pe 1.1o-12), es decir, a algo que aún no ha sucedido, al futuro y no al pasado: el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía (Ap 19.10). Las profecías confirmaban a Jesucristo y Jesucristo confirmaba a las profecías, es decir, la veracidad de la venida del Hijo de Dios era confirmada por las profecías y la veracidad de las profecías era o más bien sería confirmada por la venida de Jesucristo (Orígenes, De principiis, 4.6), ya que sin las profecías, Cristo no sería nada: parum si non et prophetae retro (Tertuliano, Apologético, 21.18). Pero como las profecías no eran hipótesis científicas, sino puras fantasías o sueños (Nm 12.6, Dt 13.1,5, Jer 25.25-32; 29.8, Eclo 34.1-7), y más increíbles que los mitos (Filón, De vita Mosis II 253), resulta que los cristianos nunca podrán verificar la historia de su Salvador divino por mucho que se empeñen, y nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros (1Jn 1.8). Demostrando por las Escrituras que Jesús era el Cristo (He 18.28, 17.3). Nosotros demostramos las cosas de nuestro Jesús por los escritos proféticos (Orígenes, Contra Celso 3.23, 6.35). Triste demostración. El continuo recurso a las profecías para verificar la historia de Jesús demuestra que esta historia era ficticia, y que fue enteramente construida, como un mosaico, a partir de retazos de los libros proféticos y demás de la Septuaginta. Dicho de otra forma, si Cristo hacía realidad las profecías fue porque las profecías hicieron realidad a Cristo. Jesús fue una invención literaria: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley y los profetas: a Jesús (Jn 1.45). Ellos no hallaron a Jesús como quien encuentra a un antiguo amigo por las calles de una ciudad (Jn 1.44), sino como quien halla la clave de un libro.
En todo caso, como decía Orígenes en la cita que ya he transcrito, extendiéndola a todo el tiempo postadánico, la primera venida no ocurrió en el tiempo histórico de Tiberio, sino en el tiempo mítico de Adán (que para ellos había sido rigurosamente histórico): cuando el Señor bajó a la tierra, por amor a Adán, y visitó a todas sus criaturas, que él mismo creó (II Enoch A 58.1). En el apócrifo I Enoch, escrito unos cien años antes de nuestra Era, leemos que en el día del gran juicio (98.10; 104.5), en este día mi Elegido se sentará sobre un trono de gloria (46.3), y que todas estas cosas (los elementos) serán destruidas y aniquiladas sobre la superficie de la tierra cuando aparezca el Elegido (52.9 → 2Pe 3.7,10,12). Este Elegido, que será la luz de los pueblos (48.4 → Lc 2.31) es llamado expresamente «Hijo del hombre» (15 veces), es decir, el «Hijo del hombre» era una fantasía mucho antes de que se inventara su nacimiento terrenal. En la perspectiva profética del autor (o autores) de este libro surrealista se acerca el día del juicio (51.2), es decir, la venida terrenal del «Hijo del hombre» sería también la final. Como el fin del mundo no ocurrió en tiempo de Tiberio ni después, es obvio que el Elegido ni ha venido ni nunca vino. Los gnósticos que inventaron al «Jesús de la historia» conocían perfectamente este libro, y por eso había muchos que negaban que hubiera venido, y los que afirmaban lo contrario confundían las dos venidas, porque en realidad no había ocurrido ninguna. ¿Quiénes fueron más estúpidos, los que negaban que hubiera venido o los que esperando que viniera pensaban que ya había venido? ¿Cómo podían pensar que vendría pronto (Ap 1.1; 3.11; 22.12,20) si acababa de venir? El hecho de que esperaran su inmediata venida demuestra que en realidad no había venido.
El problema era que
los profetas no predijeron semejante desgracia (Contra Celso 2.28), ni habían predicho dos parusías, ya que, aparte del vil absurdo de predecir dos veces la misma cosa como si ellos pudieran parcelar o tasar el futuro, todo el ejército de cristianos, incluido Tertuliano (un teólogo tan imbécil que pensaba que Saturno, Júpiter, Serapis y todos los dioses fueron hombres reales. Por esta vía no le costaba ningún trabajo admitir la estúpida idea de que el Hijo de Dios fuera un hombre real. Según Tertuliano, precisamente porque los dioses fueron hombres no eran dioses (Apologético 10), sin darse cuenta en su estupidez que el mismo argumento que él aplicaba a los dioses paganos podía aplicarse al Hijo de Dios-hombre: Si Saturno es un hombre, ciertamente viene de hombre, y si de hombre, ciertamente no del Cielo y la Tierra (idem, 10.9, Ad nationes 2.12.30). ¿Entonces cómo pudo ser hombre quien era del cielo (Jn 3.13,31; 1Co 15.47), si siendo hombre era Dios por la unidad de sustancia (idem 21.11)? Los cristianos veían la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo), pensaba que ellos estaban viviendo la consumación de los siglos, es decir, el fin del mundo: AHORA (νῦν), en la consumación de los siglos (Heb 9.26), AHORA (νῦν) es el juicio de este mundo (Jn 12.31), Ya viene el día del juicio (2Clemente 16.3). Esperemos orando la trompeta del ángel (Tertuliano, Sobre la oración 29.3, Mt 24.31, 1Co 15.52, 1Te 4.16, Ap 8). La trompeta del ángel nunca ha sonado ni nunca sonará como no sea en la obras de Stockhausen. Como nunca ha ocurrido la segunda parusía, tampoco nunca ocurrió la primera, ya que ambas, como cualquiera puede comprobar, eran idénticas, y además, esta parusía era inminente, está cerca, a las puertas (Mt 24.33, Mc 13.29): la parusía de nuestro Señor Jesucristo, y NUESTRA reunión con él, τῆς παρουσίας τοῦ Κυρίου ἡμῶν Ἰησοῦ Χριστοῦ καὶ ἡμῶν ἐπισυναγωγῆς ἐπ' αὐτόν (2Te 2.1; 1Jn 3.2). Hay algunos de los que aquí se encuentran, que no gustarán la muerte hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino (Mt 16.28; Mc 9.1, Lc 9.27). Esta evidente incongruencia textual revelaba que ninguno de aquellos ficticios varones allí presentes vio nunca al Hijo del Hombre viniendo en su reino. !!El mundo no lo conoció¡¡ Ni a mí me conocéis ni a mi Padre (Jn 1.10,26; 8.19), ni !!nadie conoce al Hijo¡¡ (Mt 11.27, Lc 10.22), excepto una pandilla de gnósticos chiflados e iluminados que se veían a sí mismos como elegidos de Dios (Ro 8.33; 11.7, Co 3.12, Ti 1.1).
¿Cuándo te vimos hambriento, cuándo te vimos enfermo o desnudo? (Mt 25.35-40). Nadie vio nunca al Falocristo hambriento o enfermo y mucho menos desnudo. Si algo he perdonado, fue por vosotros en presencia de Cristo (2Co 2.11). En presencia de nadie. Para los gnósticos que redactaron las fábulas de los evangelios, la presencia de Jesucristo no era física, sino mística: donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18.20), la misma presencia invisible, ilusoria y falaz en la que siguen creyendo hasta hoy todos los cristianos: se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos (Professio fidei 26), Dios está realmente (ὄντως) en vosotros (1Co 14.25), yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 18.20; 28.20), y el fin del mundo iba a suceder en cualquier momento de SU tiempo, no veinte millones de años después: Hijitos, es el último tiempo (1Jn 2.18), el fin de todas las cosas se acerca, ἤγγικε, el tiempo está cerca, ἤγγικε, mi tiempo está cerca, ἐγγύς (1Pe 4.7, Lc 21.8, Mt 26.18).

Mi tiempo aún no ha llegado. Cuando venga Cristo nadie sabrá de dónde sea (Jn 7.6,8,27). Cristo iba a aparecer de un momento a otro (Lc 19.11) porque los profetas, que tenían línea directa con Dios, así lo habían anunciado, pero como aquella generación pasó (no pasará esta generación antes que todo esto suceda, Mt 24.34, Mr 13.30; Lc 21.32), y Cristo no aparecía y tardaba en venir (mi señor tarda en venir, Mt, 24,48, Lc 12.45), le dieron la vuelta a la tortilla, y el futuro se convirtió en pasado, y lo que tuvo que haber sucedido y nunca sucedió ni sucederá se pospuso eternamente. Cristo nunca vendrá, porque ya ha venido, y nunca ha venido porque todavía ha de venir: el que es, el que era, y el que ha de venir (Ap 1.4,8; 4.8; 11.17). Lo que para los judíos nativos era todavía futuro, para los cristianos era ya pasado, no porque Cristo hubiera venido realmente, sino porque ellos, escudriñando en qué o cuál tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos (1Pe 1.11), actualizaron el futuro y lo convirtieron en pasado. Esta operación de presentar el futuro inmediato como pasado era algo muy sencillo para aquellos videntes y profetas cristianos inspirados por el Espíritu santo (2Pe 1.21), porque el espíritu profético habla de lo porvenir como ya sucedido, y lo ciertamente conocido como que va a suceder lo predice como ya sucedido, ὡς ἤδη γενόμενα (San Justino, Apología I, 42). A veces el Espíritu de Dios narra en los profetas, como pasados, acontecimientos que han de suceder en el futuro. Esto acontece porque en Dios lo que es establecido y destinado a existir ya es considerado como existente y el Espíritu se expresa teniendo en cuenta el tiempo en que se realiza la profecía (San Ireneo, Demostración 67). Panteno, nuestro maestro, decía que la profecía emplea frecuentemente expresiones indefinidas, se sirve del presente en lugar del futuro y, al contrario, del presente en vez del pasado (Clemente de Alejandría, Eclogae propheticae, 56.2). Daremos lo no venido / por pasado (Jorge Manrique, Coplas 2).
Tened paciencia, hermanos, hasta la venida, παρουσία, del Señor. (Stg 5.7,8). Pero como el Esposo tardaba en venir (Mt 25.5), la paciencia se terminó y cuando la esperanza de Cristo ya se alargaba demasiado, ésta se convirtió en una esperanza escatológica, mantenida hasta el día de hoy por la Iglesia: En las distintas liturgias de la Iglesia es muy intensa la espera escatológica... En la plegaria que sigue a la recitación del «Padre nuestro» se dice: «... vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (El espíritu del Señor, C.Jubileo 2000). Mientras esperáis la revelación de nuestro Señor Jesucristo (1Co 1.7). Todavía hoy, los cristianos relacionan el tiempo de adviento con el tiempo último: Así, la espera de Navidad se prolonga naturalmente en la expectación de la manifestación última del Rey pacífico, que, finalmente, nos introducirá en el reino del cielo, dándonos la gloria de su Padre (Laudes, Vísperas y Completas BAC p.15). Es decir, tal y como se puede constatar en san Ireneo, la segunda venida se convirtió en una prolongación de la primera, solo que para los gnósticos del siglo II el final de esta prolongación se cernía sobre sus propias cabezas.
Pues dentro de un brevísimo tiempo vendrá Aquel que ha de venir, y no tardará. El tiempo está cerca, yo vengo pronto (Heb 10.37, Ap 1.1; 3.11; 22.12,20). ¿Pronto o un brevísimo tiempo (así traduce Torres Amat modicum aliquantulum) son dos mil años? Para los cristianos sí, porque un día delante del Señor es como mil años y mil años como un día (2Pe 3.8). Ya llevan esperando dos mil años y tendrán que esperar dos mil millones de años más por lo menos para disfrutar de la magnífica gloria de Dios. Si los cristianos hubieran visto realmente al Hijo de Dios subiendo a Jerusalén (Lc 18.31; 19.28), enseñando en el templo (Mt 26.55, Jn 7.14) y chorreando sangre en el Gólgota no habrían tenido ninguna necesidad de esperarlo, ya que la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? (Ro 8.23).
Según Orígenes, el mundo tenía algo más de seis mil años (Co. in Canticum, 3/13.19). Los cristianos primitivos empleaban un sistema absolutamente estrafalario y extravagante para calcular la edad del universo, basado en los siete días de la creación multiplicados por la duración que ellos daban a un día de Dios (mil años: Sal 90.4; 2Pe 3.8): Porque cuantos días duró la creación del mundo, tantos milenios durará su existencia (San Ireneo, Ad. haer. 5.28.3; 36.3). Por lo tanto, hijos, en seis días, es decir, en los seis mil años, finalizarán todas las cosas juntamente. El día séptimo, día del descanso, sería cuando venga su Hijo (de aquí el *milenarismo*: mil años en Jerusalén, San Justino, Diálogo 80.5, Tertuliano, Adv. Marcionem 3.24.3, Ap 20.2 s.) y el octavo (la Ogdóada), el principio de otro mundo (Bernabé 16, II Enoch A 33.2). Este ejemplo basta para demostrar lo descarriados y alejados de la verdad que estaban los cristianos, ya que ellos vivían en las nubes, en las que esperaban que vendría su ficticio Dios: viniendo en las nubes, venientem in nubibus (Mt 24.30; 26.64, Mc 13.26, Ap 1.7).
Solo a mediados del siglo II, cuando se escribieron los primeros bocetos de los evangelios, se impuso la idea de un Jesucristo histórico, algo que rechazaban todos los gnósticos, que no eran herejes, sino los representantes de la auténtica ortodoxia. Por eso en las epístolas, aunque ocupan en conjunto más de 1/3 de todo el Nuevo Testamento (¡¡tienen la misma extensión que los tres evangelios sinópticos juntos!!) no hay ningún dato biográfico sobre Jesucristo, ni una sola mención de ninguna María, ni de Nazaret (los términos Ναζαρέτ y Ναζωραῖος aparecen 12 y 13 veces, respectivamente, en los evangelios y Hechos. El término Ναζωραῖος es usado dos veces por el ficticio Pablo en Hechos (22.8; 26.9), pero nunca en sus extensas epístolas. Esta anomalía resulta más notable si se tiene en cuenta que el supuesto autor de las epístolas paulinas fue acusado de ser jefe de la secta de los nazarenos (He 24.5), y, sin embargo, ignoraba por completo que había existido un Jesús de Nazaret), ni de su entrada triunfal en Jesuralén montado en un burro, ni de sus luminosos discursos. Cuando los cristianos posteriores quisieron imbricar el relato alegórico de los evangelios en la Historia se encontraron con un vacío de medio siglo entre la supuesta muerte y resurrección de su maestro divino y la redacción de aquéllos (los cristianos acercaron lo más posible ambas fechas porque un hueco mayor de un siglo cantaría demasiado, pero el hecho de que las herejías propias del siglo II estén mencionadas explícitamente en las epístolas demuestra que la datación de la Iglesia es falsa: doctrinas extrañas y evangelios diferentes, 2Cor 11.13; Gál 1.9; 1Tim 1.7; 4.2; 6.20; 2Tim 2.18; Tit 1.14; 3.10; Heb 13.9; 2Pe 2.1. El encratismo, que no era anterior al siglo II, está explícitamente mencionado en 1Tim 4.3: prohíben casarse y se abstienen de alimentos. En esta misma epístola se menciona a la falsamente llamada gnosis, τῆς ψευδωνύμου γνώσεως (1Tim 6.20). Las disputas y antítesis entre la verdadera gnosis y la falsa surgieron, como es sabido, en el siglo II), y para llenarlo tuvieron que recurrir a la absurda idea de la tradición oral, como si su maestro celestial no hubiera visto un libro escrito nunca, aunque, efectivamente, nunca lo vio (en Lucas, el Falocristo comienza su magisterio leyendo el libro (βιβλίον) de Isaías, Lc 4.17). Con ello trazaban un arco ficticio desde su ascensión a los cielos hasta la redacción de los evangelios. El problema era que debajo de ese arco estaban las epístolas, y en ellas la tradición oral está completamente muda: ni una sola vez se menciona a Nazaret ni a Jesús el Nazareno, y lo más sorprendente, ni una sola vez se menciona a Jerusalén en relación con el mismo, sino con la Jerusalén Celestial, la madre de todos nosotros (Gál 4.26), imagen de la Gran Madre: la Vagina universal.
Especialmente significativa es la epístola gnóstica a los Hebreos: en ella se habla explícitamente de la Jerusalén celestial (Heb 12.22, 13.14) y numerosas veces de la sangre de Cristo (Heb 9.12,14; 10.19,29; 12.24; 13.12,20), que en realidad era la sangre del Cordero, que fue inmolado desde el principio del mundo (Ap 13.8; 5.9; 7.14; 12.11), es decir, la sangre de los animales sacrificados en el primer pacto (Heb 9.1), que fue figura y sombra de las cosas celestiales (Heb 8.5, 9.23, 10.1). El sacrificio de Cristo solo ocurrió en la figura del sacrificio de los animales (Heb 13.10-12), o mejor dicho, la sangre de los sacrificios era figura de aquel sacrificio cósmico (por esto Orígenes hablaba de una crucifixión cósmica en los lugares celestiales ( Heb 9.23-28), en un escandaloso pasaje que fue suprimido de su libro De principiis. Véase la entrada Alegoría y Ficción). Tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo (Gn 22.8,13). Porque el mismo Señor se había de proveer una oveja para sí en Cristo. Se dice de Él que es la oveja o el cordero que se inmola en la pascua (Orígenes, Hom. in Gen. 8.6; Hom. in Éx. 14.1). En los capítulos 8, 9 y 10 se expone y desarrolla esta difícil e intrincada idea (Jn 1.29, 1Co 5.7, 1Pe 1.19, Bernabé, cp. 7-8, Melitón, Sobre la pascua). Sin embargo, el autor de este indigesto opúsculo no solo ignoraba por completo que Cristo hubiera estado en la tierra de los judíos (Hechos 10.39), enseñando cada día en un templo terrenal (Heb 9.1), sino que niega explícitamente que el sacrificio de Cristo ocurriera sobre la tierra, ἐπὶ γῆς (Heb 8.4), ya que Cristo no entró en un santuario hecho manualmente, es decir, no de esta creación, ¡¡sino en el cielo mismo!! (Heb 9.11,24), es decir, en un santuario celestial que levantó el Señor y no el hombre (Heb 8.2), y que obviamente estaba en la ficticia Jerusalén celestial, no en una ciudad permanente, sino futura (Heb 13.13). Si Cristo hubiera sido un hombre de este mundo, predicando y derramando su sangre preciosa (1Pe 1.19) y celestial (Heb 9.22-25, 12.22-25) en la Jerusalén de ahora (Gál 4.25), ¿cómo podía decir el autor de la Epístola a los Gálatas que los cristianos no eran hijos de esta Jerusalén, sino de la Jerusalén celestial? (Gál 4.26,31). De este modo, Cristo era situado fuera de cualquier realidad, en el cielo mismo, es decir, en un lugar ficticio que no era de esta creación (Heb 4.14, 8.1-4, 9.11,24).
Para disimular y tapar un poco la escandalosa ausencia de datos biográficos sobre el Ángel de Dios (He 27.23; Heb 1.4; 2.9) primogénito de los muertos (Col 1.18, Ap 1.5) en las epístolas, los cristianos las colocaron en el Nuevo Testamento después de los evangelios y Hechos, cuando en realidad se escribieron antes, algo que aceptan todos los teólogos. Pero la afasia o mutismo de la tradición oral en las epístolas demuestra que esta tradición nunca existió, porque si hubiera existido tenía que haber dejado algún rastro en ellas. Acordaos de lo que os habló (Lc 24.6; 22.61, Mt 26.75). Acordaos de la palabra que yo os he dicho (Jn 15.20). Evidentemente, los que redactaron las epístolas no se acordaban de sus palabras. Si los que daban testimonio de Cristo (1Co 1.6; 1Ti 1.8) fueron enriquecidos en toda palabra y en toda gnosis (γνώσει, 1Co 1.5), ¿cómo se olvidaron de citar las palabras gnósticas del Hijo de Dios? Piénsese, además, en las numerosas citas del Antiguo Testamento que contienen las epístolas: ¿cómo los que a menudo citaban la palabra de Dios se olvidaron entonces de citar las ipsissima verba del Hijo de Dios? Sencillamente porque no existían y aún no habían sido inventadas. ¿Dónde están los famosos logia o dichos? En ninguna parte leemos expresiones del tipo: Acordaos de las palabras de Jesús el Señor nuestro (1Clemente 46.7; 13.1, pero en un texto tan distinto del actual que demuestra que cuando se escribió esta espístola, fuera cuando fuese, aún no existían los evangelios. Además, muy mal recordaba las palabras del Señor quien, citándolas en dos ocasiones, recurre al ejemplo del sembrador (1Cle 24.5) y no recuerda que tal había sido una de sus divinas conferencias ante una numerosísima muchedumbre (Mc 4.1, Mt 13.2, Lc 8.4). Tampoco en esta extensa epístola, como en ninguna del NT, se cita a Jesús el Nazareno ni a Jerusalén en relación con el sacrificio de sí mismo (Heb 9.26), a pesar de mencionar varias veces su sangre derramada por nosotros (7.4; 21.6; 49.6), y sin embargo, se habla de Jerusalén en relación con los sacrificios perpetuos ofrecidos en el templo (41). El autor de esta obrita ignoraba completamente que en Jesusalén hubiera tenido lugar tan sublime e inhumano sacrificio), o: Recordemos, por tanto, lo que dijo el Señor (San Policarpo, Filipenses 2.3, 7.2. En esta breve epístola también se mencionan, en general, los logia del Señor, τὰ λόγια τοῦ κυρίου, 7.1).
Las palabras recogidas en 1Corintios 11.24-25, aunque figuren en los evangelios, no pueden considerarse como una cita de las ficticias palabras de vida eterna (Jn 6.68) que dijo el Semen de Dios, porque el supuesto autor de tal epístola declara antes que esas palabras las he recibido del Señor (1Co 11.23), no de un hombre (Gál 1.12), seguramente cuando fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables (2Co 12.4), es decir, eran una invención de él mismo, porque él profetizaba y hablo en lenguas más que todos vosotros (1Co 14.18), como muchos profetas cristianos chiflados (Dios escogió lo necio del mundo, ¿no dirán que estáis locos? 1Co 1.27; 14.23) que en sus viajes psicodélicos o estados de trance o cristofanías hablaban en nombre del Señor por el Espíritu de Dios (1Co 12.3). Su Hijo en mí. Buscáis una prueba de Cristo que habla en mí (Gál 1.16, 2Co 13.3), es decir, lo que Cristo hablaba era lo que él mismo se inventaba. Lo que Cristo «habló» fue lo que ellos hablaron por Cristo en sus delirios místicos, exactamente igual que lo que Dios «dijo» era lo que los profetas dijeron por Dios, y del mismo modo ficticio que Dios les habló a los profetas judíos, les habló a los profetas cristianos. Lo que dijo el Señor por medio del profeta (Mt 1.22, 2.15). Por esta razón la palabras de Cristo eran palabras de Dios, tan verdaderas y tan ficticias como las de Dios, y los cristianos podían convertir a su libre albedrío las palabras de los profetas en palabras de Cristo. Es cierto, además, que Cristo en cuanto Verbo de Dios, no solo habla en los evangelios, sino también en la Ley y en los profetas (Orígenes, Hom. in Gén. 14.1). Si alguno cree ser profeta o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor (1Co 14.37), es decir, los mandamientos del Señor eran lo que los profetas cristianos se inventaban. Hablando el Señor Dios, ¿quién no profetizará? (Am 3.8). De este modo, cualquier chiflado que creía tener el dudoso título de profeta podía fingir las palabras ilusorias del Señor.
Recordando las palabras del Señor Jesús que Él mismo dijo (He 20.35). En ninguna de las epístolas se halla una expresión tan explícita como ésta, citando un ágrafo (un refrán griego) que el Falocristo no dice en ningún evangelio. ¿Cómo quien cita palabras que no figuran en los evangelios se olvidó de citar las que sí figuran? La muletilla recordemos lo que dice el Señor se convertiría en un tópico en todos los escritores cristianos, y sin embargo, los que fueron ministros de la palabra desde el principio (Lc 1.2, He 6.4) y que más motivos tenían para usarla, no la utilizan nunca en las epístolas ni nunca nos recuerdan lo que dijo el Señor, siendo éste el tema centralísimo de ellas. La impostura de «las palabras del Señor» se pone de manifiesto cuando comprobamos que quien utiliza en varias ocasiones la expresión la palabra del Señor, ὁ λόγος τοῦ Κυρίου (1Te 1.8; 4.15; 2Te 3.1), o incluso la palabra de Cristo, ὁ λόγος τοῦ Χριστοῦ (Co 3.16), ignoraba por completo las muchas palabras y discursos que nunca dijo Cristo, cuando estas palabras tenían que ser vox populi entre los más de quinientos hermanos y entre los ciento veinte que lo vieron ir al cielo de donde nunca bajó (1Co 15.6, He 1.11,15).
Para que tengáis memoria de las palabras que antes han sido dichas por los santos profetas (2Pe 3.2). Los que tenían memoria de las palabras que habían predicho los profetas, antiguos o propios, incluso de lo que el Espíritu dice expresamente (1Ti 4.1, Ap 2.7), no tenían ninguna memoria del vademécum celestial de palabras de vida eterna (Jn 6.68) que había dicho el Hijo de Dios. Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios (Heb 13.7) ¿Cómo es posible que los que escribieron las epístolas, que citan con frecuencia la palabra de Dios, se olvidaran de citar las palabras del Gran Pastor (Heb 13.20), palabras que no se cansarían de citar los cristianos de los siglos posteriores? (Por ejemplo, en Contra Celso, escrito hacia mediados del siglo III, Orígenes cita ¡¡ 144 veces !! las palabras que Jesús «dice» o «dijo» en los evangelios). Porque el Archipastor todavía no había venido ni lo habían visto, es decir, su parusía todavía no había ocurrido ni ocurriría nunca, sino que cuando aparezca, lo veremos como es ( 1Jn 2.28; 3.2; 1Pe 5.4, Co 3.3).
Si lo que el Hijo de Dios dice, proclama y declama en los evangelios no hubiera sido una invención, tales dichos tenían que existir necesariamente antes de que se hubieran escrito las epístolas. Sin embargo, no hay en ellas ni una sola mención de Jesús el Nazareno y ni una sola cita de sus alegóricos discursos en los montes, campos y mares, sinagogas y plazas de todas las ciudades de Galilea, Judea y aledaños, o ¿tenía el Espíritu santo amnesia y no os recordará todo lo que yo os he dicho, ὑπομνήσει ὑμᾶς πάντα ἃ εἶπον ὑμῖν? (Jn 14.26) ¿No habían leído los que redactaron las epístolas el letrero trilingüe que colgó Pilatos en la cruz: Ἰησοῦς ὁ Ναζωραῖος.. etc, letrero que en cambio leyeron muchos judíos (πολλοὶ ἀνέγνωσαν, Jn 19.20; Lc 23.38)? Jesucristo enseñaba cada día en el templo, y todo el pueblo estaba suspenso oyéndole (Lc 19.47,48; 21.37,38, Mt 26.55, Mc 14.49; Jn 7.14; 8.2). Si estas divinas enseñanzas, que todo el mundo escuchaba, no hubieran sido una invención, tenían que estar más presentes y vivas que nunca y grabadas indeleblemente en la memoria de los que escribieron las epístolas, y sin embargo quien las escribió nos dice bien claro que el evangelio anunciado por mí, que no es de un hombre, pues ¡¡yo no lo recibí ni aprendí de un hombre!!, ¡¡sino por REVELACIÓN de Jesucristo!! (Gál 1.11,12, Ro 16.25, Ef 3.3). Quien escribió estas líneas, que supuestamente había sido un estricto contemporáneo del ficticio Jesús de Nazaret y vio la luz del cielo (He 9.3; 26.13) en la secuencia inmediata o a muy escaso tiempo de su infame y sublime muerte colgado de un madero (He 10.39), ignoraba por completo que Jesucristo había sido un hombre real en este mundo, ya que en las cartas paulinas la revelación nunca está referida al mundo sensible y tangible, sino al mundo ficticio de las cosas invisibles (τὰ ἀόρατα), pues la justicia de Dios se revela (ἀποκαλύπτεται) por fe, y la fe era la demostración de las cosas que no se ven (Ro 1.17; 8.25, 2Co 4.18; 5.7; Heb 11.1). No te lo reveló (ἀπεκάλυψέ) carne ni sangre (Mt 16.17). La revelación solo se alcanzaba por el Espíritu (1Co 12.3; Ef 3.5; 1Pe 1.12), de modo que quien nos dice, en la misma epístola, que la carne y el espíritu son antitéticos (ἀντίκειται,Gál 5.17; 6.8), ignoraba por completo que la Luz que el vió (yo soy Luz, Jn 8.12; 9.5), había sido un hombre real de carne y sangre, de lo contrario, habiendo vivido en los mismos días en que la Luz cósmica hacía milagros a mansalva, nunca habría dicho que él no recibió el evangelio ni lo aprendió de un hombre. Quien nos dice que los que están en Cristo Jesús, no andan según la carne, sino según el Espíritu, y que nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios (Ro 8.1,4; 1Co 2.12, nótese la radical oposición mundo/Dios), no solo ignoraba totalmente que este Espíritu de Dios había estado andando y arrastrando su cuerpo miserable (Fi 3.21) de carne y sangre por el mismo mundo y la misma ciudad donde él había pasado su vida desde el principio de mi juventud (He 26.4, Ro 15.19, es decir, tenía que haberse cruzado con el mismo Falocristo por los alrededores y andurriales de Jerusalén), sino que niega explícitamente que este Espíritu hubiera estado prisionero en un cuerpo mortal (Ro 6.12) de carne mortal (2Co 4.11), porque la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios (1Co 15.50). Si mientras estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (2Co 5.6), luego el Señor estaba ausente de sí mismo cuando estuvo en el cuerpo y se supone que su cuerpo resucitado de carne y huesos (Lc 24.39) sigue estando ausente de sí mismo en alguna parte invisible y remota del cielo que nunca jamás localizará ningún telescopio espacial. Además, si aquel hombre divino resucitó con un cuerpo de carne y hueso, ¿porqué no vió él también así a Jesús de Nazaret, a quien tú persigues (He 22.8; 9.5; 26.15), como todos los apóstoles (1Co 15.7), que comieron y bebieron con Él (He 10.41), sino como una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol (He 26.13)? ¿En cuál esfera cristalina del cielo había dejado abandonado y olvidado su glorioso cuerpo astral y eterno de carne inmortal? ¿En qué armario celestial del Paraíso (Lc 23.43) había dejado guardado su vestido terrenal, el mismo que se llevó puesto cuando fue llevado arriba al cielo (Lc 24.51, He 1.9)? Si la carne no sirve para nada (Jn 6.63), y TODA carne, omnis caro, es como hierba que se seca, (1Pe 1.24, Stg 1.11) y mañana se hecha en el horno (Mt 6.30), ¿en qué horno de fuego (Mt 13.42, Lc 12.28) echó Él su sabrosa y jugosa carne mística, que era verdadera comida (Jn 6.55), y no la que se vende en la carnicería (1Co 10.25)?
Aquellos que tenían que haber conocido al detalle la vida luminosa del luminoso Hijo de Dios demuestran un desconocimiento total de la misma en las epístolas: ni Nazaret ni ninguno de sus numerosos y extravagantes milagros y parábolas son mencionados nunca ¡¡en más de un tercio entero del NT!! Es decir, en los primerísimos documentos cristianos se ignora completamente que el Hijo de Dios había estado viviendo en Nazaret o que había estado alimentando a millares de personas con solo cinco panes y dos peces, milagro narrado, por si fuera poco, seis veces en los evangelios.
¿Y cómo creerán a aquel de quien no han oído? Pero digo: ¿no han oído? (Ro 10.14,18). Evidentemente, quien escribió estas palabras ignoraba que alguna vez se hubieran oído los sermones de Cristo ¡¡ante grandes multitudes¡¡ (Lc 6.17; 8.4,19; 11.29; 12.1; 19.3, Mt 5.1; 14.14 Mc 12.37; Jn 12.12) en la tierra de los judíos y en Jerusalén (He 10.39). Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado (Jn 15.22). En efecto, ni nunca vino, ni nunca les habló. Los judíos nativos, tan estúpidos que, teniendo en la ley la forma de la gnosis, γνώσεως (Ro 2.20), ignoraban y habían quitado la llave de la gnosis, γνώσεως (Lc 11.52, Ro 10.2,3, nótese que para quitar la llave de la gnosis era necesario que existiera la gnosis, lo cual demuestra que el evangelio de Lucas no pudo escribirse antes del siglo II), nunca jamás oyeron los sermones gnósticos ni las terribles diatribas que el Falocristo lanzó contra ellos, ni nunca lo vieron con los ojos (Jn 12.40) hambriento y sediento (Mt 25.37). ¿Y cómo, a pesar de esta proximidad inundada de Luz, cuando todos eran un corazón y un alma (He 4.32, Fi 3.16), se formaron tan pronto las herejías? Los cristianos alegaban que el Diablo, en cuya existencia ellos creían firmemente, les pisaba los talones (1Pe 5.8; 1Co 7.5; 2Co 2.11; 11.14, Ef 6.11-16; 2Ti 2.26, 1Jn 3.8,10; Stg 4.7). También para ellos el Diablo era un hombre: el hombre del pecado, el hijo de la perdición (2Tes 2.3). ¿También el Diablo tuvo una existencia histórica? Ellos se encargaron de hacerla histórica.
A pesar de hablar continuamente del nacimiento místico de los hijos de Dios en las epístolas, nunca se habla del nacimiento del Hijo de Dios por excelencia o de sus peripecias y discursos ambulantes, nunca se dice que estuviera enseñando diariamente en el templo de Jesusalén, durante un año y algunos meses, según Orígenes (De principiis, 4.5), lo que da para un curso completo intensivo sobre el Reino de los cielos y salvación eterna, nunca se menciona ningún detalle de su vida y abundantes milagros y eso que su recuerdo, si hubiera existido realmente, debería de estar vivísimo entre los primeros cristianos que lo vieron subir por levitación a los cielos entre las nubes (He 1.9) como el Sol que traspone el horizonte, en el ovni fletado por su Padre celestial para ocasión tan especial.




















Ἀρχὴ ἄρα καὶ ποιητικὸν τοῦ ἐξ αὐτοῦ τὸ σπέρμα.
Por tanto, el esperma es el principio y el creador de lo que viene de él.
Aristóteles, Sobre las partes de los animales, 641b

Τί δ' ἦν τὸ σπέρμα; ἡ ἀρχὴ τοῦ ζῴου δηλονότι ἡ δραστική. 
¿Qué es el esperma? Claramente, el principio activo del animal. 
Galeno, Sobre las facultades naturales, II 3.85 .
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Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ Λόγος. 
En el principio era el Logos.
Juan 1.1


El concepto griego de phýsis (φύσις) o «naturaleza», coincidía, en sentido estricto, con la definición que del esperma dieron Aristóteles, los estoicos y más tarde Galeno: el principio (ἀρχή) de la vida: ἀρχὴ γενέσεως, el principio de la generación (Aristóteles, idem, 653b, 655b).
Más de trescientos años después de Aristóteles, Filón de Alejandría dirá que el principio de la generación es Dios,
ἀρχὴ μὲν γὰρ γενέσεως ὁ θεός (Quis rerum divinarum heres, 172). Es decir, el esperma es Dios.
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Arriba, falos etruscos en el Museo arqueológico de Nápoles, Italia, y aquí, dos falos alados en el Museo de Delos, Grecia:
Dios tenía alas:
debajo de sus alas estarás seguro (Sal 91.4, 61.4), al igual que los ángeles, que eran el primer y más prístino semen que Dios eyaculó: luz purísima.




Haciéndose hombre por nosotros, envió el don del Espíritu celestial sobre la tierra, protegiéndonos con sus alas.
San Ireneo, Adversus haereses 3.11.8

los hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas.
Salmos 36.7 ; 57.1

alas con las que engendra, con las que vuela sobre todas las cosas. 
Himno a Zeus 25, Eusebio Prep. ev. 3,8,2

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